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La noche puede tomar
la forma de un caballo,
de pie
durante horas y horas, suficientes
para ver sus ojos: los orificios
por donde cada órgano resplandece
en el terciopelo electrizado
de miles de constelaciones
arracimadas y sanguinolentas.
El caballo es para mí «lo uno»
del que Platón habló a sus discípulos
en un lugar
que habría podido ser:
casa, establo o palacio.
Pero en definitiva fue el encuentro
con esa naturaleza que nos hechiza,
porque la noche reina sin variar
el color de su piel
manchada de tinta negra
sobre el mesón del talabartero mayor,
que es el único insomne
que conoce los secretos
sobre cómo construir aperos,
refrenos, libertades,
y llevar al caballo azabache
calmoso
entre ruidos metálicos
hasta el lugar donde abrevará
en unos potreros constelados,
para saciar el deseo de perdurar
y perdurar de una estepa a la otra:
y es que las llanuras del cosmos
no terminarán nunca.
Igor Barreto
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