Notas con caneta

El sátrapa y el atavismo de siempre

09/03/2018
Cruel, como buen mujeriego tímido…
Miguel Delibes

 

En alguna de las frecuentes excursiones a las afueras de Maracay, el general Juan Vicente Gómez pidió que le leyesen algunos pasajes de Doña Bárbara, la flamante novela de Rómulo Gallegos, publicada en Barcelona, España, en 1929. El general ya había sido advertido sobre la recreación simbólica que en ese libro lo retrataba “caricaturescamente” a él y dejaba a su gobierno en muy mal lugar. Pero Gómez insistió en conocer los párrafos novelescos. Durante horas escuchó impasible la narración y no quiso que la lectura fuese interrumpida. El edecán, el secretario y los allegados que lo acompañaban supusieron que en algún momento el general montaría en cólera. De regreso en el automóvil, exigió que la lectura continuase y se mostraba cada vez más complacido, dejando entrever con leves gestos que disfrutaba de los pasajes. Al finalizar, exclamó casi con entusiasmo: “Pero esto es muy güeno. Y no puede, por eso, ser contra mí. Eso es lo que debieran hacer todos los literatos y no revoluciones estúpidas”.

El episodio nos ofrece un retrato magnífico y elocuente del carácter más arrolladoramente astuto de todos cuantos pasaron por la primera magistratura de Venezuela. Quienes lo conocieron antes de 1906 jamás hubiesen sospechado en lo que se convertiría: un omnímodo mandatario que gobernó a su antojo el país durante 27 años y murió tranquilamente en su cama, en la cúspide del poder. Los misterios y enigmas que han rodeado las circunstancias vitales de este personaje siguen campeando, a pesar de las notables elucubraciones al respecto. Paz Soldán, Ramón J. Velázquez, Simón Alberto Consalvi, Tomás Polanco Alcántara, Elías Pino Iturrieta, Luis Cordero Velázquez, Manuel Caballero, Domingo Alberto Rangel, José Rafael Pocaterra, Miguel Otero Silva, Arturo Uslar Pietri, Enrique Bernardo Núñez, Mariano Picón Salas, Rufino Blanco Fombona, entre muchos otros, han intentado indagar en este “fenómeno telúrico” que puso a “Venezuela metida en cintura”, cada quien desde su perspectiva. Gómez parece una especie de acabamiento estético del sátrapa, el dictador por excelencia, el tirano definitivo. Su personalidad reservada, ladina, austera, hermética de campesino andino que sabía olfatear y hurgar, casi como un animal, en la naturaleza las claves para interpretar los altibajos de esta vida, tiene un peso incontestable en su destino. Pero carácter no es voluntad. Y pocos en toda la historia de la política venezolana supieron aunar voluntad y destino tan férreamente. El instinto lo pudo todo.

