Entrevista

Jean-François Lyotard: “En la interlocución uno le dice al otro: no me dejes solo”

14/08/2021

Esta entrevista fue realizada por la autora al distinguido filósofo en el año 1997 en Caracas, y publicada en su libro Diálogos con el arte. Entrevistas 1976-2007, por la Editorial Equinoccio, 2007.

Jean-François Lyotard. Fotografía de Bracha L. Ettinger | Wikimedia

En su anterior visita a Venezuela, refiriéndose al tema de la interlocución, usted señaló algo que yo quiero ahondar aquí. Usted nos dijo que en la interlocución una persona le dice a otra: “No me dejes solo”. Poner la interlocución, y el lenguaje compartido, no sólo como un hecho de alteridad e intersubjetividad sino como algo que afecta al hombre en su propia fragilidad esencial, en su pesadumbre e incluso en su intrascendencia cuando no hay otro, es algo clave para ser analizado en esta época, en este fin de siglo, en este país también, cuando el problema de la soledad es nuclear, tanto la del hombre en su vida corriente, como, y este es un punto especial, la soledad del intelectual en su escasez de interlocución fecunda.

Me parece que es importante pensar la interlocución en términos no solamente del lenguaje ordinario sino de demanda, es decir, de esa demanda de “no me dejes, no me abandones”, que es la demanda de amor a secas. Eso vale por sí solo. Si el lenguaje es importante no es por sus significaciones. Claro, es muy importante por sus significaciones, pero es más importante aún por esas demandas que lo arrastran hacia el otro. Y evidentemente lo que llamamos “respuestas” no es simplemente una respuesta a una pregunta de significación, sino que también se va a responder a aquella demanda de amor, es decir, se va a contratransferir sobre la transferencia ya anunciada, lo cual no es evidente, pues una persona no tiene la responsabilidad de responder a la demanda de amor. Siempre hay un riesgo, y por tanto la soledad siempre es amenazadora.

Lo segundo, a propósito de esta soledad dentro del problema de la interlocución, cuando nadie está nunca obligado a responder a la demanda de amor, eso significa que, en efecto, se puede preferir la soledad (y eso sin siquiera hablar de este pensamiento maligno que es casi perplejo, hoy en día: quien se calla en este momento es muy mal visto, siempre es sospechoso, es un silencio sospechoso, siempre fue sospechoso y al mismo tiempo respetado, detestado y respetado, porque siempre hay algo sagrado en el silencio, algo que pertenece a un orden donde precisamente reinan a la vez la trascendencia y el terror).

Lo que quería decir es que aún la interlocución más ordinaria, más habitual, me parece que sólo es interesante en la medida en que anuncia algo (creo que era lo que decía el año pasado aquí, y precisamente aquí). Había tomado el ejemplo de la relación entre el maestro y el alumno ¿esa relación acaso es del orden de la interlocución? Yo sé que la pedagogía democrática quisiera que fuera así, que quisiera desde luego que no hubiera dominación del amo –del maestro– sobre el estudiante, que el discípulo también tiene derecho a la palabra, que tiene tantas cosas que enseñarle al maestro como el maestro al discípulo… Pero yo no creo en nada de eso, y pienso, al contrario (y esto vale para la interlocución de un pintor con su maestro aunque haya muerto cientos de años antes) que sólo hay relación magisterial en el viejo sentido agustiniano: que si en efecto el maestro enseña algo al alumno y si él aprende algo es porque el discípulo no lo sabía. Y la relación es desigual incluso hasta el punto de que es posible que el amo –el maestro– diga cosas incomprensibles al discípulo y le anuncie algo que no sólo por el contenido sino por las palabras, por el lenguaje usado para decir ese contenido, resulte como un idioma extranjero, un idioma que el discípulo no conoce aún, y su aprendizaje va a consistir en aprender ese idioma nuevo para él. Si no hubiera esa desigualdad no veo en qué puede consistir el aprendizaje en general.

El aprendizaje siempre da experiencia de un horrible abandono, no creo que sea un saber, pienso quedarme en el orden de la locución ante una voz, la locución que nos viene de las obras magistrales o del maestro de escuela que viene a enseñar conocimientos del álgebra y yo no entiendo nada, no entiendo nada porque como te digo tengo que aprender el idioma extranjero, y no habría aprendizaje si no hubiera ese momento de la soledad, con su silencio obligado. Hay un momento en que el discípulo debe callar para intentar escuchar, entender, porque es un esfuerzo enorme.

Insisto en todo lo anterior porque pienso que en esta sociedad estamos en una especie de pretendida, de supuesta euforia, todo el mundo tiene algo que decir, todos tienen algo que señalar, lo que constituye el aburrimiento profundo de, por ejemplo, los programas de televisión, porque precisamente lo que todos tienen que decir es todo lo que ya sabemos, es el machacado. Vivimos dentro del machacado de la alegría de reconocernos a nosotros mismos en un narcisismo sin ninguna deflagración, sin ninguna revelación, no sucede nunca nada. Y yo no digo que eso esté vinculado a los medios de comunicación, para nada, es algo muy distinto, pues yo no veo por qué el video, el cine, la fotografía o la electrónica tuvieran que estar condenados al machacado. No hay ninguna razón técnica para eso, son soportes tan dignos y tan poderosos como la tela o el papel, la razón es totalmente distinta, y es algo distinto lo que sucede: es a la vez el halago en dirección del pueblo, del supuesto demos, diciéndole mírate, mira qué bello eres, qué inteligente, cuántas cosas sabes, y el demos se mira diciendo: qué maravilla, soy el poder, cuando sucede lo contrario exactamente.

