Crónica

Hada quiere saber lo que pasó con su hijo

La adolescente de 16 años guarda en una carpeta las ecografías y los análisis de laboratorio que se realizó durante su control prenatal. Fotografías de Gabriel Méndez

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20/04/2018

—Mamá, yo quiero volver al lugar donde me sacaron al niño.

—Muchacha, ¿para dónde quieres ir tú? ¿Pal Pérez?

—Sí. Quiero ir. Pero no sé ir hasta allá.

—¿Qué vas a hacer allá? Hada, no tenemos nada que hacer en ese lugar. Ya pasó un año.

—Quiero decirles a los doctores que ya no puedo tener más hijos. Quiero preguntar qué fue lo que pasó con mi hijo.

***

Hada se quejó de dolores en el abdomen cuatro días antes de su fecha de parto, el 1 de marzo de 2017. Era la primera vez, en sus 38 semanas de embarazo, que sentía una punzada tan intensa. A sus 16 años supuso que aquel malestar era la señal de que pronto daría a luz. Desde los 15 deseaba un hijo y a esa edad tuvo su primera relación sexual.

—¿Alguna vez usaste métodos anticonceptivos?

—No, no. Nunca los he usado. Yo les decía a mis novios que me cuidaba, pero era mentira. Yo quería salir embarazada.  

—¿Por qué?

—Porque eso me gusta. Yo quería salir embarazada, tener un hijo. Quería un varón, ¡y me salió un varón en verdad! Lo iba a cuidar porque iba a ser mío. Cuando me hice la prueba y salió positivo… ¡Verga! ¡Estaba muy contenta!

Se tocó la barriga y sintió al bebé moviéndose dentro. Las patadas se veían a través de la piel lisa y tensa en la superficie.

En las familias venezolanas el embarazo adolescente es valorado como parte de la realización personal de una mujer, según el estudio cualitativo Diagnóstico de los factores generadores del embarazo a edad temprana y en adolescentes, reseñado por el Instituto Nacional de Estadística. Aquellas que conocen los métodos anticonceptivos no los utilizan porque predomina el deseo de ser mamá. Además, no tienen un proyecto de vida claro. El ginecobstetra Próspero Rojas, quien fue jefe del Servicio al Adolescente y Planificación Familiar de la Maternidad Concepción Palacios, explicó que “algunas muchachas quieren tener un estatus. Y ser madre es un estatus. Otras inician sus relaciones sexuales porque la amiguita lo hizo o porque en su núcleo familiar han visto a una madre que ha tenido varias parejas. Aquí vinieron cuatro amigas embarazadas del mismo muchacho. Como una de ellas se embarazó, las otras tres quisieron hacer lo mismo. Aquí hablamos con ellas y con el muchacho. Tenían todavía puesta su camisa beige. Eran adolescentes entre 15 y 16 años”.

Venezuela es el país suramericano con más embarazos adolescentes. El Fondo de Población de las Naciones Unidas reveló en un informe que en el país se registraron 80,9 nacimientos por cada 1.000 mujeres con edades entre los 15 y 19 años, entre 2010 y 2015.

 

Hada salió en estado en junio de 2016, dos meses antes de cumplir los 16 años.

Mabel tiene 34 años y seis hijos de tres padres diferentes. La primera en nacer fue Hada, cuando Mabel tenía 16. Vivió con el padre de la niña por unos años, “pero eso no funcionó”. En aquel tiempo ella no estudiaba. Había dejado los estudios de bachillerato en segundo año para poder trabajar.

Cuando Hada sintió los dolores, ella sabía qué hacer. Acomodó en una carpeta las ecografías, los informes de los controles prenatales y los exámenes de sangre. Salieron de su casa en Araira, un pueblo entre las montañas del estado Miranda, rumbo al centro de salud más cercano. Tomaron el autobús hasta Guatire, a 10 kilómetros de allí.

Un obstetra del Hospital General Guarenas Guatire palpó con los dedos su cuello uterino para calcular la dilatación. Le dijo que no estaba lista para el trabajo de parto y que podía regresar a casa. Los dolores se intensificaron al día siguiente, pero no fue hasta el viernes 3 de marzo que el obstetra les recomendó viajar a Caracas. Dijo que la institución no contaba con recursos para asistirla en el parto o llevarla a cirugía. Le extendió a Mabel una orden de cesárea porque el cuello uterino de su hija permanecía inalterable.