Cualquiera que indague un poco en las vidas de Cipriano Castro y de Juan Vicente Gómez comprende de entrada que el político era el primero. Castro era inteligente, fanfarrón, autoritario y con una marcada tendencia al mesianismo. Exigía los epítetos de “Restaurador” y “el siempre vencedor, jamás vencido”. No dudaba en aplicar el pragmatismo para aferrarse al poder. Podía apelar al chauvinismo más desmedido y ridículo en sus arengas públicas mientras, puertas adentro, negociaba con Theodor Roosevelt una intermediación para rogar que Inglaterra y Alemania fuesen al arbitraje, para que no fuese invadida violentamente la patria. Castro construyó una imagen de hombre fuerte, valiente y noble guerrero que caía en las más flagrantes contradicciones. Su proclama más famosa, a propósito del bloqueo naval de Alemania e Inglaterra, leída el 9 de diciembre de 1902 comenzaba con la frase: “la planta insolente del extranjero ha profanado el sagrado suelo de la patria”, que ha pasado a los anales históricos como una de las oraciones más recordadas por el panegírico patriotero después de las de Bolívar. Sin embargo, aquel discurso lo redactó en realidad uno de sus secretarios: Eloy González. Hecho particular, por cierto, puesto que a Castro no le costaba nada improvisar sus discursos. Siempre fue dado a la incontinencia verbal, y su prolijidad expresiva se convirtió en paradigmática. Sus actos eran rocambolescos y su egolatría le hizo presa cómoda de las oligarquías caraqueña y, sobre todo, valenciana. A Castro era fácil engatusarlo ofreciéndole dádivas generosas o muchachas para saciar sus famosas (o infames) apetencias carnales, cada vez más desenfrenadas y grotescas. Fue desmesurado en todo; su carácter extrovertido, socarrón y soberbio lo hicieron ver como un Napoleón caribeño, dada la desproporción entre su ego y su estatura física; de allí su famoso apodo peyorativo “Le Petit Caporal”, que se criollizaría como “El cabito”. Su oposición al imperialismo extranjero le hizo cobrar unos dividendos políticos fronteras adentro, dado el populismo chabacano que acarreaba, pero no pudo pronosticar que en tiempos del exilio terminaría volviéndose en contra, condenándolo a vejaciones y humillaciones. Las potencias extranjeras le cobrarían sus políticas hostiles y sus desaires impidiendo, además, que pudiese instalarse en algún lugar estratégico desde donde fuese posible ingresar clandestinamente a Venezuela para intentar retomar el poder. Después de un periplo amplio e incesante, terminó sus días en su vivienda de la calle Colmenter en Santurce, Puerto Rico. El “Restaurador” había sido anulado en vida y su muerte fue casi irrelevante. Cuando el indio Tarazona le contó a Gómez que Castro, finalmente, había muerto, mientras este miraba unas reses blancas y delgadas en alguno de sus hatos, el amo guardó silencio un momento y luego afirmó: “Anjá…esa vaca blanca es la que no da terneros”.

Durante la mayoría de los agitados y despóticos años del gobierno de Castro, Gómez se desempeñó como discreto número dos. Además de ir multiplicando su fortuna desde su puesto de influencia como hábil hacendado y buen hombre de negocios, su función fundamental consistió en observar. Tuvo la mejor de las escuelas posibles: ser testigo inmediato de los avatares del poder depositados en un hombre demagógico, vicioso y delirante. Gómez era terriblemente paciente y exageradamente discreto. Intuyó que su momento llegaría, tarde o temprano, y lo mejor sería no precipitarlo. Al contrario, trataría de postergarlo cuanto fuese posible. Castro no era tonto, y ya hacia 1905 empezó a estar inquieto con el hermetismo de su compadre y sus veladas ambiciones. Se conocían tan bien ambos tachirenses que desconfiaban uno del otro hasta la extenuación. Aquello se convirtió en una especie de certamen de resistencia psicológica. Castro le tendió todas las trampas posibles y lo puso a prueba innumerables veces. Gómez sabía que Castro sabía y por eso aguantó incólume. Castro intentó darle donde más le dolía: las finanzas. Quiso cobrarle una serie de deudas de golpe para quebrarlo. Pero Gómez pudo rehacerse gracias al auxilio de su otro compadre, Pimentel, que corrió a rescatarlo con 400 mil bolívares. La suerte también hay que salir a buscarla. En 1906, Castro organizaría un sainete completo: pondría contra las cuerdas a Gómez. Al principio, fingió renunciar para seguirle las huellas a los “gomistas” y, además, para afianzarse en el poder gracias al montaje de su farsa mejor conocida como “La Aclamación”. Luego, optó discrecionalmente por dar luz verde a quienes querían deshacerse del Bagre, en lo que más tarde pasaría a conocerse como “La conjura”. Una vez más, Gómez sabía y,de nuevo, aguantó y salió airoso.

