Juan Cristóbal Castro por Joel Guzmán | RMTF
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Una pregunta tardía. Pero no por eso menos urgente y crucial. ¿Qué tanto de la polarización política ha permeado en la academia? Le prepongo el tema a Juan Cristóbal Castro*. Si bien en la academia no encontramos la lógica binaria y destructiva que la esfera mediática exaltó hasta el paroxismo, desvirtuando la información y el periodismo, hay en aquélla sutilezas, relativismos, complicidades que refuerzan el capital simbólico de las tradiciones revolucionarias, con Cuba a la cabeza, de América Latina.
El pasado cuenta. Y más si es deliberadamente maquillado para atenuar las cicatrices que ha provocado la violencia —en sus variantes más crudas— de modelos autoritarios como los de Venezuela y Nicaragua, apadrinados por la dictadura castrista.
La lógica de la polarización encontró en la esfera mediática un campo de batalla, donde se libró una guerra en la cual Hugo Chávez derrotó a un tipo de periodismo más inclinado por la propaganda y el activismo que a la propia información. Le sirvió, además, para identificar a un enemigo, desvirtuar el debate político y buscar a un culpable ¿Esa lógica de la polarización, de alguna manera, permeó en la academia?
Puedo hablar desde mi experiencia en el campo de las humanidades y de las ciencias sociales. En principio, creo que se hicieron grandes esfuerzos por evitar esa polarización abriendo espacios de debate, espacios de diálogo. Ahora bien, creo que hay que hacer un balance retrospectivamente. Al igual que lo hemos hecho con la oposición, con los políticos, también tenemos que hacer balances de la sociedad civil y de lo que podríamos llamar el campo intelectual y el campo cultural venezolano. Hay que ver dónde pudo haber problemas, dónde pudo haber limitaciones. En el campo intelectual hay cosas que sopesar todavía. En ese sentido, diría que la polarización sirvió para crear un mercado intelectual, un mercado literario, donde se abrieron editoriales privadas, entre otras cosas, porque el chavismo empezó a copar todos los espacios. Se dieron logros y grandes trabajos. Pero, por un lado, se desdeñaron iniciativas orientadas a rescatar autores del pasado venezolano, a rescatar relecturas creativas importantes, salvo historiadores que siempre han estado trabajando en eso. Puedo hablar de la crítica literaria, de la crítica cultural. Hubo una necesidad de crear un intelectual, un escritor, opositor en concursos que se dieron en algún momento. Esta necesidad mermó mucho la capacidad de generar proyectos críticos. En ese sentido hay páginas como Prodavinci y Trópico Absoluto, pero su alcance es limitado. Habría sido necesario trabajar más en dimensiones más abiertas. Se mermó mucho también la valoración de trabajos de intensidad investigativa, uno puede citar a Ana Teresa Torres y trabajos específicos, que sí se dieron. En cambio, hubo muchas publicaciones de cronistas, de cuentistas. Entonces, el saldo no ha sido tan abundante como ha debido ser para generar discusiones importantes.
¿En qué temas? ¿Podría mencionar un caso específico?
La revisión de los años 60, con el tema de las guerrillas, con el tema ideológico, que es fundamental, son objeto de grandes libros de investigación en estos últimos años. Es decir, nos tomamos casi 18 años para generar trabajos importantes. Se escribieron papers, pero trabajos de investigación de nivel hubo pocos, o no hubo suficientes como para enfrentar los grandes dilemas que abría el populismo autoritario. O, incluso, para llevar al debate en los medios unas reflexiones, unos posicionamientos políticos, mucho más cuidadosos o con mucha más profundidad, de lo que pudimos hacer en ese período. No quiero subestimar lo que se hizo, pero haciendo un saldo, creo que faltó un poco eso. Al punto de que hoy todo está muy mermado y se ha perdido un poco esa dimensión de la discusión pública, que no pasa por el periodismo necesariamente, sino por ese campo intelectual donde se debaten ideas, investigaciones y teorías de gran calibre.
Cuando se circunscriben el pensamiento, la acción y los recursos a un solo objetivo —la polarización misma— se soslayan otros asuntos, otras aristas. En esa misma medida, el debate y la comprensión de los retos que plantea el populismo autoritario, se erosiona, se simplifica, se empobrece. ¿Qué piensa alrededor de este planteamiento?
