HistoriaPerspectivas

Guillermo Morón: una historia en cuatro actos (I)

29/01/2022

Guillermo Morón en 1963. Archivo Fotografía Urbana

El hombre y su tiempo

La vida de Guillermo Morón es una prolongada historia de contrastes. Se le amó y se le odió, aunque todo indica que más lo primero que lo segundo. Fue, por mucho, uno de los historiadores más leídos de Venezuela, pero las escuelas universitarias de historia tendieron a obviarlo. Sus aportes jugaron un papel para la nueva historiografía que empezó a producirse en la década de 1960, pero no todos los historiadores le reconocieron su valor (más bien al contrario). Fue un “conservador”, pero publicó libros revolucionarios, promovió a jóvenes vanguardistas, renovó profundamente a la Academia Nacional de la Historia y entendió, antes que muchos, las oportunidades del mundo audiovisual. Fue muy crítico del ensayo democrático de 1945 y de su reinstitucionalización en 1958, pero llegó a ser una pieza clave del establishment de la democracia. Apoyó causas impopulares (el libre mercado en los días del “consenso socialdemócrata”, la hispanidad en los tiempos de los “no descubiertos”, las lenguas y el humanismo clásicos, durante del imperio marxista en las universidades), pero no por eso dejó de ser inmensamente popular. Fue un novelista que agotaba los tirajes de sus obras, pero los otros narradores no lo terminaron de considerar como uno de los suyos.

Irreverente e institucional (en realidad, muy institucional: creó y fortaleció instituciones), modernizador y a la vez defensor de las tradiciones, muy singular y, sin embargo, en la cresta de la ola, su biografía parece sintetizar todas las corrientes fundamentales de la historia intelectual venezolana del siglo XX. Ya habrá un buen biógrafo capaz de narrarnos y explicarnos aquella existencia, como habrá estudiosos preocupados por su obra vasta y variada (Enrique Viloria ha avanzado en ambas direcciones con su compilación Los ruidos de la calle.  Homenaje a Guillermo Morón, y su ensayo Morón, lo rural maravilloso, ambos de 2020). En las presentes páginas esperamos hacer una aproximación a ese cometido. Ante la imposibilidad de asir todas las aristas de su universo, tomaremos como eje a su obra más leída y editada, la Historia de Venezuela, de cinco volúmenes aparecida cincuenta años antes de su muerte, en 1971. Desde ella nos asomaremos al enramado intelectual y político que envolvió su concepción, creación y, sobre todo, polémica y a la vez muy entusiasta recepción.

El orden no será cronológico, sino que lo articularemos como en una película jalonada por flashbacks, en cuatro episodios, que, como cuatro actos de una trama más larga, nos den pistas de su sentido global. El primero se centrará en el escándalo que produjo tan pronto apareció, especialmente entre los académicos de izquierda. De allí, a objeto de explicar aquel choque, retrocederemos al modelamiento de la obra, en el Madrid de los años cincuenta -en el que Morón se formó como historiador y terminó de fraguarse como hombre- y en la Caracas que no supo bien cómo recibir a ese intelectual tan venezolano y español a la vez.  El siguiente acto es la concepción de la obra, en los días del Trienio y de sus estudios en el Instituto Pedagógico Nacional, donde asoma sus ideas fundamentales. Y el cuarto acto,  que es más bien una coda, saltará otra vez a la Caracas a la que retorna el egresado del pedagógico, vuelto un doctor en Madrid y un profesor en Hamburgo, para verlo reinventarse y tomar el camino que terminó de hacerlo lo que fue.

Primer acto: Caracas, 1972

La locación es la de una de las ciudades más modernas de América Latina.  A las construcciones emblemáticas levantadas durante el decenio de dictadura militar (1948-1958), el siguiente decenio de gobiernos democráticos había agregado una vasta red de autopistas, un sistema de distribución de aguas que se hizo referencial en la región, la expansión de dos verdaderas ciudades-dormitorios, como la vieja Hacienda Caricuao, convertida en una urbanización, y el pueblo de El Valle, literalmente demolido para levantar sobre sus escombros una multitud de edificios de interés social, muchas urbanizaciones de clase media levantadas por capital privado y la proporcional expansión de barrios llamados marginales, a los que acudían, esperanzados por la prosperidad, millares de campesinos desde toda Venezuela y, cada vez más, de Colombia y otros países de Latinoamérica.  Tan veloces eran los cambios que ya las expansiones urbanas de solo cuarenta años atrás, como El Conde, eran demolidas para construir sobre ellas la verdadera utopía urbana de Parque Central.

