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Me leí el libro Una vida Incontaminada, obra ganadora del IV Concurso Literario sobre Derechos Humanos promovido por Provea, por una sugerencia de una amiga que pensó que podía dar para una buena entrevista. Me puse en contacto con la autora, Graciela Yáñez Vicentini*, poeta y ensayista venezolana. Hija de cubano y de madre de ascendencia italiana. Necesariamente, hay una inquietud sobre la identidad, pero también sobre el trauma.
Graciela Yáñez Vicentini se ha apoyado en lecturas de narradores y poetas del continente americano, para reflexionar sobre las manchas de una sociedad, en la que el clasismo se mezcla con el racismo. Se ha detenido en las imágenes más crueles —la destrucción y la muerte— que hemos normalizado en estos 23 años de pesadilla, en la voz desesperada y sufrida de Harry Almela. Así que, por obra de las circunstancias, su libro encajó como anillo al dedo en las bases del concurso literario. Si algo podemos exigirle al Estado es que sea garante de los derechos humanos, tal como lo establece la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.
Una de las inquietudes de su libro es la identidad. El título quizás arroja una pista: Una vida incontaminada. Habla sobre su cubanía, su venezolanidad. ¿La identidad ha representado una pulsión para usted?
Mi padre es de La Habana y mi mamá es caraqueña. Creo que la identidad es un tema universal. A todos nos llega, antes o después. En mi caso, más allá de este libro, siempre ha estado muy presente porque a mí me gusta el juego heteronímico. Es una obsesión desde que empecé a estudiar Letras en la UCV. No sé si jugué con los heterónimos de Eugenio Montejo, o los de Machado, o los de Pessoa. Obviamente, el tema de la identidad, desde el punto de vista literario, aclaro, siempre me ha interesado mucho.
¿Podemos hablar de una identidad literaria?
Claro, los heterónimos son voces del propio autor, que se desprenden de él, de sus escritos. Pero tienen una biografía propia, diferente a lo ortónimo. Entonces, allí hay un juego de identidad, entre otras cosas. Para mí todo tiene que ver con lo que actualmente llaman autoficción y con lo autobiográfico. Yo creo que la identidad está atravesada por lo que somos, por lo que creemos que somos, lo que nos preguntamos que somos y también lo que nos imaginamos.
¿Su libro es prosa poética?
No sé qué diría yo en cuanto al género literario de este libro. Obviamente, está escrito en prosa y son fragmentos. No te lo tengo que decir, porque es evidente. Algunos lectores me han dicho que hay mucho de poesía, así como hay gente que me ha dicho que hay mucho de ensayo. Está escrito en clave de diario, pero es un diario ficcional.
El faro de su libro, el ancla, es un gran narrador estadounidense, Phillip Roth. En un plano diferente está Clarice Lispector.
Ninguno de los dos son poetas. Pero yo no elegí a Roth, él me eligió a mí.
Me llamó la atención, porque Roth ha sido pasto de la cultura de la cancelación. De hecho, su biografía no se publicó en idioma inglés. Quizás a usted no esté de acuerdo con la cultura de la cancelación. ¿Quiso provocar a una audiencia en específico?
No, la cosa no va por allí. Yo empecé a leer a Roth, simplemente, porque me fascinó. Empecé por Pastoral Americana y ya no pude parar. Quizás me he leído 15 libros de Roth y me espera un montón más. Entonces, lo que me sedujo de ese autor es la penetración sicológica que él hace de los personajes; obviamente, su trabajo como narrador, así como el de Clarice Lispector. Roth tiene un rollo fuerte con la identidad, percibo yo como lectora y lo veo muy patente en La mancha humana, que es la novela que yo persigo a través de mi libro.
¿Por qué eligió a Roth? Por el lado de la cubanía tienes un martirologio de donde escoger. Quizás a un poeta del movimiento Orígenes o incluso escritores más recientes, como Antonio José Ponce. O a autores venezolanos de su generación que también han escrito sobre lo que hemos vivido en los últimos 20 años: la vulgaridad, las humillaciones y las continuas violaciones a los derechos humanos.
Voy a empezar por la cubanía. Mi papá es cubano. Se asoma en la voz autobiográfica del relato, entre otras cosas, porque ahí (en el libro de nuestra autora) hay ficción, pero también autobiografía. Siempre me he identificado con mi padre. Me encantan los escritores cubanos, los he leído mucho. Y no sólo es la literatura, es la música, el cine… siempre me ha llamado la atención el despojo que han sufrido los cubanos. Lo presencié en la habitación de un cubano filósofo que conocí en Nueva York. Las pocas pertenencias que tenía y ya era una cuestión por elección propia. ¿Cómo se aprende a vivir con lo mínimo? Y la cultura del migrante, tiene que ver con eso, ¿no? Vas dejando cosas atrás, no puedes ir arrastrando tantas cosas. ¿Me preguntas por escritores venezolanos? Nombro a dos en el libro: a Harry Almela y a Beverly Pérez Rego, dos poetas muy importantes para mí. A Harry lo conocí y a Beverly la conozco. Los he leído muchísimo, los admiro muchísimo. Esas dos referencias están puestas allí con toda la intención. Cada poemario, cada cuento, cada ensayo es un universo y yo he trabajado muchísimo la literatura venezolana. Tengo ocho años trabajando la obra completa de Eugenio Montejo. Yo estoy muy, muy influenciada por la literatura venezolana.