Ese mismo día, Mabel y su novio Yorman acompañaron a Hada hasta el Hospital Dr. Domingo Luciani, en Petare, a 46 kilómetros de Araira. Al llegar le negaron el ingreso. La adolescente todavía no había dilatado y no había camas disponibles en la Sala de Emergencia. Decidieron ir hasta la Clínica Popular Lebrún, a 2 kilómetros de allí, pero les dijeron que no tenían los insumos básicos para el alumbramiento. En la tarde regresaron al hospital, con la esperanza de que Hada tuviera las condiciones para parir. Pero la enviaron de nuevo a casa. Desde entonces y hasta el domingo, Hada, Mabel y Yorman recorrieron Caracas en la búsqueda de un centro de salud que pudiera atenderla.

Llegaron hasta la Maternidad Santa Ana, en el noroeste de la capital. Y a la Maternidad Concepción Palacios, en el oeste. Allí los médicos les aseguraron que Hada tenía oportunidad de ingresar. Pero, cuando se disponían a examinar la dilatación del cérvix, ella se negó. Su paso por cada sala de emergencias incluía un tacto vaginal. La tocaron al menos 11 veces. Y 11 veces los doctores concluyeron que la adolescente no estaba lista. Cada vez que la evaluaban, sentía dolor en sus genitales, además de las punzadas en su vientre. Sin pensarlo, caminó hacia la salida.

—Mamá, yo no quiero que me toquen más.

—Hada, ¿qué vamos a hacer? Tenemos que aguantar. Las madres somos las que más sufrimos.

—No, no. Vámonos. No quiero.

Mabel pensó en un centro de salud cercano al que pudieran acudir. Fue cuando la familia se trasladó al Hospital Pérez Carreño en Antímano, a 3 kilómetros de ahí.

Once horas de espera y una cesárea

Hada estaba recostada en una cama en la sala de partos. Una tela azul la separaba de las pacientes a izquierda y derecha, pero se miraba cara a cara con la chica embarazada frente a ella. Hada esperaba su momento. A la otra le llegó la hora de dar a luz. Los doctores acomodaron la cama para que la parturienta alzara los pies y adoptara una posición más cómoda. Hada observó el nacimiento de un bebé como si mirara una película en primera fila. Se asustó cuando vio la vagina abierta y grande, y la cabeza del niño se asomó a punto de salir. Pensó: “Yo no quiero parir así. Se me va a poner como un túnel”.

Desde su ingreso a las 10:00 de la mañana del domingo 5 de marzo, Hada vio entrar y salir mujeres de todas las edades a la sala de parto. Mientras, Mabel aguardaba en la sala de espera. La adolescente sentía una punzada en el pecho como si alguien afincara su codo sobre él. La sensación se prolongaba hasta el vientre. El doctor de guardia le hizo un tacto vaginal para evaluar la dilatación. “No estás lista todavía”. Hada rogaba que la llevaran a quirófano. Pero el médico insistía en que ella podía parir de forma natural. Tampoco hicieron caso a Mabel cuando les mostró la orden de cesárea.

El ingreso a la sala de operaciones es la última opción, a menos que el parto vaginal suponga un riesgo para la madre o el niño. Una ginecobstetra que trabajó en el hospital señaló que, como en cualquier otro procedimiento quirúrgico, una cesárea implica riesgos para las pacientes. El alumbramiento natural evita complicaciones, como una infección posterior de la herida, y garantiza una recuperación más rápida. “Muchas mujeres llegan con orden de cesárea y dan a luz de forma natural. Uno las evalúa y decide qué hacer. Hay dolores que no son contracciones efectivas, es decir, no producen la dilatación”, explicó.

Hada recibió dosis de oxitocina para inducir el alumbramiento. La hormona regulariza las contracciones para que sean efectivas, es decir, para desencadenar modificaciones cervicales y provocar el trabajo de parto. El cuerpo la libera de forma natural, pero, cuando las contracciones no generan la distensión del cuello uterino, los médicos recurren a su presentación sintética, normalmente conocida como Pitocin.

En la tarde, una sensación de humedad la sacó del letargo. Un líquido transparente empapó la cama y la bata que llevaba puesta. La secaron y la cambiaron. Le dijeron que había roto fuente, pero eso no interfirió con la decisión de los doctores de continuar en la espera.

