Crónica

En Petare ya nadie tiene sueño

Esa noche, Daninyer estuvo molesto: no pudo volar papagayos por las balaceras. Fotografía de Gaby Oraa | RMTF

18/05/2020

Los sujetos ingresaron mientras todos dormían. Entraron sin tocar y casi tumbaron la puerta con las patadas que le dieron. Ocuparon la sala y apuntaron a todos los que se levantaron por el escándalo. Yelo, Franklin y Manzura alzaron las manos, asustados. Los invasores no estaban encapuchados como hace un año, pero sí portaban más armas. Granadas, pistolas y fusiles de todo tipo. Llevaban la mitad del rostro cubierto con tapabocas de tela con estampado militar. Tenían chalecos antibalas y un brazalete negro en el antebrazo izquierdo, con las siglas FAES (Fuerza de Acciones Especiales).

Apenas los vio, Yelo corrió a su habitación.

De los diez que entraron, cuatro irrumpieron en el cuarto donde estaba ella con sus hijos: Daninyer, Elianyeli, Samanta y Gabriela. Las niñas estaban levantadas y el único que faltaba por despertarse era Daninyer, quien se había acostado tarde después de jugar al escondite. Esa noche estuvo molesto: no pudo volar papagayos por las balaceras.

Yelo angustiada levantó a su hijo, estremeciéndolo en la cama.

—Dani, párate ya, por favor. 

Cuando el niño abrió los ojos se sobresaltó del susto. Los tipos lo apuntaban, mientras su madre rogaba que lo dejaran tranquilo, que su hijo era un niño y no estaba metido en problemas. No le hicieron caso y lo mandaron a sentarse. Sin bajar el arma, uno de ellos empezó a hacerle preguntas.

—¿Cuál es tu nombre?

—Daninyer Márquez.

—Número de cédula.

Daninyer recita los 8 dígitos de su documento de identidad.

—¿Cuántos años tienes?

—Doce.

—Ponte los zapatos.

Daninyer obedeció y comenzó a calzarse unos zapatos rotos que estaban en el rincón.

Yelo, desesperada y con lágrimas en los ojos, intervino:

—No me lo mate, por favor. Él es un niño nada más.

—Si lo tenemos que matar, lo matamos. Puede ser parte de la banda.

Los niños pasan el rato en los techos de sus casas y los vecinos se comunican por WhatsApp. Fotografía de Leo Ramírez | AFP

2

El día anterior, miércoles 6 de mayo de 2020, en cadena nacional de radio y televisión, Nicolás Maduro exhortó a su ministro de Relaciones Interiores, Néstor Reverol, a perseguir a todos los involucrados en el «macutazo», el intento de desembarco en Macuto de una lancha que transportaba antiguos miembros de la Fuerza Armada Bolivariana y mercenarios en el litoral al norte de Caracas. Wilexis era el nuevo objetivo del gobierno. Se trataba del líder de una megabanda al que el alcalde del municipio Sucre, José Vicente Rangel Ávalos, designó en 2014 «juez de paz» de la zona, y que ahora vinculaban a los sucesos de Macuto.

Ahora, un año después, un operativo se ponía en marcha para capturarlo. 

—¡Daninyer, sube ya! —gritó Yelo esa tarde. La tensión generada por las declaraciones de Maduro empezaba a sentirse en el barrio José Félix Ribas.

El niño jugaba papagayo en alguna de las platabandas de la zona 9. Es lo que solía hacer después de cargar agua y subir las bombonas de gas para su casa. Desde hace años, el agua no llega por tuberías, por lo que los vecinos deben irse a algunos chorros habilitados a hacer la cola y poder llenar las pimpinas. Cargar agua es parte de la rutina de los petareños. 

Pero ese miércoles, después de haber terminado la cadena nacional, Daninyer subió las escaleras corriendo, y cuando se enteró de lo que pasaba, le hizo caso a su mamá. Ella siempre repetía que, frente a la policía, los niños varones corren más peligro que las niñas.

Aquella noche, después de cenar, se puso a jugar al escondite con sus hermanas. Cuando éstas se quedaron dormidas, él pasó unas cuantas horas en vela, intentando conciliar el sueño, pensando en la guerra en la que estaban atrapados, y en la que no tenían nada que ver. Al final, el cansancio lo venció. Aquella noche no pasó nada fuera de lo normal.

Al día siguiente, ante la aparente normalidad, volvió a volar papagayos.

3

Ese jueves, Daninyer pasó toda la tarde en la platabanda de la casa de la señora Elisa. Ella le había dado permiso de subirse junto a Boli para volar su papagayo. Con él se entretiene todos los días. En su casa no llega Internet. Tampoco quieren escuchar las cadenas de Maduro por televisión, y desde hace casi tres meses no van a la escuela por las medidas de cuarentena y distanciamiento social impuestas por la pandemia. Volar papagayos es la única diversión en cuarentena. 

Mientras Boli armaba el esqueleto de su papagayo con unas astillas viejas y pabilo blanco, Daninyer tenía listo el suyo y se preparaba para hacerlo alzar vuelo. Primero, observó el movimiento de los árboles. Luego sintió la fuerza del viento y esperó a que fuera suficiente para elevarlo. Acomodó el nylon, comprobó que estaba desenredado y, cuando una ráfaga sopló su cara, lo lanzó. El hilo se prensó. El papagayo planeó sobre la platabanda y, segundos después, se elevó con fuerza. 