Recientemente se celebró un congreso (Lasa Venezuela) y se abrieron varias mesas que iban desde temas de literatura hasta ciencias sociales, incluso se cruzaban líneas de gente que está trabajando en el campo de las humanidades con gente que está trabajando en arte. Allí había un horizonte para pensar los múltiples dilemas que genera la crisis venezolana. Fue un evento maravilloso, que se hizo con muchas dificultades, donde paradójicamente quienes ayudaron más fueron gente del interior. Y la pregunta que uno se hace es ¿Por qué estos eventos no fueron tan recurrentes en Venezuela? ¿Por qué durante el boom petrolero (2007—2013), en donde todos tuvimos mucho dinero —unos más que otros— no fuimos capaces de pensar plataformas similares? ¿Por qué tenemos que depender de la cooperación internacional para armar este tipo de plataforma? ¿Por qué muchos proyectos quedaron personalizados —en un intelectual opositor— que en el fondo como que comía de otros proyectos para él mismo, en vez de crear espacios de discusión y a partir de ahí generar proyectos en conjunto? Quizás porque hay una cultura muy de nosotros que habría que estudiar desde la sociología cultural, desde la sociología intelectual. En general, diría que no hay un hábito de hacer proyectos culturales, proyectos intelectuales, a la manera como lo han hecho los argentinos o el exilio cubano, donde uno ve un trabajo interesantísimo y por eso estamos viendo lo que está pasando con el movimiento San Isidro, por cierto. Yo siento que esa dimensión no se ha considerado mucho en Venezuela. Que los grandes defensores de las sociedades abiertas no fueron capaces de generar estímulos para respaldar, para trabajar, en esta otra dimensión del espacio y del debate público. Se pensó mucho en el periodismo, en la dimensión mediática, y se obvió esta otra dimensión que requiere tiempo, espacios y plataformas también.
En la medida en que no hay elementos que confluyan, elementos que refuercen una tesis política que —en este caso sería la tesis política de la democracia liberal y de las sociedades abiertas—, digamos, ¿No se abona el terreno para que, en esa misma medida, sea el populismo autoritario la tesis preponderante, la tesis que prevalezca?
Cuando tienes una sociedad reacia a aceptar la democracia como debate, como conflicto y negociación permanente, cuando te quedas solamente en el terreno de un imaginario tecnocrático, que quiere poner orden a partir de ciertas visiones formalistas de la ley y de ciertas visiones empresariales, obviamente estás dejando un caldo de cultivo para la expansión de tendencias populistas. Hay que entender que las versiones más recientes del populismo —Venezuela es precursora en ese aspecto—, que algunos han querido teorizar (entre otros el fallecido pensador argentino Ernesto Laclau) es producto del abandono de ciertas dimensiones democratizadoras que, de alguna manera, se están perdiendo por un imaginario, por una visión política, muy tecnocrática. Visión que no está entendiendo que estamos viviendo momentos de cambio, de transformación —las redes sociales, por ejemplo, dan cabida a muchos sujetos y comunidades— entonces tienes que aceptar que hay ingentes demandas sociales que hay que procesar, que hay que negociar, y de alguna manera satisfacer. Si no lo haces a través del debate, y de la política, como transformación permanente y mutua; si no entiendes eso, las demandas populistas van a irrumpir con gran fuerza.
El relativismo se ha convertido en el gran expediente para establecer una equidistancia entre las democracias latinoamericanas y los populismos autoritarios de la región. Si mi interés (Venezuela) es ubicarme del lado de las víctimas que produce el modelo autoritario y el tuyo (Colombia) es ubicarte en el conflicto geopolítico (donde el enemigo principal son los Estados Unidos), ambos tenemos coartada para defender posiciones políticas e ideológicas. Si no hay debate, ambos podemos seguir atrincherados en la polarización mineralizada. Sin plataformas donde puedas ubicar información y estudios académicos de primer nivel es muy difícil desmontar ese relativismo. ¿Cuál es el saldo de esa dinámica?