Se hicieron las 9:00 de la noche y Hada no dilataba. Tras la ruptura del saco amniótico, los riesgos de una infección son cada vez mayores. Los doctores la sentaron en una silla de ruedas y la trasladaron al quirófano. Hada pensó que pronto se acabaría el dolor que la había atormentado durante cinco días. En el camino a la sala de operaciones sintió de nuevo al bebé moverse dentro de ella.

Durante la cirugía, Hada tenía su cuerpo dormido de la cintura para abajo. El corte del bisturí se asemejaba a la sensación de un pinchazo prolongado. Estaba consciente y hablaba. Preguntó por su hijo a los doctores. A la pediatra. A las enfermeras. Nadie respondió. La adolescente se impacientó. Tras el silencio de los médicos, se percató de que tampoco escuchaba el llanto del niño. Intentó moverse para elevar el cuerpo y escudriñar con la mirada la habitación, buscando a su hijo. Movió la cabeza hacia atrás y lo vio acostado sobre lo que parecía ser una camilla pequeña. No podía ver bien. No alcanzó a estirar sus brazos para tocarlo. Una enfermera se interpuso entre ella y el bebé, le colocó una mascarilla de oxígeno y Hada dejó de luchar. Entró en un letargo profundo. Se quedó dormida.

El bebé

Mabel no supo nada de su hija desde las 10:00 de la mañana hasta las 9:00 de la noche del domingo, cuando le aseguraron que Hada estaba pariendo. Se sentó en la sala de espera junto a Yorman y una amiga de la familia llamada Karen. Pasaron cuatro horas más. Una mujer finalmente le indicó que subiera al cuarto piso.

—¿Usted es la mamá de Hada?
—Sí, doctora. ¿Y mi hija? ¿Y el bebé?
—Tengo una cosita que decirle… Yo sé que a veces algunas cosas son un poco fuertes.
—Ajá, ¿pero qué pasó?
—Nosotros le pusimos reanimación al niño, tratamos de salvar al niño, pero no aguantó. No aguantó.

—¿Cómo es posible? Me dijeron a las nueve de la noche que ella estaba por parir. ¡Es la una de la madrugada! ¿Dónde está mi hija? ¿Dónde coño está mi hija?

—Cálmese, cálmese.

—¿Cómo me dices a mí que me calme, ah? ¿Dónde está Hada? ¡Mi hija!

—Tu hija está bien, está en recuperación.

—Yo quiero ver a mi hija. ¿Se murió el niño? Bueno, se murió. ¡Pero yo quiero ver a mi hija! O tú me traes a mi hija o yo voy donde está ella.
—Señora, no puede pasar para allá. ¡No puede!

—¿Y sabes qué? ¡El niño se le murió por culpa de ustedes!
—Eso no es así.
—Sí es así, porque yo traje a mi hija con una orden de cesárea. Mi hija tenía cinco días con dolor y el cuello no dilataba.

Un camillero se acercó a Mabel e intentó calmarla. Le prometió que pronto trasladarían a Hada a una habitación, donde podrían pasar la noche juntas. Ella pensó que no quería llorar frente a su hija. “Ahora tengo que darle fuerzas”, se dijo. Decidió regresar a la sala de espera. Algunos familiares de los pacientes hospitalizados dormían en el piso. Los que viajaron desde otros estados no tenían un lugar donde quedarse en Caracas y no se habían dado un baño desde hacía días. El lugar apestaba a sudor. Por suerte, la noche era fría y el calor de la tarde se había disipado. Mabel recordó que no había almorzado ni cenado, pero parecía haber olvidado cómo se sentía tener apetito.

La adolescente cumplió un estricto control prenatal para asegurarse de que tanto ella como el bebé gozaban de buena salud. Según la Organización Mundial de la Salud, seguir la gestación desde las primeras semanas reduce los riesgos de mortalidad infantil y materna.

Hada despertó en la habitación de recuperación. Gritó exigiendo la presencia de un doctor. Preguntaba de nuevo por su hijo. Logró ponerse en pie, pero caminar era un desafío muy exigente. La herida de la cesárea le producía un dolor intenso y un largo y oscuro pasillo la separaba de la salida. Un médico residente escuchó sus demandas y se acercó a ella. Se presentó como su cirujano.

—Hada, tengo algo que decirte. Hicimos lo posible, pero el bebé murió. Piensa que eres joven. Tú puedes tener otro niño.

La adolescente no dijo nada. Miró al doctor con rabia. Cuando se retiró, bajó la cabeza y comenzó a llorar. Intentó consolarse con la idea de que él tenía razón. Más adelante tendría otro bebé.

A las 3:00 de la madrugada se le asignó una habitación. Era la única joven en la sala que no tenía un bebé en los brazos. Mabel prefirió quedarse callada esa noche. Hada le preguntó dónde estaba el niño. Pero su madre no supo responderle. En lugar de extrañar a Ratón, Hada quería ver a Denis, su primer novio. Se conocieron cuando ella tenía 11 años y Denis 28. Era un amigo de crianza de su madre. Mabel no quería que su hija saliera con un hombre de esa edad. Dejó de hablarle por muchos años al muchacho y discutía frecuentemente con Hada. Cuando recuerda aquellos tiempos se molesta. Viendo que ninguno hacía caso a su enfado decidió, a regañadientes, no interferir. El tiempo pasó y Hada cumplió 15 años.

—Yo dejé a Denis porque no me daba hijos. Él se dio cuenta de que yo no me cuidaba. Cuando iba a terminar lo hacía afuera y yo me arrechaba. Entonces me busqué a Ratón.

—¿Quién es Ratón?

—El papá de mi hijo. Tiene 21 años. Le decimos Ratón porque tiene los dientes grandes, salidos. Lo conocí en La Palmita, más abajo de la casa. Ahí hay un poco de malandros. Él era de una banda. Pero ya lo dejé.

—¿Qué pasó con él?

—Está preso.

—¿Querías formar una familia con Ratón?

—No. Yo lo que quería era tener mi hijo.

Al día siguiente de la cesárea, Mabel discutió de nuevo con la pediatra en el piso de hospitalización. Ella se llevaría a Hada a casa. No quería estar más allí. La decisión estaba tomada. La doctora preguntó desde la sala del personal médico, a unos cinco pasos de Mabel, si la familia tenía recursos para enterrar al niño o si lo dejarían en la morgue del hospital. El altercado se transformó en una guerra personal. Un doctor alto y fornido se interpuso entre ambas mujeres, de pie en la puerta de la sala. La pediatra se quedó detrás de él.

—Si te llevas a tu hija es bajo tu responsabilidad. Tienes que firmar un papel…

—Yo te firmo lo que sea, ¿qué te tengo que firmar? ¡Sal, y tráemelo! Esa la parí yo. Me salió a mí, no a ti, a mí fue que me dolió. Yo me llevo mi muchacha. Tú tampoco estuvieras aquí, le estarías haciendo compañía al niño si a mi muchacha le hubiera pasado algo.

—¿Y qué va a hacer con el feto?

—¿Es que acaso es un perrito el que se murió y hay que botarlo? ¡Yo me voy a llevar a mi muchacho!

Esa noche, Hada y Mabel durmieron en casa.

La madre se había encargado de los trámites para el velatorio y el entierro, pero la idea de ver al niño en la morgue del hospital la hacía llorar. Yorman fue en su lugar para reconocer al bebé. Sin formol ni parafina el centro de salud ya no hace autopsias. El certificado de defunción del bebé revela que falleció durante el parto y dentro de la madre. En tinta negra está escrito: “Óbito fetal”. Pero no hay detalles sobre las causas de su muerte. El formulario tiene un espacio para especificar la enfermedad o el estado patológico que produjo el deceso. También hay una sección para indicar los posibles antecedentes que incidieron en el fallecimiento. Estas casillas están vacías.

Sin una autopsia los escenarios son inciertos. La ginecobstetra que trabajó en el Hospital Pérez Carreño explica que a veces los bebés fallecen dentro de la madre por ausencia de flujo de sangre, porque la placenta se desprende o por sufrimiento fetal, es decir, la cantidad de oxígeno se reduce y los latidos del niño disminuyen hasta que muere. A veces el pequeño nace vivo y Neonatología intenta reanimarlo. “Si no lo logran, firman el certificado de defunción como un óbito fetal”.

Sobre el pecho del bebé reposaba una hoja en la que se leía su nombre, el de su madre, peso y talla. Estaba con otros cinco cuerpos de niños y otros cadáveres de adultos ordenados uno al lado del otro en el piso del lugar. Yorman salió de la habitación con ganas de vomitar.

