Álbum de familia

El hombre que se ahogó por voluntad propia

12/08/2021

Puerto de Tucupita, 1938. Fotografía de álbum familiar ©Archivo Fotografía Urbana

(Oh Dios) sé tú mi fiador;

¿Quién podría entonces apretarme?

(Job 17, 3)

 

 

Era abril y los bejucales

comenzaban a teñirse de un color

parecido a la cueva del pájaro hornero.

 

Había tomado tal decisión

y caminó hasta la orilla.

 

El agua dulce

rozaba la punta

de los pulgares de sus pies

 

y levantó los ojos

hacia la otra rivera,

donde el río terminaba

en una suerte de trazos

de musgo verde

 

que en realidad

eran altísimos mijaos

(Anacardium excelsum)

y ceibas

(Pentandra o speciosa), que hacían señales

corpulentas.

 

El río se ahondaba,

justo en el cantil donde estaba parado

 

y la masa de agua desplazaba

un espejo lento y quebrado

que abarcaba el cielo.

 

Allí comenzó a desvestirse:

primero la camisa

(desabotonando cada ojal),

agachándose para plegarla

 

después…

dobló el pantalón

justo en medio,

todo esto

hasta que cada prenda

tomó la forma

de un rectángulo de geometría nítida

 

junto al par de zapatos.

 

Entonces,

se arrojó

sobre el aire flotante del agua

y comenzó a girar sus brazos

como delgadas aspas

impulsadas

por una prehistórica determinación.

 

Nadó hasta el punto de no retorno,

en ese lugar donde no escuchas

los chasquidos al golpear la nata de la superficie

porque ahora formas parte de un algo enorme

que te gobierna con una letargia indefinible.

 

Mucho más allá, mucho más lejos

sobresalía la punta de una roca negra

muy lavada

que debía ser la cima

de una montaña sumergida,

enterrada tan bien

en el fondo del cauce

 

que hasta el río nunca logró mover

aquella roca,

a pesar de su mole líquida

que la embestía

devolviéndose y creando, la boca abierta

y la garganta profunda de un remolino

que tragaba arracimadas

islas de vegetación florecida,

descomunales ramas

y caballos como globos, o vacas infladas

por una contenida pestilencia.

 

Era imposible volver a regresar,

era imposible regresar.

 

Cuando llegó al cono negro y rocoso

descansó en él

con el brazo izquierdo

y enjuagó el rostro con la otra mano.

 

Resultaba tan evidente el sonido del remolino

 

su deglución atronadora

 

que criba el aire

 

en un vórtice de aguas enfurecidas

hacia lo más hondo.

 

Al final de la espiral de todo remolino

siempre hay un círculo

que se muda de un sitio a otro,

y el sitio permanece seco

 

en ese espacio tan pequeño

de la tromba

 

se pueden escuchar los mujidos

y lo quebrado

que se desgarra

por la fuerza del hacha cristalina.

 

Se acercó más a la punta de la roca negra

y se abrazó a ella

esta vez para enjuagarse de nuevo la cara

y otear sobre el espejo viajero del río.

 

Al parecer una falca de buen calado:

lo había divisado a la distancia,

logró verlo

 

y la embarcación se acercó peligrosamente

 

los motores rugían como animales

sumergidos

cuando la popa de la falca se ladeaba

atraída hacia la obscura circunferencia.

 

Y los tripulantes de la falca caminaron

asombrados por la borda

 

esa que daba hacia el lado

donde el hombre se encontraba

 

esquivaron más de diez tambores de gasolina

que era el combustible de la remota travesía.

 

Y se aproximó un grupo de la tripulación

con ojos tristes

 

y le dijeron llenos de piedad:

 

Señor, por favor, acérquese,

deme su mano, súbase a la falca.

Aquí lo vestiremos de nuevo,

¡acompáñenos!

lo invitamos a este viaje sin pagar nada;

habrá comida

y un aguardiente acanelado.

 

Todo eso y panes muy dulces

le mostraron desde la borda

 

para entusiasmarlo a seguir viviendo.

 

El hombre se impulsó dos brazadas

hacia la falca

sujetándose de un filo de la embarcación

 

y con la otra mano gesticulaba, respondiéndoles:

 

¡No!, no, sigan, sigan, el remolino está furioso

y si los motores fallan, la falca podría naufragar.

Continúen, yo no quiero renunciar a este borde.

Mi aliento se agota.

En el remolino tengo un lecho.

A sus aguas correntosas pertenezco. 

Él es mi padre y los peces mis hermanos.

 

Las caras de los tripulantes

estaban lívidas a pesar de su piel trigueña.

 

Lívidas las tenían, porque se habían lavado con el miedo.

 

Así que, el patrón de la falca miró al motorista

y le ordenó que siguiera adelante

por el aire denso, denso como el río.

 

Conforme se alejaban

la cabeza de aquel hombre

se veía que bordeaba lo pequeño.

 

Del curso de las aguas

saltó una sardinata:

un pez grande y plateado

como un punto de luz enceguecedor.

 

Y antes de arrojarse

 

el hombre dijo para sí

unas palabras inescuchadas:

 

Bajo al oscuro centro

de este mundo sin temor,

ya no habrá mayor dolor

como el de seguir viviendo.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo