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Los restos del doctor Félix Pifano merecen estar al lado de los de José María Vargas en el Panteón Nacional.
Pifano nació en San Felipe, capital del estado Yaracuy, en mayo de 1912 y falleció en agosto de 2003. Huérfano de padre. Apasionado por la biología y el estudio de los fenómenos biológicos en el campo desde temprana edad, al graduarse de bachiller en el colegio lasallista de Barquisimeto presentó un trabajo sobre las serpientes ponzoñosas del estado Yaracuy. Desde entonces se registra su interés por los ofidios e insectos, además de otras especies. Le preocupaba, a su vez, el desvalido habitante del ambiente rural, el cual representaba más del 80% de la población de su Yaracuy natal y vivía en lugares insalubres, desasistidos, con alta desnutrición y una mortalidad infantil que superaba el 50%. La expectativa de vida era menor de 40 años. La gente moría con frecuencia de enfermedades infecciosas y campeaba la malaria, el Chagas, el tifus y las disenterías.
Pifano se trasladó a Caracas para estudiar medicina y se ayudó económicamente trabajando como pianista en el Teatro Principal, ejecutando melodías durante la exhibición de las funciones de cine mudo. Ejerció también como profesor de biología en un colegio de Los Teques. En julio de 1935, obtuvo el título de Doctor en Ciencias Médicas con una investigación tutorada por el doctor Enrique Tejera, titulada Contribución al estudio etiopatogénico y clínico del emponzoñamiento ofídico en Venezuela.
Siendo jefe del servicio de Medicina Interna del Hospital San Agustín de San Felipe, entre 1936 y 1939, no se limitó al trabajo intrahospitalario. Recorrió poblados y caseríos. Entendía que el laboratorio es la naturaleza, y que se requería de mucho ingenio para el conocimiento de las causas etiológicas de las enfermedades que asolaban a la población. Ahí descubrió disimilitudes entre la sintomatología e historia natural de las enfermedades que describían los textos clásicos franceses respecto a lo que padecían los venezolanos, por lo que se ocupó de desarrollar una medicina que entendiera la importancia de las particularidades idiosincráticas, culturales, geográficas y ecológicas –concepto este de ecología que para entonces no existía, pero que intuía–.
El doctor Enrique Tejera fue nombrado Ministro de Sanidad en 1936 y creó la División de Malariología, designando al doctor Arnoldo Gabaldón como director de dicha división. Pifano acompañó a Gabaldón a Costa Rica y al Canal de Panamá para conocer del trabajo de la Fundación Rockefeller sobre paludismo. A su regreso, meses más tarde, fue designado Jefe de Malariología de Yaracuy, contando con un laboratorio propio para el estudio de las endemias de la región.
En 1941 ganó el concurso para la jefatura de la cátedra de Medicina Tropical de la Universidad Central de Venezuela, y se hizo profesor titular. Pifano insistía en la necesidad de crear un Instituto de Medicina Tropical. Finalmente, en 1947, Rómulo Gallegos firmó el decreto de su creación, comenzando el glorioso período del estudio de las enfermedades tropicales en nuestro país.
Pifano proyectó la institución al mundo, con investigaciones sobre la schistosomiasis, tripanosomiasis cruzi y rangelii, parasitosis intestinales, toxocariasis, toxoplasmosis, y tantas otras, mereciendo premios, títulos y honores. Identificó una Leishmania brasiliensis, productora en Venezuela de un cuadro distinto al de la Leishmaniasis tegumentaria clásica, con poder antigénico distinto, y que ahora recibe el nombre de Leishmania brasiliensis pifanoi.
Contrastaban los resultados del trabajo del Instituto con los modestos presupuestos que recibía. No solo había talento, también disciplina, determinación, pasión, vocación, sin justificaciones por la precariedad de los presupuestos. Como él decía: “con una gran terquedad y una gran confianza en mí mismo para lograr los objetivos que persigo en breve o largo plazo”.
Creó la consulta de Endemias Rurales y laboratorios especializados, y formó un equipo de trabajo con alta capacitación docente y vocación investigativa. Muchos fueron enviados a diferentes latitudes para continuar su desarrollo y formación, para que al regresar ofrecieran respuestas a los requerimientos del país, principalmente para los desposeídos.
Pifano publicó más de 200 trabajos científicos, aportes invaluables para el conocimiento y el control de las enfermedades tropicales, venezolanas y latinoamericanas. Pero quizás lo más importante de su labor fue identificar la relación enfermedad-ambiente, la “patobiogeografía” de las enfermedades, concepto que los médicos incorporamos en nuestro razonamiento semiológico cotidiano y en las historias clínicas en los “antecedentes epidemiológicos”.