El certificado de defunción del niño revela que no se realizó un estudio patológico

De vuelta al quirófano

El primer día que Hada pasó en casa fue agotador. Se sentía mal. Cuando se ponía de pie o se inclinaba para sentarse, salía de la herida un líquido amarillo con un hedor penetrante que mojaba su vientre y su entrepierna. Su madre temía por la vida de Hada. Además de miedo, sentía culpa. Pensó: “Yo la saqué de allí. Si algo le pasa, es mi responsabilidad”.

Esa mañana asistieron al entierro del bebé en el Cementerio Municipal de Araira. Fue la primera vez que Hada vio a su hijo. Sostuvo la urna por un rato sobre sus piernas. Mabel pensó que el peso de la caja, que además estaba fría, podría haber lastimado la herida de la cesárea.

Mabel dio a luz a sus seis hijos de forma natural. Desconocía los síntomas posteriores a una cesárea. Sospechaba que algo andaba mal pero no sabía qué. Llamó a su tía Claudia y a su prima Nancy, que fueron sometidas a cesáreas y podrían decirle con certeza qué hacer. Ambas coincidieron en que Hada debía ir al médico cuanto antes, pero ya el sol se escondía tras las montañas. Mabel tocó su frente. Comprobó su mayor temor: la adolescente tenía fiebre. Se quejaba de un dolor intenso y no podía pararse de la cama. Mucho menos caminar. Cuando sentía ganas de ir al baño su madre debía colocarle un pato para orinar.

Mabel no tenía dinero. Tampoco tiempo. Debía atender su pequeño negocio de venta de comida, a orillas de la carretera en la vía hacia Capayita. Su trabajo le permitía mantener el hogar en el que vive con sus tres hijos menores. Su tía accedió llevar a Hada al consultorio de una ginecóloga en el Center Plaza, en Guatire, a primera hora. Mabel pidió prestado dinero a otro familiar y reunió suficiente para que tomaran el autobús. El jueves 9 de marzo, mientras Mabel atendía su local, recibió una llamada de su tía:

—Tienes que cuadrar un carro y salir corriendo con la niña para Caracas. ¡Hay que llevarla a Caracas ya!

Yorman las acompañó de nuevo en el viaje hasta la capital. La doctora les recomendó acudir directamente a la Maternidad Concepción Palacios y esperarla. Allí atendería el caso personalmente a partir de la una de la tarde. Sin embargo, al llegar a la Sala de Emergencias, los médicos recibieron a la familia con una advertencia: para ingresar a Hada debían conseguir antibióticos intravenosos que pudieran asegurar su recuperación, de lo contrario sería necesario llamar a una ambulancia para trasladarla a otro lugar. El centro de salud no disponía de los medicamentos y sin ellos, aunque los médicos tenían la disposición de ayudar, no había mucho que hacer por la adolescente. Los doctores concluyeron que tenía una infección muy grave en el abdomen. El líquido que supuraba era cada vez más abundante y la piel parecía un cuero gelatinoso.

Una doctora de la maternidad los puso en contacto con una colega del Hospital Materno Infantil de Petare. Tenían disponible un donativo. Mientras Mabel acompañaba a su hija, Yorman viajó en el Metro de Caracas para buscar los antibióticos. De regreso, llevaba la caja con recelo bajo el brazo, con el temor de que pudieran arrebatarle las medicinas. Eran las 9:00 de la noche y en el vagón todas las caras que le miraban le parecían amenazantes.  

La cirujana Luisángela Correa examinó a la adolescente. Tocó la herida de la cesárea y Hada gritó del dolor. Le hizo un ultrasonido transvaginal para detectar líquidos en la cavidad y evaluar el útero. “Mide 15 centímetros. Es muy grande para su edad y para su tiempo postoperatorio”. Se espera que después del parto, la matriz regrese a su tamaño original, de 6 a 7 centímetros, reduciéndose uno por día. Con Hada ocurría todo lo contrario. Revisó los papeles que Mabel guardaba en una carpeta y leyó el certificado de defunción del niño: “Óbito fetal”. Para Correa todo indicaba que la paciente padecía algo más que una infección en la herida. Decidió ingresarla a pabellón, de lo contrario la infección se diseminaría por el organismo y Hada corría el riesgo de morir. Pautó la operación para el día siguiente. Sería la primera paciente en ingresar al quirófano. Mientras tanto, recibiría antibióticos y transfusiones de sangre.

