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Sobre la acera de El Palacio de Gobierno
se encontraron Edwin Madrigal,
el dueño de la librería La Española
y Argenis Echenique, cronista de la ciudad
de San Fernando.
Edwin (el librero) le dijo a Argenis:
— Sabías, Argenis, que el cuerpo humano se divide
en dos partes.
— ¿Cómo va a ser? (respondió Argenis).
— Pues sí, se divide en una parte carnal
y otra representada por un impulso
que desafía a la muerte.
Cuando un jinete cruza un río
punteando un hatajo de novillos
y debe salvar el centro del cauce
con sus volcanes de agua,
pues no existe otro ánimo
que ese desafío a la muerte
para cruzar tales turbulencias.
Así le ocurre a un hombre
cuando se sube a lo alto
del campanario mayor
a limpiar la esfera blanca de los relojes
o alguien se alista en un bando
durante una guerra civil.
Alientos semejantes definieron la vida
de Quijada de Plata
y El Tuerto Vargas.
La muerte también embriaga, Argenis,
como quien se toma una botella
de ese aguardiente anisado que llaman
La Palmita.
— ¡Ahhh!, ya entiendo (respondió Argenis).
— Pues no vayas a creer que este cuento
se queda en el dibujo de unas pocas estampas
porque hoy como a las cuatro de la mañana
se ahorcó Eduardo Montoya
pegándose un mecate al cuello
y amarrándolo a la alcayata
donde solía colgar su chinchorro.
Allí lo encontraron.
No solo eso, cuando dieron las seis
en el reloj de la iglesia,
Eulogio Sandoval hizo algo parecido
pero colgándose del centro de una viga:
uno de los maderos que mantienen la tensión
entre las columnas principales
ayudando a equilibrar la estructura
del techo de caña amarga.
Luego, como a las nueve, Natividad Ramírez
se guindó de las ramas de un taparo
sembrado en el patio central de su casa:
su cabeza era del mismo tamaño que tenían
las taparas maduras que colgaban
del retorcido arbusto.
Y muy cerca de las diez, Antonio Cristal
hizo exactamente lo mismo.
Luego del suceso la familia revisó
el escaparate de su cuarto
encontrando unas enormes hormigas
que habían anidado bajo sus camisas blancas.
Los insectos cuidaban apacibles sus huevos
como si fueran granos de arroz.
No sé, si este último detalle
guarde alguna relación con lo dicho.
Pero cosa extraña ha sido la desaparición
de las velludas moscas
al interior de las tenerías
donde salan los cueros de las reses
y los ponen a secar
todavía húmedos por la descomposición.
Desde hace más de dos semanas
siento que la ciudad llama a la muerte
y este deseo etéreo vaga sobre sus techos
como un fantasma.
La cara de Argenis ennegreció de temor.
Ocurrían muertes cada media hora
o cada hora a lo sumo.
Sintió náuseas,
había desayunado recientemente,
eran las once y veinticinco,
se debía cumplir la media hora
en que el anhelo fatal
embriagara la mente
de algún otro parroquiano.
Edwin Madrigal regresó
a su librería La Española
recostándose en una silla
tras un mostrador de vidrio:
se le veía preocupado.
Argenis Méndez
llegó a su casa.
Sus hermanos y sus padres habían salido
ignorando lo acurrido en las calles.
La náusea
lo volvió a sorprender,
era algo que obstruía su esófago.
Argenis caminó hasta su cuarto,
sobre el dintel de la puerta
un reloj de péndulo campaneaba
y en la mesilla junto a la cama
permanecía encendida
una sencilla lamparita de petróleo.
Es difícil explicar lo que carece de explicación.
Y sin desvestirse se tendió sobre el lecho
y se plegó sobre sí mismo:
como si fuera un ciempiés negro
que se enrolla en forma de espiral.
………………………………………………
Esa noche, revisando su ropa, la hermana encontró
un papelito doblado con este poema:
«Me acuerdo de Cunaguaro
yo tenía dieciséis años.
Soplaba un viento el camino
y no levantaba polvo.»
Igor Barreto
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