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La historia es gelatinosa. Vibra. Se mueve al gusto de la memoria. Se revisa. Se borra muchas veces. La historia es una mosca que ronda y disfruta los olores de un manicomio o una cárcel. Quien trabaja agarrado a las andanzas de quienes hacen la historia, termina siendo parte de una biografía, porque éstas, las ajenas, también son las nuestras. Por eso dejan de ser extrañas y se transforman en personajes íntimos, en sujetos familiares, trajeados a la medida de los retazos de nuestra paranoia, tan visibles que se vierten en literatura, en voces demenciales, deshilachadas en la medida en que construyen el andamio espacio temporal donde habitan.
Un novelista es –en consecuencia– un paranoico. Un mosaico patológico, como lo es quien resume su tiempo en viajar al pasado y luego instalarse en el presente inmediato. Una patología signada por la mentira, la imaginación, que viene siendo lo mismo: un juego con la gracia y la desgracia.
“El gran farsante” (Eda Libros/ Colección Los días terrestres/ narrativa. Benalmádena, Málaga, España, 2017), del venezolano Luis Carlos Azuaje (Maracay, 1983), es el registro y sus consecuencias de un evento visual, televisivo, “perfománcico”; un testimonio que por un momento deslució la juramentación del presidente de una república cuyo apellido descansa en los hombros de un héroe casi borroso de nuestro mapa afectivo.
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Un flashback fija al lector en una celda donde cuelga el cuerpo del periodista y político de los años 60 Fabricio Ojeda. En las mismas líneas iniciales, el cadáver descompuesto de Alberto Lovera en una playa del oriente del país o el de Donato Carmona, fijados en las páginas de los diarios de una época casi olvidada. Tres referentes que permiten avizorar lo que significa estar contra el poder, contra un poder, contra todo poder. El tiempo descorre una cortina para testimoniar lo que más adelante será la crónica de un sacrifico colectivo: Venezuela como telón de fondo de un gobierno tragicómico con una dosis de verborrea delirante: la herencia, el legado: Hugo Chávez dejó el país en manos de Nicolás Maduro, quien, en su más abultada conquista política, en el viejo Palacio Federal, es abrazado sorpresivamente por un joven quien luego es sometido y llevado a prisión. Jendrick –que así gritó su nombre– es Junior Mata en la novela del joven narrador Luis Carlos Azuaje, quien escribe un relato en el que se cruzan tiempos y anécdotas, espacios y tonos en los que el lector descubrirá a un primo novelista que dará mucho de qué hablar de continuar en este oficio de largo aliento.
El personaje, en su febril testimonio, acompañado de un grupo de alocados soñadores, inventa “La máquina de hacer churros”, la metáfora de una conspiración contra los medios de comunicación, responsables –apuntan sus apuestas “ideológicas”– de todos los males según la fijación de quienes dejarán un rastro de travesuras que se convierten en locaciones peligrosamente provocadoras.
Junior, suerte de travesti de la realidad, es convocado por el narrador para que forme parte de su historia. Azuaje se vale de esas travesuras para armar el tinglado en el que aparecen la espontánea interrupción a la torera del certamen de Miss Venezuela, la toma de la imagen de la Divina Pastora, entre otros relampagueantes sucesos, parecidos a aquellos “desnudos fugaces” que se convirtieron en la delicia de calles y algunos periódicos. Los más recientes “fugaces”, acometidos por Mata y sus compinches, servirían de ensayo para intervenir en la juramentación de Maduro como presidente de la innombrable república bananera de Venezuela.
El lector es testigo de la realidad que suele ser menos sólida que la ficción: a través de esta obra será la locura de un joven que construye todo un mundo de ilusiones descorridas al final de la novela. Quien se entregue a estas páginas será parte de un engaño, será timado por el narrador. Será también ficción de una realidad acontecida, atestiguada y registrada en la agenda cotidiana. Todo lo que ha contado forma parte de una farsa extraída de una verdad incuestionable. Así como el personaje es un farsante, el lector termina siendo también una farsa, como lo es el país que habita y las políticas de las cuales es víctima.
Se trata de un relato en el que la sicología se suma a la tesis de la política, pero en la que las víctimas (lectoras o no) de la “realidad” han pasado a formar parte de una puesta en escena sin dirección.
La imaginación de Junior Mata desnuda al lector, lo usa a su antojo. Luis Carlos Azuaje ha entrado con buen pie con esta novela: cuenta, relata con soltura una historia en más de doscientas páginas por las que vemos pasar un país de cuya trágica historia actual somos blanco de civiles y militares apelmazados por la neo-verba denigrante y criminal de un gobierno que se somete a sus propios monstruos.
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No deja de pasearse la historia por las cárceles, el ambiente dominado por los pranes, esa creación conformada por retazos psicológicos extraídos de un manicomio bien pensado por los artífices de un estado de cosas elaborado con mucha antelación mediante la llamada “teoría o tesis del caos”.
Las argucias de quien hace de ministra de prisiones, reflejo de lo que los medios oficiales ocultan por miedo, temor: censura y autocensura. Es una novela en la que, en medio de destellos de humor negro, el lector es informado acerca de relatos poco conocidos por los alucinados del populismo.
Junior Mata es una representación. Un icono que metaforiza el país, que devela lo que ya ha sido develado por otras vías. La novela es el instante televisivo alargado por
intervalos en los que el personaje cuenta la vida de otros. El tejido de la escritura no deja vacíos: los personajes sin ocultamientos representan la crónica enmascarada de un estado de cosas que han hecho de un país el ejemplo de lo que no se debe hacer. Es una novela, como toda creación, donde la política (no la Política) suscita la conclusión para desarmar a la institucionalidad colectiva e individual. Es el país del delito. Es el país de la farsa personificada en un sujeto, que de la noche a la mañana pasó de ser un ser anónimo a un protagonista mediático. Luego, un reo de justicia, de cuya inteligencia (la farsa en la novela) emergen todas las conspiraciones que, al cierre de las páginas, resultan una gran mentira.
El personaje es una “fábrica” de pequeños demonios que se convierten en la atracción tanto del gobierno como de un editor que quiere dar a conocer las alocadas aventuras de Mata. Es decir, un relato que se fagocita en la novela, pero como parte de una gran farsa, como toda creación en la que abundan los más indecibles desechos de un paisaje que se desmorona.
Azuaje ha escrito una novela en la que la metástasis de un cáncer es la representación de un video que se hizo testimonio de lo que seguimos siendo: una gran farsa.
La historia sigue su curso movedizo. Aún no ha terminado.
Alberto Hernández
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