Esa dinámica ha sido muy perversa, porque es más sofisticada que la simple mirada ideológica que contrapone o que defiende un modelo sobre el otro. Yo creo que una de las deficiencias de nuestro campo —la academia en las ciencias sociales— es no entender las sutilezas con las que se ha querido relativizar, como dices, la situación venezolana. Una de las operaciones argumentativas de las que se han ido valiendo muchos críticos y muchos políticos para desvirtuar lo que ocurre en el país, quizás porque no pueden negar la situación de los derechos humanos ni los estudios que muestran la catástrofe venezolana es precisamente establecer equivalencias falsas entre unas violencias con otras. Lo que está sucediendo en Colombia es terrible y lo venimos denunciando y criticando, pero yo no veo a colegas venezolanos minimizando la situación en Colombia para compararla y establecer equivalencias, como si fuese casi lo mismo, con lo que está sucediendo en Venezuela. Pero sí lo he visto en cierta intelectualidad de izquierda en Colombia, una obsesión por establecer una equivalencia perversa, como si fuese casi lo mismo, para desprestigiar las críticas que se le hacen al régimen de Maduro. Eso ha sucedido también con colegas chilenos, con colegas argentinos, que establecen esas equivalencias, de manera perniciosa, para relativizar la situación de Venezuela. Entonces, el debate aquí tiene que ser muy cuidadoso, muy ajustado a la realidad, porque, por un lado, están aceptando que tienen que cambiar sus argumentos. Eso en sí mismo es un hecho importante. Pero, por otro lado, hay que desarmar estos usos argumentativos, con información comprobable y estudios validados. No podemos quedarnos de brazos cruzados esperando a que esas posiciones las rebata el tiempo, como si el tiempo en sí mismo lo solucionara todo. Obviamente, la intelectualidad tiene que tomar posición, elaborar respuestas, elaborar críticas y para eso necesitamos un trabajo de análisis e investigación, así como plataformas de debate y discusión. No hemos tenido esa visión de largo plazo para trabajar esos espacios. Más bien, nos hemos quedado en una dimensión de la realidad demasiado fáctica, en el sentido periodístico. Necesitamos otras dimensiones, donde entra la literatura, las ficciones y la elaboración teórica e intelectual.
Justamente, ese relativismo ha sido la gran coartada del régimen cubano, que no solamente ha disfrutado de buena prensa y de espacios afines en la academia, tanto de Europa como de Estados Unidos y América Latina. El chavismo también se ha beneficiado, aunque no en la misma dimensión. También, por ese lado, hemos perdido muchos espacios de ideas, teorías, conocimientos que desnuden las falacias del régimen cubano.
Hay que tomar en cuenta el desdén profundo que nuestras élites, nuestros líderes de oposición, muestran al mantener estos debates latinoamericanistas, pensando que todo se resuelve en una dimensión más pragmática de trabajo político, sin trabajar el tejido simbólico, ese imaginario, esas tradiciones, donde la figura de Cuba y la tradición revolucionaria es muy importante en su relación y en su experiencia de crítica con respecto a las intervenciones de Estados Unidos en el continente. La experiencia de Venezuela, en ese sentido (no hubo invasiones ni intervenciones armadas), es muy distinta. Pero el hecho de que no entendamos que estamos insertos en una geopolítica y en unas tradiciones latinoamericanas nos hacen muy vulnerables al capital simbólico que tiene Cuba. Y que es algo mucho más complejo a lo que uno pensaría. Creo que muy pocos académicos, digamos, los más recientes estarían dispuestos a defender «el legado de la revolución», más bien se ha abierto mucho la crítica, gracias a un trabajo persistente del exilio intelectual cubano, cuya presencia es significativa en universidades de Estados Unidos, Europa y América Latina. Han ido cuestionando el relato que se impuso después de la revolución y mostrando las violencias (del castrismo). Lo que es curioso es que todavía el capital simbólico de Cuba, a nivel estratégico, es muy poderoso. Es decir, se ha subestimado el mito revolucionario, incluso ahora que se cuestiona al régimen cubano y sus violencias, lo que a su vez hace muy difícil la crítica hacia lo que sucede en Venezuela o en Nicaragua. Entonces, hay unas líneas de complicidad. Se hacen críticas, pero deben ser maquilladas y cuidadosamente para que no rompa el capital simbólico de Cuba. Hasta en eso es sofisticado lo de Cuba.
El objetivo que subyace, creo yo, es «salvar la revolución», como se ha dicho tantas veces en Cuba y más recientemente en Venezuela. De ahí la complicidad y el maquillaje, pero también un planteamiento de fondo: en realidad, no se quiere romper con una revolución que sencillamente fracasó. Hay una relación —más afectiva que intelectual—, que tiene que ver con el mito de la revolución cubana.
Sí. A veces el problema no está en la posibilidad de salvar o no (a la revolución). Ese es un dilema que, efectivamente, desarrollan estos teóricos que relativizan todo. La idea de que haya una transición en Cuba, se piensa que significaría el cese de ciertos legados de la revolución que pudieran ser rescatables o de ciertas reivindicaciones sociales. Y si se acaba con todo eso en Cuba se acabaría en toda América Latina. Hay una visión que yo llamaría «la interiorización de la Guerra Fría», que en la superficie se asume como una etapa superada, en estos teóricos y en algunos políticos, que se dicen más abiertos, que supuestamente tienen otra visión de Estados Unidos, otra visión de las realidades que se han estado sucediendo, pero a nivel afectivo y existencial han interiorizado el temor de la Guerra Fría. Ese temor, en la dimensión en que la señalas, hace que se cierren a una transición política, pensando, justamente, que se perderían algunos legados y reivindicaciones sociales que la revolución misma ha querido defender. Siempre hay el miedo de que en la medida en que cedas, te va a comer la nueva derecha, los nuevos proto fascismos, el imperio estadounidense. Entonces, es algo sofisticado otra vez.
