Telón de fondo

El gran Moctezuma se presenta ante Cortés

01/04/2019

«Entrada de Cortés a México», litografía a color de la editorial Kurz and Allison (1892)

Debemos a Bernal Díaz del Castillo uno de los escritos testimoniales más importantes de la lengua castellana. Soldado de la expedición que inicia la dominación de México en el siglo XVI y hombre de pocas letras, escribe la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España como reacción ante las exageraciones que circulaban sobre las correrías españolas en América, especialmente para refutar las hipérboles incluidas en un volumen célebre en la época, la Historia General de las Indias, redactada por Francisco López de Gómara. Bernal siente que no puede competir «con la gran retórica de Gómara», alabada en los salones cultos, pero deja como legado uno de los aportes más pormenorizados y hermosos sobre el encuentro de los mundos que se produce en ese tiempo. Acudimos ahora a sus páginas, para que describan la escena en la cual se reúnen por primera vez dos personajes de trascendencia en el grande y terrible suceso que está empezando entonces: Moctezuma Xocoyotzin, tlatoani de México, y el capitán invasor Hernán Cortés.

Antes de llegar a Tenochtitlan, Cortés ha conseguido el apoyo de comunidades indígenas que sufren la opresión del imperio azteca y se ha hecho de la manera de comprender su lenguaje gracias al aporte de doña Marina, llamada La Malinche por la posteridad, india principal que será compañera doméstica y puente para el entendimiento de la cultura que pretende dominar. Pero no tiene conocimientos exactos del trance que le espera. De allí que, como toda su tropa, viva un cerco de expectativas que no le permiten conciliar el sueño. El señor de la gran ciudad ha enviado emisarios para saludarlo, con presentes ricos y atractivos, objetos nunca vistos por los coraceros blancos, pero puede ser un gesto amistoso del cual no conviene fiarse debido al poderío que sostiene su autoridad. Con tales prevenciones, confirmadas por las pocas fuerzas que dirige contra los guerreros del antiguo México, orienta sus pasos hacia el centro del poder del personaje más importante que se ha atravesado en su aventura.

Guiados por Bernal Díaz del Castillo, volvemos a los pormenores del encuentro. Este es el primero:

Vinieron muchos principales y caciques con muy ricas mantas sobre sí, con galanía y libreas diferenciadas las de los unos caciques a los otros, y las calzadas llenas dellos, y aquellos grandes caciques enviaba el gran Montezuma delante a recebirnos; y así como llegaban delante de Cortés decían en sus lenguas que fuésemos bien venidos, y en señal de paz tocaban el suelo y besaban la tierra con la mesma mano. Así que estuvimos detenidos un buen rato, y desde allí se adelantaron el Cacamacan, señor de Tezcuco, y el señor de Iztapalapa y el señor de Tacuba y el señor de Cuyoacan a encontrarse con el gran Montezuma que venía cerca en ricas andas, acompañado de otros grandes señores y caciques que tenían vasallos.

Después hace su aparición el esperado personaje:

Se apeó el gran Montezuma de las andas , y traíanle del brazo aquellos grandes caciques debajo de un palio muy riquísimo a maravilla, y la color de plumas verdes con grandes labores de oro, con mucha argentería y perlas y piedras chalchihuis, que colgaban de unas como bordaduras, que hubo mucho que mirar en ello; y el gran Montezuma venía muy ricamente ataviado, según su usanza, y traía calzados unos como cotaras, que así se dice lo que se calzan, las suelas de oro, y muy preciada pedrería encima en ellas; e los cuatro señores que le traían del brazo venían con rica manera de vestidos a su usanza, que parece ser se los tenían aparejados en el camino para entrar con su señor, que no traían los vestidos con que nos fueron a recebir; y venían, sin aquellos grandes señores, otros grandes caciques  que traían el palio sobre sus cabezas , y otros muchos señores que venían delante del gran Montezuma barriendo el suelo por donde había de pisar, y le ponían mantas porque no pisase la tierra. Todos estos señores ni por pensamiento le miraban a la cara, sino los ojos bajos e con mucho acato, excepto aquellos cuatro deudos y sobrinos suyos que le llevaban del brazo.

Estamos ante la descripción de un desfile organizado con meticulosidad para el enaltecimiento de la figura central, con cortesanos de primer escalafón y con miembros de la nobleza de la sangre, si confiamos en la fidelidad de la crónica y pensamos en las comparaciones que el autor debe hacer con las jerarquías y las solemnidades de las monarquías europeas.

Después de la magnífica puesta en escena ocurre el encuentro entre las cabezas de las expresiones primordiales de las sociedades que jamás se habían topado. El capitán de una maltrecha expedición observa cómo se aproxima un individuo que atrae la plena atención de los circunstantes, la figura estelar:

E como Cortés vio y entendió e le dijeron que venía el gran Montezuma, se apeó del caballo y desque llegó cerca de Montezuma, a una se hicieron grandes acatos; el Montezuma le dio el bien venido, e nuestro Cortés le respondió con doña Marina que él fuese muy bien estado. E paréceme que el Cortés con la lengua de doña Marina, que iba junto a Cortés, le daba la mano derecha, y el Montezuma no la quiso e se la dio a Cortés; y entonces sacó Cortés un collar que traía muy a mano de unas piedras de vidrio, que ya he dicho que se dicen margajitas, que tienen dentro muchas colores e diversidad de labores, y venía ensartado en unos cordones de oro con almizcle porque diesen buen olor, y se la echó al cuello al gran Montezuma; y cuando se lo puso lo iba a abrazar, y aquellos grandes señores que iban con el Montezuma detuvieron el brazo a Cortés que no le abrazase, porque lo tenían por menosprecio; y luego Cortés con la lengua de doña Marina le dijo que holgaba ahora su corazón en haber visto un tan gran príncipe, y que le tenía en gran merced la venida de su persona a le recibir y las mercedes que le hace a la contina. E entonces el Montezuma le dijo otras palabras de buen comedimiento, e mandó a dos de sus sobrinos de los que le traían del brazo, que eran el señor de Tezcuco y el señor de Guyoacan, que se fuesen con nosotros hasta aposentarnos: y el Montezuma con los otros dos parientes, Cluedlauaca y el señor de Tacuba, que lo acompañaban, se volvió a la gran ciudad, y con él todas aquellas grandes compañías de caciques y principales que le habían venido a acompañar; y así tuvimos lugar nosotros de entrar por las calles de México sin tener tanto embarazo.

Todo sucede, dice Bernal Díaz del Castillo, «a ocho días del mes de noviembre, año de nuestro Salvador Jesucristo de 1519 años. Gracias a nuestro Señor Jesucristo por todo». Escribe ya muy viejo, desde la paz de una encomienda que por sus servicios bélicos se le concede en Guatemala. Solo quedan vivos cinco compañeros de su hueste de quinientos cincuenta soldados. En el libro, considerado por el historiador escocés William Robertson como «uno de los más singulares que se pueden encontrar en lengua alguna», no puede afirmar que no solo debe gratitud a su Creador por las recompensas de la vida y la tierra, sino también a la ingenuidad del anfitrión que recibe a sus verdugos en las afueras de Tenochtitlan.


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