Caimancito en el patio de la casa, ca 1938. Fotografía de Álbum familiar ©Archivo Fotografía Urbana
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El río de piedra se lanza contra el río de arena.
Los ríos más jóvenes llegaban de las planicies
para desembocar en cauces antiguos.
En los meses de julio y agosto
acompañados de ahumadas nubes
el agua arremetía contra los muros
de raíces y de hojas.
El delfín de agua dulce miraba con pureza
estos prodigios: y lo hacía con pureza
porque simplemente ignoraba
(no lo podría entender)
todo aquello
que iba a ocurrir en torno suyo.
Así emprendía su descenso a las profundidades
hasta llegar al poroso lecho de coral,
a las dunas frías,
donde aún duerme a salvo
sobre cuarzos azules y diamantes
y guijarros dorados.
Alguna vez
navegué con un bongo
de quilla puntiaguda
sobre la desembocadura
de esos cauces maestros:
El Apure, el Arauca, el Meta.
Los vi fundir sus corrientes arcillosas
y entregarlas a volcanes de agua
que abrían surcos
en formas de serpientes:
como la terciopelo o la siete narices,
hasta llegar al turbión
y la ventolera del río grande
arribando, a paso lento, de la selva
como si acabara de copular con ella.
Existían corrientes visibles e invisibles
entornando olas de hasta tres metros.
El agua del Orinoco era azucarada,
gustosa,
y las que llegaban de las planicies
tenían un rastro salobre y terciario.
A las tortugas les gustaba
anidar
en la arena cernida de los playones:
junto al caimán amarillo
o el caimán negro de fauces recortadas.
Así lo refiere el padre Joseph Gumilla
en su Historia natural, civil y geográfica de las naciones
situadas en las riberas del río Orinoco.
Pero las PIEDRAS
del gran río
siempre fueron
la prueba de su ancianidad,
ellas sí perseveran.
Piedras talladas con redondeces
como animales que se ocultan
en su propio cuerpo,
porque mucho les duele
la ataraxia del tiempo.
Igor Barreto
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