Fotografía de Juan Luis Landaeta
Para Diana y Jacobo.
I
Una gran nevada sirve para caminar con impunidad por las calles desiertas. Como una osadía, apropiarse del espacio que regularmente ocupan y amenazan los automóviles. Basta con darse cuenta de que el rayado está bajo tus botas para agradecer la excepción.
Las nevadas no caen de un solo golpe. Hay una sucesión de cambios perceptibles en el ambiente que las anteceden. El cielo se aclara durante la noche. Luego estalla la tormenta.
Con frecuencia se olvida que también se trata de una precipitación, como la lluvia. Así que cae, insiste, muta, se interrumpe. Genera lapsos de pausa o se envilece. Persevera sobre ella misma y suma estragos a la jornada. Un carro que tenga estacionado más de 12 horas será un buen testimonio de ello.
A veces cae una ráfaga que sacude las ramas y avanza directa hacía el suelo, otras, lentamente acumula unos centímetros de escarcha en cualquier cosa que se le atraviese en la intemperie, como manipulándolas.
II
Avanzar así exige las destrezas de caminar en la arena. Con la misma dificultad y el mismo cuidado. Es difícil. Se temen resbalones, caídas o torceduras de tobillo. Es muy fácil equivocarse calculando la profundidad del próximo paso. Requiere un esfuerzo mayor al corriente. Sin dudas, lo que más conviene es subir mucho los pies y dar un paso a la vez. Ese detenimiento excéntrico también es un aparte. En Nueva York es imposible ir tan lento en un día cualquiera.
III
Howard Sounes, en su famosa biografía de Bob Dylan, citaba los recuerdos que el cantante tenía de las furiosas nevadas que presenció durante su infancia. Decía que la nieve generaba en él ciertos estados de hipnosis, alucinando con la idea de que dos o tres días se vieran perfectamente igual desde su ventana. Un paisaje anulado por la blancura total, donde el tiempo no pasa.
Uno busca en los detalles de la naturaleza datos que atestigüen el movimiento. La nieve los borra. Cualquier episodio mental es una continuidad del presente, derramado por encima de la sala, los bordes de las alfombras, los lápices del escritorio. Todas las cosas exhiben su intimidad con la inercia.
¿Hacia dónde se expande el continuum de estas noches con un contraste tan firme? Todo está o no está. Sin grises. El frío nos aleja de las cosas, somos (apenas) quien las contempla.
IV
Las gotas de lluvia, al mínimo contacto, son todas iguales: inidentificables. Con la nieve no pasa lo mismo. Si la chaqueta que se carga es oscura o se tiene suerte con la palma abierta, se pueden diferenciar los copos, así sea por segundos. Sus formas posibles, esa geometría, que conforma una identidad hiper reproducida en miles de objetos decorativos. No importa cuantas veces ocurra, sigo sin entender cómo se forma ese dibujo de líneas paralelas, angulares, a veces hexagonales.
V
La nieve es distinta en Manhattan a lo que se puede ver dentro del Central Park. En la ciudad se ensucia rápido, o cientos de tractores la compactan en los bordes de las aceras. En el parque está como cayó. Es una nieve silvestre.
Todos los puentes, banquillos, cercas, columnas y reposos tienen encima una película, un contraste entre su superficie y la perspectiva del fondo que reafirma su peculiaridad: son todas cosas del Central Park. Un ornato con linaje propio. Parecen imágenes impenetrables, pruebas de un mundo remoto. La perspectiva de los árboles y el silencio. Su trama. Son todos síntesis de una civilización.
Cuando nieva no se patina sobre hielo. La gente opta por lanzarse en trineos improvisados, tapas de plástico o tablas por la misma colina donde en apenas unos meses estarán corriendo detrás de una pelota, sobre grama.
Hasta el más reacio se suma a la fascinación por esta materia. A escondidas, no falta quien inclinándose, haga con sus manos vuelo rasante por ese algodón aparente, quemándose un poco las yemas de los dedos. Algunos hunden su puño exprimiéndola, como si fuera barro o no fuera hielo. Otros, claro, hacen bolas y las tiran. El tutelaje se pierde. Padres e hijos quieren hacer lo mismo: descontrolarse. No hay instrucciones para jugar o desenfadarse en la nieve. Acaso advertencias. Ninguna autoridad.
También hay quienes esculpen. De hecho, un pulpo, un cisne y un súper muñeco de nieve fueron noticia en redes sociales durante la temporada. Se trata de autores anónimos que legan memoria a la ciudad. Hay personas que acuden a esos sitios con la única misión de retratarse al lado de esos animales efímeros.
VI
Experiencias en espacios imposibles: pararse encima de un lago.
VII
Una rata veloz se aventura entre un arbusto que se abre paso entre capas de nieve. Un hombre fuma tranquilo en un puente cercano, sin mascarilla. Se queda allí, apoyado en la parte más pronunciada de la curva, mientras otros pasan y casi todos, se resbalan o patinan, voluntaria o involuntariamente. Desde un extremo, una muchacha toma fuerza, se impulsa y arroja, consiguiendo desplazarse unos metros, con las botas y las manos procurando equilibrio con el resto del cuerpo, surfeando. Patina sobre el hule de sus botas. Verla es divertido. Más allá, alguien se cae tomando una foto, se pone de pie y se vuelve a caer al instante.
VIII
Capturo tres pinos solos. Todo el suelo obedece al supuesto silencio de las cimas. Cada ser está situado en su cifra. Entiendo que al agitarme dejo huellas, pero no me importan.
IX
Cada cuerpo que se atraviesa ante mi cámara está desempeñando un rol. Es un actor. El sujeto que corre es un corredor bajo la nieve. Todos sus movimientos están articulados, así sea para mi fotografía.
X
Todo este hielo pronto será un río. Acaso ya lo sea y yo tenga frente a mí su pasado.
Juan Luis Landaeta
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