¿Un escritor cubano no era como anillo al dedo para hablar de derechos humanos o del totalitarismo?
Nada de esto fue intencional desde ese punto de vista. Yo empecé a escribir a partir de las lecturas que me conmovían en ese momento. En principio, yo no soy narradora y quizás puede haber un problema allí. Creo que los narradores planifican y son más cabezas frías al momento de sentarse a escribir. Además, tienes que ser muy disciplinado para escribir una novela, por ejemplo. Y yo, principalmente, escribo poesía, ensayo y diario. No es que en algún momento me plantee: voy a escribir un cuento sobre derechos humanos y a ver qué me dice un escritor venezolano, no. No fue así. O un escritor cubano que tenga que ver con lo que yo quiero decir y lo estamos viviendo. Eso no sucedió. Sucedió que yo estaba leyendo una serie de cosas, que empezaron a disparar una serie de ideas dentro de mí y la necesidad de escribir.
Mi pregunta va por lo siguiente. Una vida incontaminada y La Mancha. Es obvio que la mancha de la sociedad estadounidense es el racismo. En su libro hay un párrafo más que elocuente sobre eso.
Sí, más de uno.
No creo que el racismo sea la mancha de la sociedad venezolana. Aclaro, no niego que haya racismo en Venezuela. Lo hay. ¿No hay una vida incontaminada en nosotros?
Claro que la hay, en todos lados. Yo viví un año de mi niñez en Estados Unidos y una temporada como adulta. Una de las cosas que me seduce de Roth tiene que ver con la presencia de New Jersey y Nueva York en su literatura. Lo digo porque esos referentes también son importantes para mí, desde el punto de vista personal. Yo pensaba que esa no era mi mancha. Me llama mucho la atención que lo digas. Soy hija de cubano y venezolana con ascendencia italiana. Cuando viajo, la gente no tiene ni idea de cuál es mi nacionalidad. Y eso lo asomo en el libro. Creo que esa particularidad me ha librado de ser víctima de un racismo o de un clasismo, que otros venezolanos han sufrido. Claro, mis referencias son anteriores a la diáspora masiva que experimentó el país recientemente. La profunda crisis que hemos vivido, ha agravado una situación que estaba allí, quizás dormida y que uno no concientizaba. Esa situación es una lucha de clases, un racismo y que, en comparación con Estados Unidos, para uno era muy sutil. Pero una productora de una planta televisora me cuenta que no tenían maquillaje para una persona de raza negra que fue invitada a participar en un programa de televisión. ¿No lo tenemos?, preguntó ella. Y la respuesta fue: No. Porque aquí nunca viene una persona de raza negra para ser entrevistada. ¿Qué me diga eso alguien aquí? ¿Qué uno cree que esa no es mi mancha y qué no hay racismo? Quizás no es evidente como en otros lados… ¡Y sí lo hay!
Sí lo hay, pero no pondría al racismo de primero en mi lista, yo creo que el clasismo es mucho más acentuado.
Algo de eso también hay en el libro.
¿Comparte mi punto de vista?
Quizás sí. Quizás ambos están muy vinculados aquí.
La pobreza es negra, ¿no?
Eso es lo que la gente piensa.
Algo que aprecié de su libro es que no subestima al lector, abre un espacio para la reflexión y para la inteligencia. Creo que eso no es deliberado, no es que una mañana me levanté…
Yo no creo en eso de que una mañana me levanté y… No, yo trabajé durante tres años en este libro. Lo digo en el epílogo, cosa que no lo oculto, para nada.
Eso de pulir un fragmento, de quitar y dejar. ¿Le costó mucho?
Sí y no. Por mi manera de ser, siempre trabajo mucho los textos. Entre los oficios que ejerzo, soy correctora, editora. Soy muy perfeccionista. Supongo que es una cosa neurótica en mí, que no puedo evitar. Yo corrijo hasta más no poder, sean textos míos o textos ajenos. Es una cosa que me gusta, la disfruto. Siempre he pensado que ser correctora me ha permitido canalizar mi perfeccionismo. A mí me pagan por conseguir errores. Es algo que hago con mis propios textos y es algo que me gusta.
Será que esa frase: ¿se sufre, pero se goza está presente en su libro?
Sí, claro, pero con la escritura particularmente. En uno de mis ensayos Los náufragos, los poetas, me detengo un poco en Margarite Duras y en su diario, bellísimo, que se titula Escribir, en el que ella deja ver su pasión por la escritura. Aunque te duela lo que escribas, el sólo acto de escribir es placentero. Al menos para mí. Mi respuesta es muy personal. Yo disfruto, incluso, cuando escribo un poema que me duele. Puedo dejarlo engavetado por años, para no volver a él.