Cuando Castro parecía finalmente convencido de tener atado el poder y amarrados los cuarteles, surgió un imprevisto. Su estado de salud decayó estrepitosamente. Una fístula intestinal lo obligó a someterse a una intervención quirúrgica de relativa urgencia. Aunque se sentía un poco más confiado dentro de la asfixiante atmósfera de conspiraciones palaciegas, sabía que ausentarse del país era demasiado riesgoso. Así que optó por reunir a lo más granado de la medicina nacional del momento, y someterse a la operación en Macuto, en unas medidas de seguridad extremas y con la orden de que si salía de allí sin vida, los médicos correrían la misma suerte. Pero poco después de la anestesia y de empezar a abrirlo en la zona intestinal, sufrió un paro cardiovascular. Los médicos, en estado de pánico, optaron por retirarle la anestesia y cerrarle la herida. Cuando Castro volvió en sí fue convencido de que no sobreviviría a las infecciones si no se realizaba la intervención quirúrgica en un lugar apto y con el mejor de los especialistas: el doctor Ysrael, que operaba en Berlín. La idea le disgustó mucho y trató de postergar la decisión. Doña Zoila, su prestigiosa esposa, estaba desesperada intentando convencerlo. “Se trata de tu vida” le decía una y otra vez. Pero lo que ella no podía entender es que “poder” y “vida” eran dos conceptos tan entrelazados en este sujeto, que ya no era posible distinguirlos. “Confía en tu compadre y déjalo encargado, ya te ha dado sobradas muestras de lealtad”, le insistía su mujer, mientras él se acariciaba la barba y comprendía por qué no había podido dormir tranquilo los últimos nueve años. El poder es una pasión que arrasa al hombre hasta conducirlo al perpetuo desasosiego: la instauración de la paranoia como huésped permanente y la pesadilla constante de la posibilidad de la caída definitiva. Los terribles dolores y las altas fiebres terminaron decidiendo el viaje. Castro se embarcó en el Guadaloupe desde La Guaira el 24 de noviembre de 1908. Sin saberlo, miró por última vez en su vida el cerro Ávila que, abrupto, se asomaba majestuoso desde el mar como si le devolviese una mirada más bien displicente.

Como era de esperarse, Gómez no se apresuró a dar el golpe. Su carácter impuso sigilo y parsimonia al movimiento de ascenso definitivo. Había tres escollos que debía sortear con extrema habilidad. Primero, dar apariencia de legalidad a la transición. En eso Gómez terminaría siendo un verdadero maestro: perpetuarse en el poder desde los visos de la legitimidad, con toda clase de argucias, triquiñuelas, reformas y adendas que fuesen necesarias para aparentar constitucionalidad. Todo un clásico. El segundo escollo era sortear el estamento militar y ganárselo. Sus movimientos estuvieron guiados por la anticipación, la nocturnidad y el más aceitado de los oportunismos. Los pocos golpes que tuvo que dar fueron tan breves, como discretos y certeros. El tercer escollo era más sencillo: cortarle la línea de crédito del Banco de Venezuela a Castro. Cuando éste en Berlín se percató de su insolvencia financiera, se reunió con el cónsul en Alemania, Diógenes Escalante, que no tenía la más mínima idea de lo que estaba aconteciendo en Venezuela. Escalante trató de tranquilizar a Castro diciéndole que acaso sería alguna escaramuza de las que eran habituales, pero no habría nada de qué preocuparse. Castro, en cambio, en silencio, ya supo de qué se trataba, aunque su mesianismo delirante le hizo creer que todo se arreglaría fácilmente: sería cuestión de hacer acto de presencia en el país, además con buen estado de salud, para culminar su enésima apoteosis. La idea hasta le agradó. El poder lo había enceguecido a tal nivel que seguía menospreciando el talento de su campuruzo compadre y creyó que el destino le brindaría la oportunidad de deshacerse de él definitivamente. Pero ocurrió exactamente lo contrario.

