Perspectivas

Escenas de lectores que no leen

Fotografía de palmasco | Flickr

07/07/2020

«Se empieza a leer antes de ser capaz de hacerlo, siempre».

Alan Pauls. Trance

Empecemos por la imagen de mi madre acostada en su cama leyendo una novela de Agatha Christie. Es una tarde de verano en Lima, la luz entra por el enorme ventanal del cuarto y yo tengo cinco años. Detenido a la orilla de su cama, la observo leer y me causa curiosidad el título del libro: Cinco cerditos. Le pregunto de qué trata. O tal vez me lo pregunto en silencio. No lo recuerdo. Pero sí lo que ocurre días después.

Primera escena.

Mi abuelo ha venido a visitarnos, y mis padres están conversando con él en la sala. Es domingo y yo estoy aún en mi cama, acostado bocabajo, leyendo, o intentando leer, por primera vez, Cinco cerditos, que mi madre me ha prestado. Leo con lentitud, con dificultad. No estoy acostumbrado a los libros. No entiendo nada. El lenguaje, la trama, todo me resulta ajeno, confuso. Me canso. Cuando estoy a punto de abandonar el libro, siento muy cerca la presencia de mi abuelo, su olor a tabaco. Sé que me está viendo leer y no levanto la cabeza, aparento estar sumergido en la historia. No me interrumpe, regresa a la sala y le escucho decir a mis padres lo asombrado que se encuentra al ver a su nieto de cinco años leyendo una novela policial. En sus palabras hay un orgullo indisimulado. Yo me aferro con fuerza a las páginas, la sangre inflama mi rostro, pero sigo sin levantar la cabeza y sin leer nada. ¿Quién soy yo para desmentirlo? Por el contrario, me siento también orgulloso de parecer un lector ante los ojos de mi abuelo, quien es, además, la figura intelectual de la familia. Es como si me hubiese bautizado, o más bien, autorizado a parecerme a él: a ser un lector.

A partir de ese día, cada vez que nos visita, me ocupo de que me vea siempre con un libro de Agatha Christie en las manos. El objetivo es que me distinga como un lector, sin que sepa que no estoy leyendo. Por suerte, mi madre tiene toda la colección de la autora británica publicada por la Editorial Molino. La admiración de mi abuelo no deja de crecer, mientras que en mí se expande una sensación en la que se confunden la presunción y la vergüenza. Mis días adquieren una nueva rutina, un tanto fastidiosa, pero que asumo como un farsante profesional: horas acostado en la cama, inmerso en un libro cuyas páginas recorro sin entender nada. Imito la inmovilidad lectora de mi madre para complacer el orgullo de mi abuelo: me inserto en esas formas del engranaje generacional. Podría decirse que soy «el diente roto» de la lectura. Pero lo cierto es que a esa edad intuyo que también uno lee para que lo quieran más.

En cuestión de semanas, el rumor corre por la familia: soy el pequeño lector de novelas policiales, el nieto ejemplar de mi abuelo. Nadie sospecha que a mí las historias de miss Marple y Poirot no solo me importan muy poco, sino que continúo sin comprenderlas. Me aburren esas tramas silogísticas, pero por debajo o más bien por encima de ese aburrimiento, lo único que me gusta es saberme observado, valorado por mi familia, porque para ellos yo encarno la imagen del lector absoluto. Por fortuna, mi abuelo nunca llega a preguntarme nada sobre esos libros. Tampoco mis padres. No hubiera sabido qué decirles. Nada ha quedado de esos crímenes en mi memoria, salvo mi propio delito: el recuerdo avergonzado de un malentendido que me convirtió, por esos días, en la carcasa de un lector vacío.

*

Pero ningún origen es original.

Segunda escena.

