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Miramos el bucare
Nuestras bocas recogen las semillas
Carmen Verde Arocha
Mucho se ha escrito sobre Canción Gótica (Gisela Cappellin Ediciones, 2018), visiones variadas recogen diversos aspectos del poemario, y con razón, pues este libro de Carmen Verde Arocha – como toda gran poesía– es inagotable en lecturas. Ya el título abre un primer cauce para que fluyan las interpretaciones, y el verbo fluir, en este degustar de palabras, nos lleva de inmediato a la cualidad fluvial de la poética de Carmen. «El río inicia su danza después de la risa»– nos advierte… nos sumergirá luego en ese «río agua/ río fuego / río tierra / río aire / río éter».
Iniciemos el recorrido por la palabra Gótica, que atrapa y convoca a un inicial recogimiento –al menos así ocurrió conmigo–. En efecto, ya una vez dentro de sus páginas se siente la presencia de algo que flota entre sutil y sobrecogedor, gozoso y solemne, celestial y terreno, que invita a la contemplación y a la escucha. El poemario conduce a un estado especial del alma, que no es escogido por el lector, sino que lo genera el propio libro desde su tesitura poética.
Es una canción sin duda, que hace honor al nombre de la autora, y al ser gótica aparece ante mí una catedral de esas que se levantaron progresiva y lentamente durante cientos de años, que apuntan al cielo con sus erguidas agujas y se aferran firmes en la tierra con sus arbotantes y contrafuertes. Y sobre todo las vidrieras y rosetones que a través de su juego de cristales propician la entrada de la luz en sus diferentes momentos de intensidad, los múltiples juegos de colores que hacen posible la incitación al éxtasis a través de la conexión de la belleza terrestre con la inacabada belleza del cielo –«Lo inacabado del cielo/ el deseo de amarte/ y no amar al mismo tiempo»– ese territorio transicional en el cual nos movemos entre contradicciones. Lugar donde somos testigos de la coincidentia oppositorum de la tierra y el cielo, lo que el místico de Al andalus, Ibn Arabi llamó «el espacio divino de la interconexión».
Qué puede ser más gótico que preguntarse si «¿Hay pasión dentro de los tulipanes/ en noches tan frías?»
Y esa belleza reunida apunta hacia el encuentro masivo y devastador con una belleza impensable e indecible –«Si me enseñaras qué es lo inmaculado del cielo».
Todo esto lo encuentro en los versos de Carmen que van fluyendo con ese encanto cambiante y sutil de la luz, o del agua, con el énfasis de los colores que al nombrarlos generan espacios de encandilamiento, de sobrecogedor asombro. A la vez que la música de fondo evoca la polifonía aterciopelada de los cantos gregorianos, oraciones terrestres con deseo de elevación, tan íntimamente unidos a los recintos góticos:
«Ayúdanos a estar en nuestro cuerpo…»
Ayúdanos «a elevar nuestras plegarias al desabrigo»
Conmovedora plegaria que Carmen lanza desde la inmediatez dolorosa del cuerpo a la intemperie.
Todo en el libro es canto que se desgrana entre oración y deseo, y ¿qué es la oración sino esa parte del deseo que migra hacia lo Abierto?
«La fuerza del deseo nos arrodilla»
«Rezamos»… sin olvidar que las mujeres también «danzamos dentro del templo»
Es de amor, han dicho y sí , pero el amor aquí es el vitral multiforme, los colores y el biselado, la figuras ensambladas en la superficie con sabor a sal metálica, que permiten la penetración lujuriosa de la luz, que sin embargo, necesitan de la luz para su existencia , para hacerse evidente. Amar siempre es una ofrenda- dice,
Agreguemos que este canto alquímico de colores, sabores y fragancias reunidos, nace a partir de una destilada feminidad, del poderoso anhelo y mirada que se detiene en cada rincón de la propia catedral, que se arropa en la penumbra o reclama un éxtasis con la mirada dirigida a las naves laterales, a esas capillas pequeñas y sombrías o hacia el tragaluz que ilumina desde lo más alto. Y es que esa mirada es inquietantemente femenina… detenida en detalles, conmovida y conmovedora, susurrante, velada, invocadora, y evocadora.
