Fotografía de CLAUDIO REYES | AFP
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La política tradicional, tal como la conocemos, está desapareciendo. El siglo XXI ha enseñado una nueva forma de hacer política que haría estremecer a aquellos líderes de investidura intachable, flamantes de trajes sobrios y verbo honorable. Todo cuanto nos conmueve en lo que va de nueva centuria da cuenta de la progresiva desaparición de esas figuras que desplegaban una mezcla moderna de nobleza y liberalidad, entalladas en la confianza plena sobre un futuro de igualdades. Ya no están o apenas se ven unos pocos, desarticulados y desencajados, ineficientes, en medio de una realidad que exige otras habilidades para llegar al poder.
Nos han empujado hacia los extremos, obligando a tomar partido por polos que no necesariamente representan lo que pensamos. Una especie de urgencia ideológica sin tiempo de reflexión. Si no eres de un lado, eres del otro, sin alternativas. Las izquierdas acusan de derechas a quien les discuta o contradiga, y allí van a dar liberales y dudosos, centros y demócratas, o quien sea, incluso los que siempre hemos sido de izquierda, esa que hoy ya no existe. Ha sido la jugada de la acusación; eres el enemigo si no estás conmigo, paradoja insalvable que semeja un mensaje evangélico: si estoy con Dios, quién contra mí. Al otro lado de esa acusación van a dar todos. En ese infierno de infieles imperialistas arden los que piensan diferente, sin oportunidad de argumentar nada. Esta derechización del otro acabó por refundar a la derecha, especialmente en América Latina.
Todo forma parte de una estrategia, como aquel verbo honorable y los trajes sobrios. El extremismo político de este siglo no es un resultado insoslayable de décadas perdidas en cegueras clientelares. Ha sido una maniobra oportuna y eficaz que nos lleva a tomar partido entre dos opciones, tal como si no hubiese otras. Inmensas palas mecánicas de ideología barren los centros y las diferencias, arrastran todo hacia uno y otro lado. Los extremismos ideológicos del presente han aplastado los pensamientos críticos, las alternativas, las terceras vías. Es la sal regada en el campo para que nada vuelva a crecer.
Conviene esto, y mucho, a aquellos que no poseen mayores herramientas políticas. En sus miserias solo se asoma el terror a quien les desnude; por ello sepultan la disidencia, evitan el debate, viven de la acusación. Los discursos de los extremos solo argumentan en su beneficio, y no para la demostración. Aquí las ideas duran segundos y se esfuman ante el huracán del pragmatismo. Es el tiempo de las consignas, del grito, del vacío en la palabra, de la fuerza de la imagen. Hoy las consignas solo son un imaginario sin tiempo, un sello que acompaña un meme o se eleva en una pancarta sin mayor intención que la de ser visto, y cuyo significado real no importa.
La política de este siglo no se detiene en la formación del pensamiento; de hecho, no se detiene en nada. Va al ritmo de aplicaciones digitales, del consumo de la imagen, de la fugacidad de un bit. Su grandilocuencia se reduce a cierto límite de caracteres. Esta forma de hacer política tiene el anonimato de un gif y se hace multitudinaria con un like. Su poder de convocatoria sube y baja según las visitas a una página. El tiempo de la política ya no es el que conocíamos; el trabajo con las bases ha sido sustituido por algoritmos que conocen las preferencias de los electores en tiempo real, es decir, ahora, ya. Para la convocatoria de los extremismos, lo efímero de la virtualidad es el nutriente perfecto, la clave para evadir y no pensar. El que piensa es execrado hacia el centro, hacia el vacío de significados decretado por los polos.
El siglo XXI es el de la inmediatez política, días de premura en detrimento de proyectos a largo plazo. Sus proyectos solo enlistan objetivos de poder y borran a la sociedad de sus metas. Con ese vértigo van tropezando todos, en caída libre hacia los extremos. Un manto de ilusión ha borrado la importancia del tiempo, y ya nadie cree en el largo plazo, en el esfuerzo sostenido, en el paso de los años para lograr metas. Todas condiciones de la política tradicional. Ningún proyecto de larga duración sobrevive al vértigo extremista. No hay lugar para la reflexión, para la advertencia frente al despeñadero. Al vacío van condenados en carrera inexorable hacia algún extremo por el peso de su masa. La gravedad que acelera esa caída tiene la fuerza de la exclusión.