Pero está también la economía política: que eso no cuesta caro, no cuesta caro ir con un micrófono a entrevistar a un desdichado que acaba de perder su casa por un temblor, sabemos muy bien lo que va a decir el desdichado, podemos decir exactamente lo mismo cuando tiembla la tierra, pero eso no nos entera absolutamente de nada, nos permite sentirnos apiadados, tener compasión por él pero no resuelve el problema de la soledad, ni la de él ni la mía. Pero no cuesta caro, permite hacer programas baratos. En cambio, hacer una obra de arte en video comienza a costar caro. Y así tenemos que vérnosla con los medios de comunicación, que como se sabe desde hace muchísimo tiempo por los bellos análisis de Walter Benjamin sobre estos asuntos, son al mismo tiempo –como el cine– artes que son también industrias. Entonces el problema de la rentabilidad es considerable, pesa mucho si comparado con la inversión necesaria para hacer un dibujo con mina de plomo sobre un papel. Un pintor muy pobre, un artista muy pobre como Giacometti, puede hacer una obra admirable con tres centavos, pero un videasta, un cineasta…

Hay un tipo de interlocución más específica que se da, y que el libro El ojo y el espíritu de Merleau-Ponty que estamos estudiando estos días con usted, retoma de alguna manera, y es la interlocución entre quienes trabajamos los aspectos teóricos del arte y los que trabajan en su producción, como creadores. En ese encuentro entre teórico y artista se da a veces –como usted decía en estos días– un estar asediado el uno por el otro, hay un asedio de un uno a un otro. Uno siente, aún más en general, que en el mundo de la creación, para poder llegar a estar en algún momento plenamente habitado por sí mismo, hay que antes haber sido habitado por los otros (por los grandes maestros de la historia de la cultura, los artistas, los escritores, por ejemplo). Y luego, los nuevos verdaderos creadores llegan a habitar en los otros. Quisiera ahondar entonces en esos dos problemas: el de la soledad y el de la interlocución que superaría esa soledad en el caso particular del artista y el teórico, que de algún modo es un diálogo interno recurrente en ese libro, donde Merleau-Ponty parece actuar al mismo tiempo como teórico que se pone lo más intensamente posible en el hacer del otro que es el artista, para penetrar el momento mismo –y el modo– de hacerse de su obra; un teórico que trata de dar cuenta del mundo como si él mismo fuera –aun momentáneamente– ese artista, y que puede intentarlo porque ha pasado por ese peculiar asedio tanto al ser como al acto del creador, como al nacimiento de la obra. Un tipo de asedio a la visualidad en tanto carnalidad, que por cierto muy pocos filósofos que se acercan al arte alcanzan en lo esencial

Sobre esta pregunta, acerca del filósofo y el artista, hay una soledad que es incruzable, que no se puede cruzar porque hay una experiencia que no es compartible. Se pude intentar transmitir una de las funciones del arte, o de los recursos del arte, pero no nuestras experiencias más íntimas. Por lo demás, tenemos, en general, experiencias que no son compartibles y estamos en la situación del vidente y lo visible, que no pueden compartir el mismo punto de vista: no podemos, por ejemplo, compartir el sufrimiento, no es cierto que podamos compartir el sufrimiento aunque lo quisiéramos, pues mientras más lo queramos, mientras más amamos al ser que sufre más sentimos que su sufrimiento es su soledad y es su parte, y nos damos cuenta de que no podemos hacer nada ante eso. Es que eso es horrible: que en cierto modo la experiencia del amor o de la gran amistad implican la experiencia de la separación conjuntamente con la experiencia de la comunión.

Y aquí volvemos al problema de la identidad, de la diferencia, de la confusión de lo vidente y lo visible, que no es nunca en realidad una confusión pues esa soledad realmente existe, y está el hecho de que no se puede morir en lugar de alguien, aunque se le quiera mucho uno no le puede dar su vida, uno no le puede salvar su vida porque es la suya, uno no puede tomar su vida si es la vida de él, que está muriendo. Es así, hay límites, la interlocución tiene límites para ir rápido en el sentido fuerte de la demanda que nos remite a una soledad incruzable, infranqueable, que pertenece a la condición de ser singular.

Y pienso que para el artista es lo mismo: el artista está condenado a su soledad, en cierto modo la asume, quiere esa soledad, la busca a través de todo lo que sus maestros le enseñaron e intenta librarse de la tutela de los maestros para volver a su soledad. No es por narcisismo idiota del tipo: “Ese es mi estilo, esa es mi firma”, no, es porque está buscando su fórmula carnal y porque piensa, como todos los verdaderos artistas, que es inútil por completo repetir lo que ya se hizo. No es por amor de lo nuevo, es por respeto por la multiplicidad de la fórmula de visibilidad que está inscrita en lo visible. Es por respeto, por deferencia hacia la sobreabundancia de dimensiones que hay en lo visible, o en lo musical. Es por eso, es por humildad, es por decir algo que la lengua no dijo, es por decir: “Eso es verdad”.


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