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Tuve un anillo enchapado en oro
con un rubí de ocho caras:
una simple imitación
de joya preciosa.
Ese anillo lo sacaba a relucir
cuando no tenía qué comer
y mi vida de estudiante
valía menos
que una botella desaguada
donde podía verse la ciudad
en la que vivía Ioane:
un gitano
que tasó mis camisas
a buen precio
de tarros de mermeladas de mora:
un pan de hogazas
y un agrio yogur
blanco.
Siempre al final de aquel negocio,
Ioane me pedía en préstamo
la baratija de anillo con rubí.
–Llegará la hora en que tendré dinero
para comprarlo. (Murmuraban
sus dientes, como si los Cárpatos
estuvieran esmaltados con nicotina).
Yo soñaba con el aparador
de una tienda de fiambres
y con un tranvía: amarillo y rojo.
Porque cada vez tenía menos,
pero también algo que contar
como el ratón
que se encuentra –de pronto–
frente a un trozo de queso.
Igor Barreto
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