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Se ha sostenido que la dictadura de Juan Vicente Gómez empieza con propiedad en 1913, cuando advierte peligros en torno a su hegemonía. Ciertamente a partir de entonces aprieta los tornillos de la represión y los mantiene sin alivio hasta la hora de la muerte, pero el hecho no indica que no hubiera estrenado procedimientos cruentos desde los orígenes del mandato, es decir, desde 1908. Los sucesos de 1913 lo obligan a preocuparse por una hegemonía en peligro, pero no a debutar como martirizador de la sociedad. Gómez trae en su equipaje la tortura y la humillación de los venezolanos cuando inicia su ascenso al poder.
El golpe contra Cipriano Castro obligó a llamados a la condescendencia, a prometer una concordia que contrastara con la dominación anterior. Durante el “cesarismo libertino” del caudillo de Capacho las cárceles fueron el domicilio habitual de los protestantes y el tormento de los más aguerridos. Así mismo, el exilio fue destino de centenares de políticos que pululaban en las vecinas Antillas como almas en pena. De allí la necesidad de un anuncio de paz, que justificara la traición del nuevo mandatario y atrajera las voluntades que veían los acontecimientos con escepticismo. Las proclamas de hermandad abundaron para poner alfombra mullida a la camarilla ascendente. Pero se han confundido los mensajes de unión con la realidad que imperó desde el principio, según se tratará de mostrar ahora.
En 1913 la atmósfera se llenó de escollos. Personajes cercanos a don Juan Vicente, como Leopoldo Baptista y Román Delgado Chalbaud, comenzaron a conspirar, o eso le soplaron al jefe. Les parecía que había llegado la hora de despedir al campesino opaco que utilizaron para librarse del compadre Cipriano. Consideraban que el nuevo huésped de Miraflores no calzaba las botas para moverse con solvencia en una sociedad llamada por los tirones de una desafiante riqueza. Para completar, la Constitución anunciaba la terminación del mandato iniciado en el lustro anterior, y muchos comenzaban a hablar de elecciones.
La escena del cambio estaba servida, calcularon sin imaginar la estatura real del enemigo. El palurdo sin luces obligó el exilio de Baptista y condujo a Delgado Chalbaud hasta cruel prisión, penalidades de las que no escaparon otras figuras refractarias y cualquiera que hablara de procesos electorales o de partidos políticos. Todo sin embozo, a la vista del público. De tal conducta proviene la idea sobre el inicio de la represión gomecista, como si el tiempo anterior hubiera sido benévolo. Gracias a las investigaciones de Jesús Sanoja Hernández (Largo viaje hacia la muerte, 1985), sabemos que entonces predominó una sola época oscura y ominosa.
El ataque de la prensa fue hecho indiscutible desde 1909, cuando se clausuró El Independiente que editaban los hermanos Pimentel. Se atrevieron a publicar una caricatura que aludía a Eustoquio Gómez y la osadía les acarreó persecuciones. En 1911 se prohibió la circulación de Sancho Panza, y se amenazó con represalias a los editores independientes que no respetaran los intereses del poder supremo. De allí la condena del semanario Fru frú, dirigido por el incansable Leoncio Martínez (Leo), y de un impreso titulado El despertar que apenas pudo publicar una entrega. Corrió la misma suerte El Estudiante, dirigido por Rafael Hidalgo Hérnández y Jacinto Figarella. El último de esa primera tanda de textos “peligrosos” fue El Pregonero, cerrado con candado doble en 1913 porque se atrevió a lanzar la candidatura presidencial de Félix Montes. Eran periódicos que morían de “miocarditis gomera”, se atrevió a decir el tenaz Leo.
De época tan temprana data la prisión de Zoilo Vidal, quien fue encerrado con grillos en 1912 y solo vio la libertad en 1921 para volver a La Rotunda dos años más tarde. Algo parecido sucedió con otro prisionero de renombre, Fernando Márquez, quien cayó en cautiverio en los mismos días y permaneció en régimen severo hasta 1928. Los padecimientos de los presos de entonces fueron descritos por un joven perseguido de la policía, que lo llenó de cadenas entre 1909 y 1910: Rufino Blanco Fombona. En sus Cantos de la prisión y del destierro contó que tuvo de alcaide a “un antiguo y célebre asesino de alquiler”, y describió los castigos de muchos perseguidos cuya identidad no le fue trasmitida al futuro.
Pero no solo sucedieron entonces las persecuciones particulares que se han señalado, las cacerías de personas acusadas de subversión por su conducta levantisca. La Universidad Central de Venezuela fue clausurada en 1912, y la Asociación General de Estudiantes fue prohibida por ley de 1914. Los jóvenes directivos de la Asociación protestaron la medida, pero se les aconsejó cerrar la boca mientras soplaba mejor viento. Muchos de ellos destacarían luego por sus combates contra la tiranía: Enrique Tejera, Salvador de la Plaza, Gustavo Machado y Nicomedes Zuloaga. Fueron testigos y víctimas de un régimen que mostró los colmillos desde el momento de su aparición.
En materia de represión el gomecismo no tuvo etapas. Fue un lapso redondo y macizo de atrocidades. No fue de la blandura a los suplicios. No tuvo cinco años piadosos en el inicio, ni siquiera un gesto capaz de insinuar la existencia de una administración respetuosa de sus gobernados. Si un régimen fue brutal desde la cuna hasta el cementerio, quizá sin comparación en una historia que los ha prodigado, fue el que tuvo en la cabeza a Juan Vicente Gómez. El prólogo de mesuras que se le ha atribuido carece de fundamento.
Elías Pino Iturrieta
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