Fotografía de Roberto Mata
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Este texto fue publicado en 2013 en el marco del Festival de la Lectura de Chacao, organizado por la Alcaldía de Chacao. Se invitó a corredores a narrar su experiencia durante el maratón CAF. Esta fue una de las cinco crónicas que resultaron ganadoras.
Caracas es una ciudad larga con forma de insecto. Un insecto que nació en el centro de un valle y que se vio obligado a crecer a lo largo y no a lo ancho. Una gran montaña, desde su nacimiento como ciudad, definió su frontera norte, y una serie de pequeñas y abruptas lomas frenaron su crecimiento hacia el sur.
Caracas se fundó en lo que hoy entendemos como el oeste de la ciudad y poco a poco se fue extendiendo hacia el este, siguiéndole los pasos, a la vez que lo alimentaba y destruía con sus desechos, al río Guaire. Hoy el insecto crece alargando sus patas a través de túneles atravesando montañas. No hay manera de salir de Caracas sin tener que atravesar algún túnel o sorteando algún estrecho camino de montaña. Los caraqueños en cierta forma optamos por vivir en una especie de cárcel verde que nos limita geográficamente y nos ayuda a soportar lo que significa vivir rodeados de cerca de seis millones de personas en un área tan pequeña.
Igual que Caracas, a mí me tocó nacer en el oeste y, como parte de mi evolución, crecí junto con mi familia hacia el este de la ciudad. Nací en la Avenida San Martín, en la Maternidad Concepción Palacios, viví hasta los siete años en Alta Vista y, hace 43 años, una noche sin que me dijeran nada ni me lo consultaran, mis padres junto con mis dos hermanos, me trajeron al este de la ciudad, a Chacao de donde espero no tener que moverme más nunca en mi vida.
Los que tenemos 50 años viviendo en esta ciudad sabemos que aquí no todos los límites son geográficos. Los que aquí vivimos hemos aprendido cuáles son nuestras fronteras dentro de Caracas. Al menos que por alguna razón en especial nos veamos obligados a hacerlo, son muy pocos los caraqueños que se salen de su rutina geográfica. Caracas tiene muchas caras y hay que saber cómo comportarse delante de cada una de ellas, según el lugar de la ciudad donde uno viva frecuente o viva, frecuente o visite.
Los límites de mi ciudad los dicta, desde hace muchos años ya, mi actividad como corredor. Al norte, toda persona que corre y entrena en Caracas tiene el Ávila. Dudo que en esta ciudad todavía quede algún aficionado a la carrera que no haya subido un fin de semana a correr el Corta Fuegos, solo por mencionar la más cómoda y accesible de las tantas rutas que tiene el Ávila. Al sur de Caracas muchos corredores subimos hasta la urbanización la Lagunita y corremos por sus calles. La pista de la UCV es mi opción cuando estoy entrenando para alguna carrera específica.
El Oeste de mi Caracas está claramente marcado por la línea roja de la pista de la Universidad Central, lo mismo que la línea blanca del Parque del Este, como su nombre bien lo dice, marca el extremo oriental de la Caracas que yo vivo. Aparte de este transitar en busca de los mejores sitios para entrenar, poco me muevo en esta ciudad, de la casa al trabajo todas las mañanas y de regreso puntual justo antes de las nueve de la noche. Pareciera ser una rutina agobiante, pero en mi caso resulta todo lo contrario. Los pocos sitios que frecuento, las personas con los que voy a estos lugares y lo que vamos a hacer en ellos, son la razón por la que sigo viviendo en la ciudad donde nací. Y como dijo alguna vez Federico Vegas: «Vivir en la ciudad donde uno nació es un lujo».
Llegar a la Plaza Venezuela antes de las cinco de la mañana, bajarse de un carro junto a unos amigos para irse caminando hasta el Parque los Caobos, un día cualquiera, podría considerarse como un deporte de alto riesgo. Pero el 24 de febrero de este año lo hice acompañado de miles de personas, todas animadas y, a su vez, ansiosas ante la expectativa de correr medio maratón algunos y otros completar los 42.195 metros a lo largo de Caracas.
La salida del maratón coincide con la salida del sol. A medida que nos internamos en el oeste, a nuestra espalda, lentamente el sol se va adueñando del día. Poco a poco nos va develando lugares y secretos ocultos para los que no frecuentamos esta zona de la capital. La avenida Bolívar, amplia, fresca y todavía oscura, va descubriendo poco a poco las torres del Silencio.
Como única compañía hacia las escaleras del Calvario llevamos el ritmo de nuestra respiración, para algunos corredores a esta altura ya es un jadeo sin ningún tipo de ritmo que presagia unos últimos kilómetros de maratón dolorosos. Cuando la masa de corredores cruza hacia la izquierda y toma la bajada no tan empinada hacia la Plaza O’Leary, extrañamente mi estado de ánimo mejora, mi respiración se hace más uniforme y comienzo a permitirme el ver a los lados. Las tres veces que he corrido esta carrera no dejo de sorprenderme de la belleza de las Toninas de Narváez, aquí Caracas muestra todo lo moderna que comenzó a ser en 1945. Dejamos la fuente a nuestra izquierda y nos adentramos en la Avenida San Martín.
Mientras más me acerco más eufórico me voy poniendo y, cuando por fin veo su fachada, ya sé que valió la pena venir al maratón de la CAF. Ya sé que de aquí en adelante el resto de la carrera va a ser un paseo y un homenaje al lugar donde nací, crecí y estoy seguro voy a morir.
Cuando paso frente a la Maternidad Concepción Palacios entiendo que esta carrera lleva el mismo rumbo geográfico que mi vida. Unos pocos kilómetros después de la Maternidad, el maratón cambia de rumbo en la Redoma la India en el Paraíso, de allí en línea recta se enfila hacia el este, donde el sol ya alto espera a los corredores igual que lo hizo por mi familia hace más de 40 años. Después que paso corriendo frente a la Maternidad Concepción Palacios, dejo de preocuparme por los kilómetros que quedan, por el ritmo que llevo y por cómo me siento. Desde ese punto me dedico a dar gracias por poder repetir un recorrido que hice a los siete años y que mientras exista este maratón podré repetirlo todos los febreros.
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