Correa le propuso a Mabel que pasara la noche en casa. Le sugirió darse un baño, cenar y dormir bien. Su amiga Karen la convenció de quedarse con ella en El Valle, de modo que no sería necesario salir de la capital esa noche. Mabel no quería dejar a su hija sola. Pero aceptó irse a regañadientes.

Estaba cerca de quedarse dormida esa madrugada cuando recibió una llamada. Al despertar, sintió un corrientazo en el pecho. Estaba a punto de llorar. Cuando atendió, la voz de un joven le informó que llamaba desde la Maternidad Concepción Palacios.

—¿Usted es la mamá de Hada?

—¿Qué pasó?

—Nada, no pasó nada malo. Aquí está su hija. Quiere hablar con usted.

Mabel soltó un largo suspiro.

—Mamá, el camillero me prestó su celular. Estoy bien. Ya voy a dormir.

La segunda pérdida

La doctora Correa encontró un absceso de pared abdominal: el vientre parecía una bolsa con pus. La cavidad, que normalmente es rosada, lisa y brillante, tenía una superficie porosa. Intentó tocar el útero con las pinzas, pero el órgano se rasgó con apenas un toque. Se deshacía entre sus manos como carne podrida. La endometritis puerperal era peor de lo que ella había imaginado. El tejido estaba enfermo y se perforaba con facilidad. Durante el procedimiento la vejiga se lesionó. 

—El útero no servía, se deshacía a pedacitos. Intenté tocarlo y se desmoronó. La cavidad estaba infectada. Hada estaba contaminada por completo.

Antes de la operación, la cirujana habló con la madre.

—Yo lo único que necesito es tener a mi hija viva.

—Lo único que puedo hacer por ella es la histerectomía. No va a poder tener más hijos.

—No importa, doctora. Tendrá sobrinos, primos, ahijados… Pero por favor, yo necesito que usted me la salve. Yo quiero tener a mi hija viva. Que me pida, al menos, la bendición. Me mataron a mi hijo en enero. No quiero perderla.

La cirujana retiró los órganos. Limpió el vientre. Insertó una sonda vesical en la vejiga lesionada para que el órgano sanara sin problemas. También colocó un catéter para drenar los líquidos que se acumularían en la cavidad abdominal durante el postoperatorio. El dren le preocupa a Correa. La Maternidad no cuenta con drenajes de látex, que son los más recomendados para estos procedimientos. Tampoco con sondas tipo blake o saratoga, que permiten succionar los líquidos minimizando la aspiración de tejido delicado. La doctora improvisó con una sonda de Nelaton, que normalmente se usa para drenar orina.

Hada salió de la cirugía con vida. Recibió un tratamiento por diez días con antibióticos que actuaban contra diferentes bacterias. Se le administró Imipenem cada 8 horas por vía intravenosa. También Metronidazol de 500 mg tres veces al día y Vancomicina cada 12 horas. Permaneció los primeros cinco días de recuperación en terapia intensiva. La doctora explicó a Mabel que eran medicamentos “muy fuertes para una pequeña de 16 años de apenas 53 kilos”, pero respondía bien a los fármacos. Conforme pasaban los días recuperó su energía, pero estaba harta de los médicos, las vías en sus brazos, las medicinas. Se quería ir a casa. Su madre solo tenía autorización para verla media hora a partir de las 4:00 de la tarde, sin embargo, los camilleros la dejaban pasar durante la mañana a la sala para que pudiera llevarle comida y agua. Completó su recuperación en el piso de hospitalización de cirugía ginecológica. El 20 de marzo recibió el alta.

—En el lugar donde yo nací me salvaron la vida. Qué loco, ¿no?

—¿Naciste en la Maternidad Concepción Palacios?

—Sí, yo nací aquí.

Mabel recuerda una Maternidad operativa y bien dotada. Pero esta vez, en la habitación de Hada faltaban bombillos. Se podían ver las tuberías en el techo en aquellos lugares donde se habían caído las láminas que lo cubrían. El cuarto vecino estaba inoperante por falta de agua. Algunas puertas no tenían cerraduras. El ascensor debía ser llamado a gritos. “¡Piso 8!”, decía Mabel. Y una voz masculina respondía: “Allá va”.

Transcurridos 22 días, la doctora Correa llevó a Hada a la sala de operaciones para quitarle la sonda vesical

Hada regresó a quirófano tres veces más. Correa previó la posibilidad de que el catéter diera problemas. El 17 de marzo realizó una nueva incisión en la vieja herida para desatascar el tejido succionado por el tubo. Los líquidos contaminados sin salida podrían provocar una nueva infección. El 24 de ese mes, drenó de nuevo a Hada en la sala de operaciones. Finalmente, el 3 de abril, le retiró el tubo.  