Daninyer soltaba el nylon para que se alejara más. Cuatro, cinco, seis metros. Siete, ocho, nueve. Ahora, su papagayo era una pequeña sombra que contrastaba con el sol, entre nubes y calima. Daba vueltas e iba de un lado a otro. Parecía un pez nadando en el mar. Daninyer disfrutaba su momento. Le gustaba la vista. Se sentía libre. Una libertad que la pandemia y la guerra en Petare le querían arrebatar.

El hexágono de plástico y madera vieja tiene unos flequillos negros. Una cola hecha con sábanas viejas equilibra su peso en el cielo. Hay de todos los tamaños y colores.

Las manos de Daninyer se prensan, el nylon quema sus palmas y él entiende lo que pasa: le están picando el papagayo. Alguien se lo quiere quitar con una tarraya. Mira para todos lados y no encuentra al responsable. Pero el papagayo empieza a descender y a alejarse. Jala con fuerza, pero el viejo nylon no resiste y se revienta. El papagayo sale disparado hacia su nuevo dueño, a quien no se le distingue la cara, pero se trata de un niño que está en otra platabanda. Boli, molesto con lo que sucede, mira a Daninyer de reojo y protesta:

—¡Nojombre! ¡Este es el tercero que se llevan! Ahora me toca a mí.

Daninyer se queda callado y, aunque consigue otras bolsas para armar otro, ya es tarde. El cielo empieza a ponerse anaranjado. El tiempo vuela cuando se divierte y no carga agua.

—¡Daaaaaninnnyeeeeerrrrr, sube ya! —es la voz de Yelo, su mamá. Le grita desde el balcón de su casa. Él hace caso. Al día siguiente llegará el camión cisterna y debe pararse temprano. En Petare, la cuarentena no se cumple. Baja las escaleras, se despide de la señora Elisa y sube a su casa. Por las escaleras, escucha a la gente comentando que la policía puede meterse en cualquier momento.

Daninyer pasó toda la tarde en la platabanda de la casa de la señora Elisa volando su papagayo. Fotografía de Leo Ramírez | AFP

4

La operación para capturar a Wilexis se ejecutó la madrugada del jueves 7 de mayo. Más de 24 horas después de las declaraciones de Maduro. Los allanamientos empezaron cerca de medianoche, pero fue a las 2:00 am cuando entraron a la casa de Daninyer, y Yelo lo despertó. 

Las FAES querían interrogarlo. Nada fuera de lo común. «Quehaceres del oficio», argumentaron los funcionarios. Debían asegurarse de que la familia no estaba involucrada con la banda de Wilexis, aunque eso implicara despertarla de madrugada y apuntar a todos, incluso a los niños que dormían. 

Daninyer estaba sentado en el mueble. Cerraba los ojos y su corazón latía fuerte, sentía que se le iba a salir de golpe. Aunque bostezaba del sueño, el temor y la incertidumbre lo mantenían despierto, con los ojos abiertos. Miraba todos los movimientos. Pensaba que ese era el fin de todo, que lo matarían dentro de su casa, frente a su familia. Aunque no hubiese hecho nada malo. Ignoraba por qué pasaba todo aquello. Más funcionarios llegaron y la madrugada se eternizaba. Se sentaron en la platabanda y desde allí miraban al barrio. Debajo de alguno de esos techos podría encontrarse Wilexis. Alguien podía estar escondiéndolo. 

Los oficiales pasaron dos horas en su casa. Después de revisar, empezaron a radiar a cada miembro de la familia, empezando por su tío Franklin. Investigaron sus antecedentes penales, pero no hallaron nada. Su tía Manzura tampoco tenía registros. Aun así, una funcionaria se quedó en el cuarto con ella. Con Yelo se quedó otra. Revisaba las gavetas y la cama. Buscaba armas, cualquier indicio o vínculo con Wilexis. 

Pero ahí no había nada. Ni siquiera un teléfono celular con alguna cadena de Whatsapp sospechosa, como la que le encontraron a Gregory, el esposo de su prima, a quien casi se llevan preso por tener una. Esa es la forma de comunicarse los vecinos. El cacerolazo a favor del hampa se convocó por esa vía, pero tanto Yelo como su familia estaban libres, no había nada que los pudiera inculpar.

—Ponte los zapatos y arrodíllate —le ordenó uno de los sujetos a Franklin.

—Yo soy inocente, mátenme si quieren, pero yo soy inocente —dijo él.

—Aquí no. Hay niños. Sácalo al patio —dijo otro funcionario.

Antes de que Franklin se parara, un estruendo sonó a lo lejos. Otra puerta fue abierta de golpe y los funcionarios corrieron a ver de qué se trataba. Franklin se quedó arrodillado y no entendía qué pasaba. Se habían ido y parecían estar a salvo, pero tal vez otra familia se encontraba en un aprieto similar.

Yelo cerró la puerta, y aunque apenas estaba amaneciendo, tenían más de cuatro horas despiertos. Ya nadie tenía sueño. 


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