Una noche de hace tres o cuatro años, leí en los diarios de Ricardo Piglia —Los diarios de Emilio Renzi. Los años de formación (2015)— que la primera imagen que él recuerda de sí mismo como lector participa también de una simulación: «A los tres años le intrigaba la figura de su abuelo Emilio sentado en el sillón de cuero, ausente en un círculo de luz, los ojos fijos en un misterioso objeto rectangular. Inmóvil, parecía indiferente, callado. Emilio el chico no comprendía muy bien lo que estaba pasando. Era pre-lógico, pre-sintáctico, era pre-narrativo, registraba los gestos, uno por uno, pero no los encadenaba; directamente, imitaba lo que veía hacer. Entonces, esa mañana se trepó a una silla y bajó de una de las estanterías de la biblioteca un libro azul. Después salió a la puerta de calle y se sentó en el umbral con el volumen abierto sobre las rodillas (…) Vivíamos en una zona tranquila, cerca de la estación de ferrocarril, y cada media hora pasaban ante nosotros los pasajeros que habían llegado en el tren de la capital. Y yo estaba ahí, en el umbral, haciéndome ver, cuando de pronto una larga sombra se inclinó y me dijo que tenía el libro al revés».

Con apenas tres años, el niño Piglia comienza, sin saberlo, a diseñar su figura de lector. Primero, imitando la imagen del abuelo; luego, haciéndose ver como lector ante su público anónimo. Como si antes de ejercer el oficio de la lectura, incluso antes de saber leer, hubiera que iniciarse en los ademanes, en la postura, en los gestos emblemáticos que identifican desde hace siglos a los lectores: seres ensimismados en el libro abierto que llevan en las manos. Pero en el caso de Piglia, su representación incurre en un fallo que alguien advierte y corrige. Ese alguien, esa larga sombra, imagina piglianamente Piglia, tuvo que haber sido Borges: «porque ¿a quién sino al viejo Borges se le puede ocurrir hacerle esa advertencia a un chico de tres años?».

Al principio, la imagen evocada en ese diario me desconcertó debido a las similitudes con mi propia experiencia. Luego me reconfortó. Pensé que si un lector de la estatura clarividente de Piglia admite haberse inaugurado en el mundo de los libros con una pose de infantil engreimiento, entonces ya no debía sentirme tan mal, o al menos no tan solo en mi vergüenza, por haber fingido de niño lo que no era, aunque con los años terminase siendo lo que fingía: un lector empedernido. Tuve incluso la suerte, a diferencia de Piglia, de que nadie en ese entonces descubriera mi farsa. Claro que tampoco lamentaría, valgan las insalvables distancias, que alguien como Borges, si creemos en su hipótesis, hubiera advertido mi impostura.

*

Si dos casos parecidos pueden ser producto del azar, tres pueden estar señalando un modus operandi en los ritos iniciáticos de la lectura.

Tercera escena.

Hace un par de días leí en el apartado «Mito inaugural», del libro Trance (2018) de Alan Pauls, que cuando el autor argentino tenía tres o cuatro años, un día salió a pasear con su abuela, y en un momento se recuerda sentado en el cordón de la vereda con un libro en las manos. «Es un libro “adulto”, es decir, de texto puro, en el que fija los ojos con una concentración extrema, como hipnotizado. Hasta que su abuela, volviendo de algún mandado, se acuclilla junto a él y se lo da vuelta entre las manos, poniéndolo en la posición correcta».

Era improbable que, en ese instante de escritura, Pauls no asociara su propio recuerdo con el de Piglia. Por eso, líneas más adelante, confiesa sentir una mezcla de estupor, indignación y vergüenza al hallar esa duplicación de la experiencia. Sin embargo, una vez pasado el bochorno inicial, Pauls agrega que hallar esa escena originaria en las memorias de otro lector, más que delatar su inautenticidad, opera más bien «como una garantía o una confirmación, igual que el que padece una enfermedad rara, y duda todo el tiempo de ella, siente que cualquiera que declare padecerla también no hace sino confirmar la realidad de su mal. Por una extraña torsión, todo lo que lo acusaba de plagiario ahora lo ratifica y apuntala en su verdad, y la escena originaria de lectura le pertenece más que nunca. Podría figurar en la autobiografía de cien otros escritores y nada cambiaría: seguirá siendo suya».