En medio de todo aquel bullicio de autopistas, rascacielos y luces, en abril de 1972 aparece un afiche con la cara de un historiador. En el centro está su retrato, sentado en una silla de mimbre con la biblioteca atrás. En la parte de arriba, en letras capitales: “Se busca por etnocida”, y en letras más pequeñas: “Guillermo Morón”. En la base de la foto, otra vez en capitales: “Enemigo No. 1 de los indígenas”. ¿Qué pudo haber hecho un historiador para merecer semejantes acusaciones? ¿Cuán importante puede ser su obra como para que, en medio de aquella ciudad ruidosa y boyante, alguien se preocupara por diseñar, imprimir y pegar un afiche como este? Aquello, que a cincuenta años resulta tan difícil de comprender, marca, como pocas cosas, el sino de Guillermo Morón: por una parte, su capacidad para hacerse notar y, por la otra, los enconos que produjo en el mundo universitario de su tiempo.

El afiche fue impreso por el II Congreso de Indios de Venezuela. El nombre, que hoy no dejaría de causar escándalo entre los antropólogos (¿indios?), en aquel momento titulaba a una reunión de algunos de los antropólogos más radicales de América Latina, asociados con el reimpulso del indigenismo como política de Estado. Vale la pena puntualizar algunos pormenores. La reclamación del Esequibo había llevado las cosas muy cerca de una guerra con Guyana en 1969, por lo que el presidente Rafael Caldera, si bien decidió dar un muy polémico paso atrás para evitar el conflicto, al mismo tiempo emprendió la política de afianzar la presencia del Estado en los territorios fronterizos. De ese modo se consolidaron algunas localidades indígenas preexistentes y se crearon otras nuevas, dándole un impulso al indigenismo dentro de la estructura oficial. Así, muchas de las ideas de la muy combativa Sociedad Venezolana de Antropología Aplicada (SOVAAP) y de la famosa “Declaración de Barbados por la liberación del indígena” (1971), que tuvo entre sus impulsores a dos de los más destacados antropólogos de la Universidad Central de Venezuela en aquella época: Esteban Emilio Mosonyi y Darcy Ribeiro, el segundo por entonces exiliado en Caracas. En medio de todo aquello, en 1971, ProVenezuela, una asociación empresarial de corte nacionalista y más o menos rival de Fedecámaras (a la que veía demasiado influenciada por las empresas transnacionales), organizó el I Congreso de Indios. Un año después se convocó el segundo congreso, esta vez con mayor presencia de antropólogos y de líderes indígenas. De hecho, es considerado un hito en la historia del movimiento indígena en Venezuela, cuya fase moderna comienza, entonces, justo en aquella Caracas de autopistas.

Pues bien, ¿qué tiene que ver Guillermo Morón con todo aquello? A finales de aquel 1971, había presentado su Historia de Venezuela en cinco volúmenes. Desde el primer momento, la obra dio mucho de qué hablar y con los años se convirtió en un éxito de ventas, tal vez el primero de aquella década prodigiosa para la industria editorial venezolana (cosa muy notable si consideramos el tema y el tamaño: historia y cinco volúmenes). Su primer capítulo, “Las culturas indígenas”, es bastante corto si lo comparamos con el espacio que se le dedica a todo los demás, pero eso era, sobre todo, un reflejo del estado del arte entonces. Morón recogió lo fundamental que se había escrito sobre el tema, incluyendo las teorías de poblamiento de José María Cruxent e Irving Rose, la de las áreas culturales de Miguel Acosta Saignes, los estudios de Walter Dupuy  y los documentos de la Comisión Indigenista del Ministerio de Justicia. De modo que inventó muy poco y se ciñó a lo que la antropología y, sobre todo, el Estado habían venido sosteniendo hasta el momento: el asimilacionismo, “civilizando” a los indígenas para integrarlos al resto de la sociedad. Por eso escribió uno de los párrafos más polémicos de cuantos se han escrito en la historiografía venezolana:

¿Se deben conservar las comunidades indígenas? Esto no lo puede desear nadie.  Las comunidades habrán de desaparecer poco a poco, pero apresurando el hecho mediante una acción política combinada y bien establecida, que es la que parece abrirse camino hoy. Hay que tener la esperanza de que en un futuro próximo -cuando se haya conquistado la selva y cuando se hayan llenado todas las tierras con pueblos y ciudades- no quede ni un grupo que hable caribe ni otra lengua aborigen. El problema del indio será puramente etnológico. Pretender lo contrario es predicar un retorno, en el proceso de la cultura, a estadios ya superados por el país”. (Historia de Venezuela, 1971, Tomo I, p. 5)

Aquello fue como un chispazo en un tonel de gasolina. Aunque hoy sería una postura casi imposible de defender, para ese momento era lo que todos (probablemente la misma ProVenezuela) habían venido diciendo. Y, de hecho, era la política indigenista del Estado. El problema fue que apareció justo cuando las cosas comenzaban a cambiar y las ideas de la “Declaración de Barbados por la liberación del indígena” agarraban fuerza. Con Morón, el enemigo al que querían combatir adquiría rostro y, para que no quedaran dudas, lo reprodujeron en afiches acusándolo de etnocida. En la era anterior a las redes sociales, se trataba de una arremetida bastante severa, pero nada hace pensar que sus efectos trascendieron el mundo universitario (lo cual, hay que admitir, no es poco para un historiador). Incluso es probable que los afiches hayan logrado en el resto de la sociedad lo contrario a su cometido: quienes de otro modo no hubieran reparado en una obra de historia de cinco volúmenes tal vez comenzaron a preguntarse de qué se trataba… El hecho es que su Historia de Venezuela tendrá tres ediciones más (1979, 1984 y 1995), nada menos que por la Encyclopaedia Britannica y muchas síntesis en volúmenes más pequeños, como la Breve historia de Venezuela que editó Espasa-Calpe en 1979 o la Breve historia contemporánea de Venezuela que sacó el Fondo de Cultura Económica en 1995. En otro rasgo muy característico de quien siempre tuvo un gran olfato de editor y supo ponerse a la vanguardia, la edición de 1995 de la Historia de Venezuela vino con una versión audiovisual, lo que entonces se llamaba videopedias.