Gómez se sentó, respiró profundo y dio rienda suelta a su astucia. Dio el golpe el 19 de diciembre de aquel año y, a los pocos días, reunió al Congreso Nacional elegido por Castro, para que lo destituyera oficialmente a través de un decreto, por haberse convertido en un dictador. Vaya ironía. También por decreto le retiraron el título de “Restaurador”. El iletrado Gómez desconocía las posibilidades leguleyas y los tecnicismos a los que había que recurrir, pero sabía a quiénes manejar para que lo hiciesen. Durante sus primeros años, muchos tuvieron la impresión de que Gómez sería útil para derribar a Castro y después sería fácil derribarlo a él, dada su escasez de luces. Pero quienes lo pensaron, calcularon muy mal. El caso de Leopoldo Baptista fue el más paradigmático, terminó desvaneciéndose como futurible. Gómez mandó a reunir a los emisarios de la New York and Bermúdez Company para devolverles la concesión de la explotación del asfalto que les había expropiado Castro. Hizo lo propio con otras compañías americanas. Se reunió con el embajador de Estados Unidos con quien pactó una política no sólo de respeto y cordialidad, sino de entrañable amistad. Quiso asegurarse de darle al país una imagen de Estado con plenitud de garantías, seguridad jurídica para las empresas extranjeras y, sobre todo, espacio donde reinaba una paz consolidada, que venía a ser más bien una paz pretoriana. Pudo olfatear lo que representaba el petróleo, no sólo como filón económico, sino como elemento que facilitaría su perpetuidad en el poder. Manejó Venezuela como si se tratara de una hacienda privada: esa idea la confesó él mismo en un discurso en el Congreso Nacional. Y resultó que eso no sólo era suficiente, sino que terminó siendo la fórmula perfecta.

Como si hubiese nacido con la entereza del que sabe que para manejar el poder basta la sencillez de ser duro con los demás y, sobre todo, consigo mismo. No le tembló el pulso para salir de su hermano Juancho o de su hijo José Vicente, de distintas formas, cuando percibió sus sombras olfateando su silla. Dejó el trabajo sucio a su primo Eustoquio Gómez, condenado durante los años castristas por homicidio probado y absuelto vergonzosamente. La austeridad cotidiana del Benemérito contrastaba con su desmesurada fortuna, que se convirtió en mítica: 200 millones de dólares al momento de su muerte; el hombre más rico de Sudamérica, según Alejandro Rivas Vásquez. Se instaló en Maracay, a la que convirtió en feudo bucólico de su pseudo-nobleza pastoril, desde donde gobernó 27 años como si fuese un elemento de la naturaleza que, implacable, podía arrasarlo todo sólo con un gesto. A pesar de su manifiesta incultura, supo moldearse como una especie de Zaratustra adusto y andino, rodeándose hábilmente de los tecnócratas. Su carácter parecía sacado de un cuento de Rulfo; su rigidez, de un malvado personaje shakespeariano; su pragmatismo, de una novela de Roa Bastos; su provincianismo, de una obra de Valle Inclán; su afán de procreación, de una obra de García Márquez. Venezuela tuvo su novela de carne y hueso, en la que se daban de la mano lo real maravilloso, el costumbrismo y lo tenebroso.

A Gómez no le gustaba el progreso. Esas ideas modernas civilizatorias que traían los musiúes y los señoritos granados sólo recibían su desprecio. Como si su sabiduría instintiva residiera en su inextricable apego a la tierra y supiera que, para Venezuela, eso era suficiente. Llevó el peculado a niveles superlativos e instauró un sistema de prebendas, favores, adulancias, corruptelas y clientelismos que se convirtieron en una costumbre incesante de los futuros gobernantes venezolanos. Elevó el culto bolivariano a niveles exasperantes, aunque parecía más un fetiche simbólico que nunca pudo comprender cabalmente. Sabía que Bolívar era un mito apreciado, y lo agigantó como forma de darle fluidez a la corriente natural. Porque Gómez hacía parecer que todo era simple. Y tenía razón. En realidad eso fue el gomecismo: envolver el primitivismo en el manto de la astucia. Sus logros en pacificación, infraestructuras, institucionalización de las fuerzas armadas y “unificación” del país quedan absolutamente opacados al lado de las cifras de desnutrición, paludismo, analfabetismo y pobreza. Su crueldad con sus detractores fue grotesca. No es que Venezuela progresó o retrocedió bajo su mandato; es que estuvo suspendida en el tiempo/espacio y aferrada a su atavismo de siempre. Todavía hay quien cree que el chavismo como fenómeno ofrece alguna novedad. Por eso ese final un poco ambiguo y misterioso de Doña Bárbara, en el que la Cacica del Arauca regresa al tremedal, no es sino otra forma de decir que queda viva, latente en las entrañas cunavicheras de esta tierra. Gómez insistía en que le releyeran algunos pasajes de la novela de Gallegos: “qué libro tan güeno”, decía una y otra vez. “Eso no puede ser contra mí”.


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