Hay en esta declaración de Pauls sobre la singularidad de su experiencia infantil la constatación de pertenecer a una cofradía de lectores que lo son incluso antes de saber leer, y quienes, por diferentes vías del simulacro, no siempre confesadas, ingresan a un mismo oficio —esa «enfermedad rara»— con el que terminan de dotar de sentido a un vacío primigenio. Vacío sin el cual tal vez no hubiera ocurrido la conversión a la lectura.

Las tres escenas anteriores establecen también una relación de cercanía no solo por la presencia recurrente de los abuelos como figuras de autoridad, sino también por una zona liminal que las constituye. El lector niño siempre al borde de la lectura —en la orilla de la cama, en el umbral de la puerta, en el cordón de la vereda— con ganas de ingresar de lleno en los libros, pero con miedo también de no entenderlos, y mas aún, de no complacer las expectativas que su gesto anuncia al mundo en calidad de promesa. El infante fingidor ante la inminencia de un destino que es solo cuerpo, que solo puede ser ademán al margen de la comprensión de ese otro cuerpo enigmático de la escritura que ha empezado a seducirlo. El libro como un objeto distanciador, cuya sola materialidad es ya señal de prestigio —de conocimiento, de exhibicionismo— cultural.

*

Cuando cumplí siete años mi familia y yo nos mudamos a Venezuela, y no volví a ver a mi abuelo, salvo en mis esporádicas visitas al Perú. No verlo implicaba también que él ya no me viera, lo cual explica que haya dejado de fingirme lector durante años. Mi espectador principal ya no estaba allí para celebrar mis actuaciones. Solo cuando entré a la universidad comenzó mi formación, digamos más disciplinada, como lector. Por esa época hubiera querido confesarle a mi abuelo que su admiración fue el detonante —la mímesis germinal— de lo que, años después, se desarrollaría con más autenticidad. Pero no hubo tiempo. Basta en todo caso con saber que aquella carcasa vacía y vacilante que era yo de niño se fue creyendo el cuento de su propia falsificación hasta llenarla, finalmente, de una verdad compuesta de tantas duplicaciones, representaciones y perspectivas de lectura que, en el fondo, no se ha alejado del todo de las fallas de origen.

*

Escena abierta.

Mi esposa me pregunta qué estoy escribiendo. Le cuento mi anécdota, la de Piglia, la de Pauls. Me escucha y sonríe. Me confiesa que ella también vivió algo similar en su niñez. Que también simuló saber leer frente a una familia que le festejaba su precocidad. La escucho y pienso que este texto amenaza con desbordarse, con multiplicar de tal forma los espejos que ya no pueda ser capaz de distinguir los originales de las copias.

Imagino además al lector de estas líneas, recordando también su propio ritual fraudulento, reproduciendo otro inventario de escenas de iniciación a la lectura de quienes aún no leen. No me sorprendería. De todo lo dicho puede extraerse la certidumbre de que en la prehistoria de cada lector existe una predisposición corporal/actoral, que puede prescindir de la decodificación de la escritura e, incluso, de la alfabetización. Una predisposición, muchas veces inconsciente, de mentirle a la realidad, traicionándola en la lectura que a un tiempo lo aísla y lo protege. A diferencia de lo que dictan los orígenes bíblicos, en el principio no es el verbo sino el cuerpo el que inicia la historia, siempre personal, de la lectura. Un cuerpo parcialmente recortado de lo real, necesitado del reconocimiento de un mundo —o de un ámbito del mundo—, del que luego, una vez aceptada su aprobación, se alejará progresiva e inevitablemente.


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