Correa observaba que los casos de adolescentes con infecciones uterinas eran cada vez más frecuentes en la Sala de Emergencias de la Maternidad Concepción Palacios. En abril de 2017 calculaba que 90% de las pacientes sometidas a cirugías eran jóvenes menores de 18 años. Ingresaban con complicaciones por alteraciones en el trabajo de parto, prolongaciones y sufrimiento fetales, infecciones vaginales o rupturas prematuras del saco amniótico. Tomó una pequeña agenda y repasó las anotaciones del mes de marzo. El viernes 3 atendió un caso de una joven con un absceso de pared abdominal. El 17 de marzo hizo una limpieza quirúrgica de herida a una chica de 15 años, y otra de la misma edad ingresó a pabellón porque corría el riesgo de perder el útero. Como la especialista lo sospechaba, bajo el músculo del abdomen encontró pus. El 30 de marzo otra adolescente de 15 años llegó con endometritis puerperal y, para salvarle la vida, Correa tuvo que extirpar los ovarios. Eso era lo más grave para la doctora.

—Muchas veces los ovarios están infiltrados, sépticos, y no los podemos salvar. No remover un ovario infectado es un riesgo. Cuando cierras a la paciente puede continuar y evolucionar el proceso infeccioso y ella puede morir.

—¿Qué ocurre con las jóvenes que se quedan sin ovarios?

— Al quitarle los ovarios le estamos quitando el eje femenino: es una menopausia quirúrgica. En menores de 18 años es grave porque vienen las complicaciones inherentes a la menopausia. En una mujer de 50 o de 60 se pueden paliar, porque es una etapa fisiológica y hay medidas para mantener la salud. Pero en una adolescente de 16 años, ¿cómo frenas la descalcificación?, ¿cómo frenas las enfermedades cardiovasculares? Son pacientes que necesitan reemplazo hormonal a edades tempranas, y el país no cuenta con medicamentos. No hay antibióticos ni analgésicos, mucho menos reemplazos hormonales.

Leyó los documentos y ecografías de una carpeta manila. El nombre de la paciente estaba escrito en marcador azul. Era la historia clínica de Hada.

—Ella tiene su cuello uterino. Tiene que seguir con sus citologías anuales y su control ginecológico. Ese cuellito tiene un muñón que debe evaluarse con ecografía anualmente. No tiene trompas de falopio. Se fueron con el segmento de útero que retiramos. Pero conserva sus dos ovarios, lo que es bueno para ella.

—¿La pérdida del bebé complica la infección en el útero?

—¡Claro! Sé que en su caso hubo un óbito fetal. Pero hay que ver por qué murió el bebé. ¿Dónde está la autopsia? Aparentemente era un bebé sano. ¿Murió por un proceso infeccioso? Los tactos vaginales reiterativos predisponen a la endometritis puerperal. Otros factores son el sufrimiento fetal y los partos prolongados. Si el bebé estaba vivo y Hada hizo un ruleteo por Caracas, ese bebé empezó a sufrir porque ya iba a nacer. En los óbitos fetales hay un componente que hace que el bebé deje de vivir. A veces se trata de un componente genético, a veces tienen fallas cardiovasculares o hay una infección intrauterina severa.

—¿Por qué los tactos aumentan el riesgo de una infección?

—Los tactos vaginales reiterativos edematizan la vulva, se inflama, la sientes adolorida y caliente. Son signos que predisponen a la endometritis puerperal, que era lo que ella tenía. Así estaría el ambiente intrauterino que el bebé murió. Con Hada no había una buena expectativa cuando entró al quirófano. Ella salió porque Dios es grande. A muchas de las pequeñas que yo controlo en terapia les digo que cuando salgan de aquí vayan a la iglesia con su bebé en brazos. Les digo: “Ustedes están vivas gracias a Dios”. Hada está viva, pero el bebito no. El de ella es un caso duro, porque le quitamos la posibilidad de tener un hijo más adelante.

—¿Cree que Hada comprendió en ese momento lo que significaba quedar infértil?

