
Puerto de Barrancas, Ciudad Bolívar, 1930. Fotografía de álbum familiar ©Archivo Fotografía Urbana
… aunque el aduanero Rousseau
era un simple empleado
de la Aduana de París
y no pudo viajar nunca hasta
Xalapa o a Chilipango en México,
y pintara muchas veces
solo de oídas
sin haber conocido las selvas de sus cuadros:
con sus tigres de Bengala,
y sus tucanes,
o la gitana dormida
en el desierto
soñando con un león.
Aun así, de no haber vivido
en Chilipango.
El aduanero Rousseau
continuaría siendo un pintor
PURO
porque guardaba para sus telas
la barbarie
y la tierna ignorancia.
Tal vez carecía
del ingenio de Guillaume Apollinaire
o de la soltura clásica de Picasso.
Los cuadros del aduanero
son la herencia de un naturalista citadino
que visitaba parques a la hora del almuerzo,
de un pintor
que tendría amigos que serían andariegos
delirantes
que lo visitaban en su modesto cuchitril
de recaudador de aduanas
para contarle
y oír, oír,
sobre otra realidad.
Y se quedarían…
conversando.
Sobre el mostrador
estaba siempre
junto a la garrafa de vino:
el pan, el tocino y las cebollas.
Y en el rectángulo pictórico
de ese instante,
cualquiera de los presentes
habría podido sacar de su bolsillo
un objeto negro:
un ídolo,
una criatura pequeña
tallada en madera.
La imaginación dormía
en lo insondable
del alma sensitiva del empleado.
Su cabeza era como una crisálida
a punto de eclosionar
en infinidad de colores.
Si al aduanero no lo hubiese conocido
nadie
y su pueblo fuera otro,
digamos, un caserío en lo umbroso
del Senegal.
Yo estoy seguro de que sería,
no tal vez el aduanero Rousseau
de las galerías parisinas,
pero sus cuadros
seguirían teniendo
esa idéntica representación perennis
de la naturaleza:
la que no fenece nunca.
Igor Barreto
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