El Metro de Caracas es otra referencia en su libro. Alguna vez dije: Dante sube al Metro y se baja en el infierno. El recorrido nos recuerda la oscuridad que hemos vivido.
Justamente, allí está el poema «Los daños colaterales» de Harry Almela.
¿Estos 20 años que hemos vivido te han hecho reflexionar, sufrir o deprimirte? ¿De alguna forma se emparenta con tu cubanía? ¿No son las imágenes que hemos percibido o imaginado en los túneles del Metro?
Venezuela me duele profundamente, estoy aquí, vivo aquí. El Metro lo evado, porque odio manejar. De hecho, tuve un carro y lo vendí, porque era una ridiculez tenerlo y que nadie lo usara. Preferí siempre el transporte público. Pero es una de las cosas que más produce desgaste y te quita tiempo para quien lo usa. A raíz de la pandemia, empecé a usar taxis, pero no había efectivo, ni medios de pago. No te tengo que explicar eso, ¿verdad? Como ya no uso el Metro con frecuencia, las pocas veces que lo uso se me hace muy obvio el deterioro del sistema, el deterioro de los usuarios, es todo. Es la falta de aire acondicionado, los retrasos de los trenes. Es tratar de ir de un lugar a otro y lo que te espera es una pesadilla, en un infierno. La imagen que acabas de usar es perfecta. Es un inframundo. Cuando vi las ilustraciones de Felipe Márquez Brand, que ilustran mi libro, pensé es como si Felipe me hubiera leído la mente.
En términos de lo que significa lo público, tal vez el Metro de Caracas sea el retrato más acabado de estos 23 años.
Sí: de la destrucción. Del deterioro que ha sido adrede.
¿Qué reflexión haría sobre lo público en Venezuela?
Voy a hablar de los servicios públicos. Cuando la gente viene de afuera, las percepciones son variadas. Muchos dicen que el país está mejor. A mí me llama la atención eso. Claro, depende de qué años entren en la comparación. Si alguien que se fue en 2017 y viene de visita en 2023, piensa, efectivamente, que “la cosa” está mejor. Pero el estado de los servicios públicos es un ejemplo de que esto no está mejor, ni va a estar mejor. Los apagones eléctricos, las fallas frecuentes en el suministro de agua. Sabemos que estamos en Caracas, pero lo que me reportan mis amigos que viven o quienes van de visita al interior, hablan de situaciones mucho más terroríficas de las que aquí estamos viviendo.
Escribe en su libro, a propósito de una experiencia personal, «Nos habíamos acostumbrados a traer las medicinas de cualquier parte. A Hacer malabarismos para sobrevivir. A estar cercados en este país convertido en isla. A hacer espacios constantemente. Pero nadie se preparó para eso. Nadie piensa nunca que alguien va a morir». El hecho de que la muerte se ha normalizado. De que hay sentencias de muerte anticipadas por la inacción y la desidia del Estado.
Algo de eso está en la novela de Krina Ber. Lo he vivido en el caso de mi madre. Mi reflexión obedece a la desesperación. El título de mi libro Una vida incontaminada pudiera llevar a pensar que se trata de una obra sobre la pandemia. No. Lo escribí mucho antes de la pandemia, y a raíz de ese hecho, la imagen de la vida incontaminada se resignifica. Yo no estoy hablando de las vacunas contra el covid, sino de la situación del sistema de salud y de la falta de medicinas que hemos vivido y seguimos viviendo. En estos momentos estoy buscando una medicina para mi mamá, no la estoy consiguiendo. Un amigo me trajo algo, pero voy a tener que hacer más maromas para que me traigan más o seguir buscando por todos lados. La gente no puede entender la desesperación que se siente, cuando tú no consigues lo que necesitas para preservar la vida de la gente que tú más amas.
¿Su padre es cubano?, me pregunto si no advirtió la dimensión del aparato castrista que nos cayó encima.
Mi papá es arquitecto, fue profesor de Ciencias Sociales. Durante muchos años dio clases, tanto en la Universidad Simón Bolívar como en la Universidad Católica Andrés Bello. Desde el principio, mi papá dijo que había que irse. Desde que empezó a pasar lo que está pasando. Él lo sabía, porque cuando tienes un trauma, reconoces las señales. Y en el momento en que lo dijo, que fue, insisto, desde el principio, todos pensando que estaba exagerando. Pero con los años, me di cuenta que el no estaba exagerando nada.
***
*Licenciada en Letras por la UCV. Poeta, ensayista, editora, promotora cultural. Sus textos han aparecido en antologías y publicaciones periódicas de Venezuela, México, España, Estados Unidos, Argentina, Chile. Es coeditora de la obra completa de Eugenio Montejo.
Hugo Prieto
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