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En abril de 1836, el Congreso decretó que el Escudo de Armas de Venezuela sería como lo conocemos hoy, con mínimas variantes. La comisión nombrada por la Cámara de Representantes desechó los delirantes esbozos anteriores y, tras recibir la asesoría del diplomático británico sir Robert Ker Porter, experto en heráldica, y el pintor Carmelo Fernández, establecieron que el nuevo y definitivo escudo llevaría “los colores del pabellón venezolano en tres cuarteles”. El de la derecha sería rojo y exhibiría “un manojo de mieses, con tantas espigas cuantas sean las provincias de Venezuela, simbolizándose a la vez la unión de éstas bajo su sistema político y la riqueza de su suelo”. El de la izquierda, amarillo, luciría “armas y pabellones enlazados con una corona de laurel”. El tercero, azul, contendría “un caballo indómito blanco, empresa de la Independencia”.
“El escudo”, remataba el decreto, “tendrá por timbre el emblema de la abundancia que Venezuela había adoptado por divisa, y en la parte inferior una rama de laurel y una palma atadas con giras azules y encarnadas, donde se leerán, en letras de oro, las inscripciones siguientes: Libertad – 19 de abril de 1810 – 5 de julio de 1811”.
Al dar inicio a su periplo como república soberana, tras la guerra de Independencia, la nación fijó como divisa la abundancia. No la valentía, el heroísmo, la capacidad de sacrificio, la peripecia andariega o la devoción por las armas. Nada de ideales tísicos, vestales macilentas ni coroneles en los huesos. El país naciente, harto de guerra y sobresaltos, dejaba claro en su escudo que ahora convocaba las vacas gordas. Venezuela quería hartarse después de tantas penurias.
En 1863, –nosotros, siempre perdiendo el tiempo y los presupuestos en zoquetadas–, se derogó el decreto de 1836 para que, en lugar de “Libertad” pusiera “Dios y Federación” que, en vez de azul, la cinta que amarraba las ramitas fuera amarilla, el color de los federalistas, y alguna fruslería más. Pero quedó refrendado que el escudo tendría “por timbre el emblema de la abundancia”. En marzo de 1905, el general Cipriano Castro consideró que todo empezaba con él y mandó a cambiar el orden de los colores en el escudo, reemplazó la fecha de la Constitución Federal (28 de marzo de 1864) por la de la libertad de los esclavos (24 de marzo de 1854). Pero hubo una certeza que no alteró: “El Escudo tendrá por timbre el emblema de la abundancia…”.
En julio de 1930, como si no hubiera asuntos más apremiantes sobre los que legislar, se aprobó otra ley que convertía en tricolor la citada cabuyita que había sido azul y luego amarilla, o algo así. Se mandó a reescribir los textos y se dejó bien claro que: “El Escudo tendrá por timbre en su parte superior el emblema de la abundancia, con dos cornucopias vueltas para abajo, llenas de frutas y flores de los países fríos, templados y cálidos”. A cien años de la muerte del Libertador, el escudo cerraba el puño, liberaba el índice y el meñique y le decía: ¡guillo! a las epopeyas empobrecedoras, a los entierros con camisa prestada, a las sombras románticas que vagaban por el siglo 19 ojerosas y macilentas. Qué va, mijo, lo de nosotros es cornucopia pareja. Bien lejos con la miseria y la comida alcanzada.
Como Ulises, después de Troya, el país ya tenía suficiente de refriegas y escaramuzas. Quería disfrutar las delicias del hogar, un hogar donde no faltara nada, donde todo el mundo vistiera a la moda y la nevera estuviera full.
El país negociaba, sin disimular su fastidio, nuevas combinaciones en el escudo, enmiendas en las proclamas, parcelas en el Panteón, pero el timbre, con ese no te metas, el timbre es el de lo mucho, lo rebosante. Lo estrambótico, se decía en Maracaibo cuando la ciudad estaba viva. En 1953, la Asamblea Constituyente acordó cambiar el nombre de “Estados Unidos de Venezuela” por “República de Venezuela”, y, en febrero de 1954 una resolución presidencial modificó los símbolos patrios. Al escudo de armas le revolvieron otra vez los colores, le acomodaron los muñequitos, pero el timbre, “como símbolo de la abundancia”, tendría “las figuras de dos cornucopias entrelazadas en la parte media, vueltas hacia abajo…”. Las letras, por cierto, seguían siendo de oro. No de cartón. En marzo de 2006, Chávez ordenó a su Asamblea Nacional que le hiciera unos símbolos patrios a su medida. Más bien, a la medida de su hija, quien, según aseguró el jefe del Estado, en cadena de radio y televisión, había observado: “papi, por qué ese caballo está mirando para atrás…”.
Desencamaron al heraldista Fabio Cassani Pironti y le advirtieron que el caballo ahora tenía que galopar a la izquierda. En cuanto al timbre, “como símbolo de la abundancia tendría las figuras de dos cornucopias entrelazadas en la parte media, dispuestas horizontalmente, llenas de frutos y flores tropicales…”.
Pero esta vez la abundancia se trasmutó en ficción. En nostalgia. Al mudar de ruta, el caballo Barbarazo arrasó con todo.
Por eso suelo llevar esta foto en la cartera. A veces, me meto detrás de una puerta para sacarla y sobarla. Qué tiempos aquellos, cuando el gesto del echarle garra al obsequio, -como se decía al condumio de las fiestas-, era más rápido que el ojo humano; y, desde luego, más raudo que la capacidad de registro de los antiguos rollos de película para cámaras fotográficas, al punto de que la mano de Alcira B., la secretaria que vendía ropa a crédito en el Ministerio, aparece borrosa, tal es la agilidad conque, balancín endemoniado, va de la bandeja al plato.
Los niños, como Adolfo José, el hermano menor de la novia, que aquí espera a que se abra un resquicio para acercarse al mesón, aguardaban con impaciencia, pero tranquilos porque sabían que en la cocina había más. Mucho más. Algunos se servían como para tres albañiles, “es que es para mí y para mi mujer”.
En esta imagen, del Archivo Fotografía Urbana, el flash fue a rebotar en un bombillo. El resultado es una especie de aura admonitoria, una Casandra de luz, que nadie atiende, que más bien incordia. El aspic, tembloroso porque sabe que no durará mucho indemne, refleja de retruque el destello, con lo que la gelatina, de suyo suave y complaciente, adquiere un brillo perverso como los ojos de ciertos vigilantes nocturnos. Nada tan inquietante como atisbar el exceso desde el desierto, es como el adolescente que ve golpetear la persiana del cuarto de la muchacha. No había entonces nada grotesco en la abundancia ni en acudir a su llamado repartiendo codazos y adelantándose con un cuchillazo a la presa del vecino. Era lo natural. ¿No lo instituía el escudo? Aún lo hace, por cierto.
Milagros Socorro
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