Como docente brilló en sus clases magistrales. Más de 16.500 médicos fueron sus alumnos. Con perfecta dicción y dominio del lenguaje impartía las clases. Caminaba por el auditorio de un lado a otro, reflexionando. Era sonriente, apacible. Iba de traje siempre gris y corbata. Era un hombre de pequeña estatura, algo abultado el abdomen, amplia frente, de pelo cano. Su postura y su caminar delataban sus dolencias lumbares, así como el cuello ladeado por alguna deformidad en su cervical.
Se dejaba uno absorber y transportar entre ciencia y experiencia en clases impregnadas de narrativa y de poesía biológica y científica, geografía, paisaje e historia viva, pasión e identidad con un pasado y un presente venezolano, con olor a tierra y vegetación. Sus clases impulsaban el compromiso con el enfermo y el desasistido del medio rural. En ellas se percibía el conocimiento del territorio de “nuestra Venezuela de estrechadas fronteras” –como solía decir–, cerro a cerro, río a río, enfermedad por enfermedad, población por población.
Gran conversador y siempre de buen humor, al maestro le gustaba tomarlo a uno por el brazo y caminar, a veces subiendo las escaleras hasta su laboratorio. Refranero, hablaba de ciencia, de sus viajes y travesías para las investigaciones de campo, de sus convicciones y afectos, de cosas sencillas y cotidianas. Nunca una mala palabra ni una descalificación. Pifano transmitía paz, motivación, respeto y cordialidad. Intolerante con la mediocridad, ferviente para el trabajo y sus resultados, enemigo de las justificaciones. Hablaba sobre las necesidades del país en cuanto a educación y desarrollo científico y de lo dignificante del ejercicio médico comprometido con el enfermo.
A principios de la década de los 70, Pifano intentó disuadir a un grupo de alumnos para que dejaran la toma estudiantil de la Facultad de Medicina. Se habían paralizado también las actividades del Instituto. El doctor y docente insistía en que no había revolución en el odio, en la mediocridad ni en el resentimiento –ese estado emocional pervertido, producto de una pésima noción de la justicia, negador del mérito y el esfuerzo–. Creía en el corazón, la superación, el trabajo, la tolerancia, el estudio, la creación y el compromiso de dar respuesta a las necesidades de salud de la población.
Recibió numerosos reconocimientos, a pesar de su resistencia a los elogios. Fue propuesto como padrino de numerosas promociones, pero solo aceptó dos, argumentando que era necesario estimular a nuevos docentes. Fue laureado en 1949 por la Academia Nacional de Medicina de París por sus trabajos en epidemiología de las enfermedades de los países cálidos. Recibió en 1953 la Orden del Libertador con el grado de Caballero, y después en 1970 con el grado de Comendador. También fue distinguido con la Orden Andrés Bello en su primera y segunda clase, y ganó el Premio Nacional de Ciencia que otorga el Consejo Nacional para Investigaciones Científicas y Tecnológicas.
Dirigió por más de 50 años el Instituto de Medicina Tropical, que hoy lleva su nombre, con ética, creando modelos de investigación y rindiendo al máximo los recursos disponibles. El principal legado del doctor Félix Pifano es su pasión por conocer y resolver las dolencias de nuestra población.
En la revista digital de la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Venezuela Vitae (N° 2) hay una estupenda reseña del doctor Félix Pifano. En ella se recogen estas palabras suyas:
“…me resisto a dejarme incorporar por la fuerza del averno, a esa órbita de la víspera declinante, lucero de la tarde. En un viaje, por cierto, sin retorno a la profundidad del espacio desconocido… Cuando llegamos a estas edades, sólo tenemos delante dos cosas: una, el tiempo, que va consumiéndose irremisiblemente; y la otra, la voz, que empieza a decaer como el sol disipa la niebla. Así, sentimos que un estímulo honra y dignifica, que toma en cuenta el tiempo que uno viene dedicando a una actitud que no he abandonado jamás: tomar como punto de partida el estudio de las dolencias de las regiones rurales del país”.
El maestro Pifano se fue a sus 91 años el primero de agosto de 2003.
Félix Pifano persiste como referencia vital para el abolengo médico. Es también un mito. Una presencia viva. Un ejemplo que nos acompaña y favorece. Su voz constituye un reto para un país en tiempos de destrucción. Un país que fue construido por gigantes como él con vocación, gracia y esfuerzo.
Samir Kabbabe
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