¿Qué siente una poeta que mira un bucare y con la boca recoge las semillas? Es esa con propiedad la mirada poética: Mirar y recoger con la boca, rescindir la afirmación de Simone Weil, mi pequeña mística del asfalto: Que el «gran dolor del hombre era no poder mirar y comer en un solo acto»; asimismo siente uno que mira y lee y come y aspira la fragancia – «El olor a limón blanco como tu piel» – gracias a la potencia seminal de esta canción. Y de la catedral voy a la propia canción gótica, directamente emparentada con los trovadores de la misma Francia de las primeras catedrales. Desde aquella canciones góticas (lays) de María de Francia hasta la canción gótica de Carmen, la trova ha ganado en despliegue y dinamismo, alimentada del fulgor del trópico y de la incandescencia que arde en la mirada de la poeta «Tu furor tiene como corazón a la ternura». Pero en ambas hay caballeros «con grietas en su armadura» y «con todo el mar dentro del río» –«tu cabeza de guerrero… tu linaje de rey»– ambas saben de amores que danzan y «mujeres que lloran flores….» Y el «deseo coronado de eucaliptos y limón / en la pureza del más alto mediodía». Ambas hablan de los vestidos, las carencias, los amantes.
Brotan los poemas de este libro como frutos y flores que salen de esa semilla que entra por los ojos y su miel deja empapada la lengua:
«Jugamos a regalar todo el dulce»/ «Las muchas bocas que somos».
La feminidad se desborda en diversas advocaciones . Transita la poeta geografías y mitos, paisajes inefables del alma, del cocodrilo al leopardo blanco, allí la feminidad de Artemisa, la cuidadora del bosque cuyo deseo tiene forma de animal de suave pelaje, … «El desgaste de las fieras del bosque / desborda mi voz mis manos mi rostro húmedo».
Las ninfas, las bacantes: «Nadie baila sin haber amado antes», oficio femenino de bailar en medio de la embriaguez,, enamoradas de ese dios que es puro cuerpo y alma de vino,
«Danzamos desnudos con la brisa»
«Llego a los huesos al besar tu piel»
«Danzo sobre una falda de largos pliegues»
…«Un pedacito de canela en la boca» hace que una ménade se trastoque en la discreta Hestia, la feminidad del hogar: «Seguimos calladitas»/ «Nada que estorbe en esta casa grande/ con corredores estrechos / manchados de aliento» // «Se oyen las voces de nuestras abuelas»… el arroz con leche y el dulce de coco y la ralladura de limón ocupan el lugar del vino.
«–Venimos a esta tierra a cambiar / un trozo de canela // por un poquito de afecto», dice Hestia.
Aparece Perséfone en ese saber que «Todo es devorado por la tierra» // «deseo coronado de eucaliptos y limón».
Y luego, la inefable Afrodita… la feminidad que sabe« orar entre el mar y la miel»… Y dice la poeta que «el amor / nos manda a lamer su piel / hasta dejarlo blanco de nuevo / hasta que aparezca el Océano», dirían, junto a la poeta, las nereidas.
Ejercicio femenino de sembrar, escoger semillas, mirar hacia el cielo para adivinar la furia de los pájaros que migran, oficio femenino de la espera, de la recolección:
«¿Con qué voz cantas lluvias?» Pregunta, oficio femenino de escuchar la lluvia e interrogar el sonido de las gotas que caen, cantan.
Mientras la diosa primigenia:
«Nos anida en el útero».
En el Oficio femenino de anidar
«Pero siempre el deseo que nos impulsa al río…» dirían las náyades.
La poeta nos lleva río abajo, río arriba hasta el cielo que es otro río o mar adentro donde el río sigue siendo río y desemboca en el cielo inacabado.
Y siempre el Oficio femenino de aceptar el cielo inacabado…
Mientras el deseo avanza, animal sigiloso y feroz, que brilla con «escamas abiertas de colores» como un cocodrilo enamorado. Tal vez Zeus que ha sido cisne, toro, lluvia, sea también cocodrilo.
Regresemos a la catedral e imaginémosla como un cuerpo reclinado de mujer mirando al cielo, levantando la mirada luego de toparse con las epifanías terrestres de la belleza: «Nuestros ojos son atravesados por árboles de naranjas, campanas de lirios».
La catedral con su voz milenaria de mujer diría con la poeta: «Las mujeres acomodamos nuestros pezones / debajo de la blusa / y yo agregaría «y miramos al cielo».
Tal vez el agua lustral «nos ayude a terminar / el pedazo de cielo que falta».
«Amén a todo»
Ana María Hurtado
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