Pero el sino de Morón ya estaba echado: al mismo tiempo que el número de lectores crecía, la brecha con el mundo universitario hacía otro tanto. La respuesta de un buen sector de los historiadores del momento fue, aunque menos ruidosa, igual de negativa que la de los antropólogos. Al punto de que su Historia de Venezuela cuenta con el singular privilegio de que se escribiera un libro entero en específico para desmentirla, De cómo se desmorona la historia.  Observaciones a la “Historia de Venezuela”, de Morón, escrito por nada menos que por Angelina Lemmo (1933-1988) -una de las mejores historiadoras de aquellos días- y publicado por la Universidad Central de Venezuela en 1973.  Es un libro que desde el título, con su juego de palabras a expensas del apellido de Morón, ha dado mucho de qué hablar. Tan complejo como el autor y la obra que aborda, es su propia naturaleza. Es, sin duda, un estudio crítico, producido por una profesional solvente, que hace señalamientos que incluso hoy podrían resultar inobjetables desde el punto de vista académico. Pero, en ocasiones, el tono -volvamos al título o el llamarlo siempre “académico”, así, entre comillas- es de cierto ensañamiento: no parece ver ninguna virtud en la Historia de Morón. Y hay cosas en las que simplemente rinde tributo a sus posiciones ideológicas, más allá de que las considere científicas.

Por eso, si bien es verdad lo que dice Lemmo en lo referente a la historia económica y social, que no parece hacer eco de lo que ya por entonces manejaba la historiografía, o su atención por la historia contemporánea es muy limitada (“la historia demasiado reciente”, la llama), justo cuando los historiadores estaban descubriendo la contemporaneidad, o su exceso de hispanismo en el sentido de mediados del siglo XX, que veía en la conquista solo un avance necesario, indefectible, de la civilización,  en otros aspectos parece dejarse llevar por la pasiones. Por ejemplo, critica que Morón sea demasiado indulgente con Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, con sus “condena a Cuba” y “política de acercamiento a los Estados Unidos”, que ella no ve con buenos ojos; cosa notable, primero, porque si hubo un crítico a Acción Democrática y un opositor a Leoni fue Morón y, segundo, porque, sin que mediara por eso una identificación política, en el universo de personajes con los que mantuvo trato personal, incluso cordial, estuvo Fidel Castro.   Evidentemente, el modo en el que cambian las cosas no se refleja solo en Morón y lo que en 1973 podría ser en la UCV un motivo de condena, cincuenta años después sería, incluso en la misma universidad, un motivo de aplauso, al menos para muchos.

Un año antes de la Historia de Venezuela de Morón apareció la Historia fundamental de Venezuela, de José Luis Salcedo Bastardo. También fue un libro muy popular, reeditado más de una decena de veces, buena parte cuyas tesis, sin embargo, el día de hoy nos parecen bastante más difíciles de sostener que las de Morón. Pero, por algún motivo, nunca generó una reacción tan severa. Tal vez la visión extremadamente oscura de la colonia que hace Salcedo Bastardo cuadraba mejor con la tradición venezolana de la Leyenda Negra que la visión, en ocasiones, excesivamente entusiasta que del mismo período presenta Morón. No es cualquier cosa que, de cinco volúmenes, tres sean del período colonial, en concordancia con el hecho de que, al cabo, la colonia, en efecto, había abarcado tres de los cinco siglos que llevaba Venezuela existiendo más o menos como la unidad político-territorial que era en 1971. Por otro lado, Salcedo Bastardo era un enorme entusiasta del proceso de modernización y desarrollo que había venido viviendo Venezuela desde 1936. Morón, por el contrario, era un aguafiestas: las cosas no iban tan bien como se pensaba, advertía, y podrían ir peor.

Pero hay algo más que ni Lemmo ni, hasta donde sepamos, ninguno señaló entonces: mientras la Escuela de Historia de la UCV se alimentaba en gran medida del marxismo, y Salcedo Bastardo ensayaba su interpretación sociológica de la más rancia tradición de la Historia Patria, Morón encarnaba otra escuela que tenía, como se demostró, muchas dificultades para encajar en la Venezuela de la década de 1960. De eso, del proceso de cómo se construyó -que no necesariamente desmoronó– su Historia, hablaremos en la siguiente entrega.


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