—Ella hablaba mucho conmigo. Un día me dijo que nunca volvería a ser la misma. Le respondí que como mujer sería la misma porque tenía sus dos ovarios. A los 16 años es difícil saber qué es la maternidad, pero ella sentía mucho dolor por la pérdida del niño. Ella me decía: “Doctora, yo estoy loca. Pero a mí me gusta venir a verla usted”. Hada me marcó por eso.

Un año después

—¿Guardas las cosas de tu hijo?

—Sí. Mi mamá las quiere regalar, pero yo no quiero.

—¿Podría verlas?

—Umjú.

Hada sube las escaleras de la casa de su madre hasta su cuarto y regresa a la sala con una pañalera azul. El bolso luce abultado. Al abrirlo sobresale una bata desechable con las que cubren a los pacientes hospitalizados. Mabel dice:

—Esa la usaba yo para visitarla en terapia intensiva, en la Maternidad. ¿Te acuerdas, hija?

Hada asiente con la cabeza. No aparta la mirada de la pañalera mientras remueve su interior. La bata envuelve una pila de camisetas para recién nacidos. Hada separa de la ropa una cobija infantil y la coloca sobre la mesa del comedor. Muestra también los teteros sin usar. Entre todo aquello reposa una carpeta manila. En la tapa, Hada dibujó un corazón alado, que rodea la frases: “Mi hijo y yo OK… T.Q.M hijo (Te quiero mucho hijo)”. La adolescente conserva las ecografías que se hizo durante el embarazo, sus exámenes de laboratorio y los informes de sus controles prenatales. Entre los documentos se asoma un papel pequeño doblado a la mitad. Hay un nombre y un número telefónico apuntado a mano. Mabel lee la nota confundida. Tarda en recordar de qué se trata.

—¡Ah! Ya sé qué es esto. Es el número de la psicóloga que nos recomendó la doctora Correa. Hada no quiso ir. Ella dice que no lo necesita.

—No quiero ir a ningún psicólogo. Yo no estoy loca.

Hada ignora el papelito, tal como lo hizo hace un año. Deja de ver los documentos y toma entre sus manos una de las pequeñas franelillas estampadas:

—Él no iba a caber aquí. Pesó 3 kilos. Y midió 51 centímetros. Era grande y gordito.

Hada no quiere regalar la ropa de su hijo y la guarda celosamente en una pañalera en su cuarto en la casa de Mabel

Hada engordó durante la gestación. Tenía 44 kilos antes de iniciar los controles prenatales y cuando la examinaron en la novena y última cita, el 23 de febrero de 2017, tenía 62 kilos. Me muestra cómo se veía entonces en las fotografías que guarda su madre en el celular. Tenía las mejillas más redondas y las piernas más gruesas.  

Hada mide 1,60 mts, es menuda y de pechos pequeños. Aún tiene granitos de acné en el rostro. Luce como una niña. Pero detesta esa palabra. La ofende. El día que la conocí en la Maternidad Concepción Palacios, dos semanas después del parto, fue odiosa. Casi no hablamos. Ella comía arroz con tajadas, yo conversaba con su madre y su tía. Un año después me invita a compartir un par de cervezas para brindar por el cumpleaños 34 de su mamá. Me confiesa que los desconocidos al principio no suelen caerle bien.

Mabel regaló las cápsulas de hierro, calcio, y ácido fólico que Hada dejó de tomar. Pero los objetos son para la adolescente lo mismo que las fotos de su embarazo: un recordatorio. A veces se despierta de mal humor. Le dice a su novio, con quien vive desde hace tres meses, que ella sabe que algún día él la dejará porque no puede tener hijos.

—Yo no sirvo, soy como un ventilador sin motor.  

—¿Por qué no vuelves al liceo? Llegaste hasta primer año.

—No me gusta estudiar.

—¿Por qué no buscas un trabajo?

—¿Para qué si no tengo hijos?

El 5 de marzo de 2018 visitó el cementerio con su mamá. El niño estaría cumpliendo entonces un año. Dejaron unas flores sobre la tumba y llevaron una torta con crema. Después de cantar el cumpleaños feliz, cada una tomó un pedazo y colocaron uno sobre la lápida. Cuando probaron la torta tuvieron que escupirla. Estaba vencida.

—Mi hijo no le quiso dejar a nadie. No pudimos comerla. Quería la torta para él solito.

***

Nota:

Los nombres de Hada, Mabel, Ratón, Yorman y Karen sustituyen las identidades reales de quienes contaron esta historia, por su seguridad y la protección de la adolescente.  

 


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