Los extremos excluyen y uniforman el pensamiento con códigos de identidad que satisfacen carencias de aceptación, pero no resuelven los problemas de la desigualdad; por el contrario, los profundizan, apuntan a la desigualdad como estímulo para tomar partido. Se trata de ser antípodas, siempre opuestos. Ser el contrario del otro. Mientras se pregona la equidad se aplastan los matices. Condenar la diferencia en medio de lemas de igualdad equivale a rechazar la alteridad. En ese éxtasis del desprecio por el otro se fundan supremacismos que dividen, separan, hieren, discriminan. Mientras el mundo grita por la inclusión, la consigna pugna por el uniforme. Es la contradictoria metáfora de los nuevos fascismos: luchas contra el odio y odias al luchar.
A la fuerza, lo que va de siglo enseña que la política ha cambiado, y con ella sus liderazgos. No sobrevive quien se disponga a procesos de transformación, sino aquel que destruye a su enemigo. Y por eso conviene tener al enemigo siempre enfrente. Polarizar es una estrategia en la que solo puede haber dos, nosotros y los otros. Si hay un polo debe haber otro; es una ley de la física que se ha convertido en mecánica política. Para polarizar a la sociedad ha bastado con convocar descontentos, hartazgos y desigualdades, señalar al contrincante y obligar a que señale hacia este lado. Los líderes de estos tiempos brillan en este juego de improperios. Juntan masas, satisfacen sus ansiedades y estimulan rabias en insultos que se alucinan en colectivo. Chávez, Trump, López Obrador, el peronismo o Bolsonaro, son ejemplos que rompen con los estilos de un pasado tan cercano como decadente. La política con estética de diálogo ha sido derrotada.
Destruir, romper, dañar, incendiar. La ira contra la realidad es una travesura que se confunde con manifestación política. Y la realidad es una travesura que se confunde con la ira. Como en el «Cambalache» de Discépolo, todo es confusión, mezcla, opacidad. En los extremos yace aquello que la pala mecánica arrastró, como un alud, enmarañado en el vacío de las consignas, en el grito uniformado, en esa voluntad diluida por intereses mayores. Prender fuego a todo es un burdo intento de opinión política, cuando en realidad es el éxito del extremismo, actuar sin pensar, servir a otro sin saberlo.
En medio de generaciones con adolescencia sin fin, las militancias se sustituyen con followers. Ellos encarnarán la participación política del futuro, el voto de las décadas por venir. Se saben en sociedad por hallarse suscritos a redes tecnológicas que les conectan globalmente, tanto como les encauzan ideológicamente. Se alucinan “sociales” por estar en “redes”, resimbolizando la realidad. Allí la verdad es una generalidad compartida a la vuelta de una consulta en línea, y el compromiso deviene en fotografías con significados que duran microsegundos. El vacío político de este tiempo es, a su vez, la nueva política. “La tele miente. Ojo Estado: Ahora hay Instagram”, dice un grafiti en Santiago de Chile. En la breve pertinencia del influencer, la nueva política convoca con fugacidades que pasan arrastradas por un dedo sobre la pantalla.
Con la misma arrogancia que Europa ha llamado «mundiales» a sus guerras del siglo XX, Occidente estaba autoconvencido de que la ética liberal había triunfado para siempre. Era su victoria global, la mundialización de sus valores. Se durmieron entre laureles y hoy el liberalismo está arrinconado. En la naturalización de sus convicciones olvidaron el trabajo político, la consulta a las bases, el ajuste de objetivos, el mantenimiento de sus proyectos. Ocurrió en casi todas partes. Si vemos arder a Quito y Santiago, o revive el franquismo en España, se debe al olvido del futuro, como si lo hecho bastara para dejar pasar y dejar hacer. La pluralidad está condenada y los extremos aplastan en un apocalipsis de las diferencias y del pensamiento libre. Hoy el sujeto crítico marcha reclutado hacia el abismo de esos extremos, cuyo mayor éxito ha sido hacernos creer que no hay otra salida.
Rogelio Altez
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