Supongo que está al tanto de lo que está pasando con la educación pública universitaria. Sencillamente, está liquidada. ¿En qué medida nos habla eso del retroceso que hemos tenido en Venezuela?
Hay varios puntos que quisiera introducir. Lo primero es la paradoja de un gobierno, de un régimen revolucionario, que acabó de la manera más despiadada con la educación pública. Eso no lo ha hecho ni el más neoliberal de los gobiernos. Las universidades privadas son las únicas que están sobreviviendo en Venezuela. Esa es una ironía que ya la han dicho varios críticos del chavismo. En segundo lugar, quisiera subrayar otros elementos: la única manera de lidiar con esta crisis es la necesidad de que seamos más creativos. Tenemos que hacer un llamado a los venezolanos, a los de adentro y a los de afuera, a buscar alternativas, a ser más abiertos, dejar de estar en los lugares cómodos o incómodos, para buscar modelos de acción e interacción, la posibilidad que ofrecen las redes sociales, las clases en línea, gracias al virus o por culpa del virus, abren opciones que son importantes de explorar y se están explorando. A mí me preocupa que los venezolanos nos cerremos a los espacios de diálogo y de intercambio. Sólo ahora con el evento de Lasa y quizás otros. Hay que valerse de esos recursos y de otras opciones, como los convenios que pudieran establecer los jefes de departamento de las universidades públicas venezolanas con las universidades de afuera. Cuba, por ejemplo, tiene numerosos convenios con universidades norteamericanas, y por eso ese diálogo constante que si bien, en algunos aspectos, favorecen al régimen, en otros no. Y lo estamos viendo con el movimiento San Isidro, muchos de los intelectuales que ejercen la crítica vienen de esos convenios, de esa formación.
¿Qué hay de Luis Castro Leiva y Carole Leal en sus inquietudes intelectuales?
Yo vengo de la literatura, mi padre estudió Ciencias Políticas y Derecho. En ese sentido, teníamos miradas muy distintas. A mí me gusta pensar desde la literatura y desde ciertos artefactos culturales, como las artes, los fenómenos políticos. Desde esa dimensión de la realidad, que no es la mera dimensión empírica, sino desde la potencialidad y la virtualidad de las realidades y los imaginarios. Carole ha tenido una gran influencia, además ha sido mi gran interlocutora. La influencia de mi padre ha sido clave, sobre todo, a partir de los últimos años de su existencia, cuando él vio (anticipó) la crisis política que se estaba dando en Venezuela. Y las reflexiones que despertó en él. No todas las entendía, porque como te digo, vengo de otra línea. A lo largo del tiempo, releyendo sus escritos, me he aproximado a la visión que él tenía del republicanismo. Me ha influenciado mucho esa línea de investigación que viene de una línea intelectual y académica de sus años de formación en Inglaterra, de los lenguajes políticos. A mí me resultó muy interesante, porque lograba discriminar distintos tipos de republicanismo. Muchos hablan de que hay que ser republicanos y es verdad. ¿Pero de qué tradición republicana estamos hablando? Mi padre estuvo muy obsesionado al tratar de entender la dimensión republicana que se dio con el bolivarianismo. ¿Qué tradición se incubó en El Culto a Bolívar? —para introducir la frase de Germán Carrera Damas— y vio los problemas que había ahí. Ver, además, otras tradiciones que estaban en nuestros intelectuales, que fuesen menos perniciosas, con respecto a las realidades que se han vivido en Venezuela. Por eso él trabajó mucho el pensamiento de Juan Germán Roscio, que estaba pensando en otro tipo de republicanismo. Siento que Carole también ha trabajado mucho pensando en lo que fue la primera república en Venezuela.
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*Profesor de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (Chile). Hizo sus estudios doctorales en la Universidad de California. Su maestría de Literatura Comparada en la UCV. En la misma universidad hizo en el pregrado la doble carrera de periodismo y letras. Ha sido profesor de la Universidad Simón Bolívar y de la Universidad Pontificia Javeriana (Bogotá). Entre otros libros, ha publicado Alfabeto del Caos: Crítica y Ficción en Paul Valéry y Jorge Luis Borges (2009); Idiomas espectrales (2016) y El Sacrificio de la página: José Antonio Ramos Sucre y el arkhé republicano y la novela Arqueología sonámbula (2020)
Hugo Prieto
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