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Jacobo Borges arriba a los noventa años. Para celebrar su vida y su obra, Prodavinci estará brindando una serie de entregas que testimonian los pasos del artista y su aporte a nuestra historia ciudadana. Abrimos con este texto/entrevista de Juan Luis Landaeta, quien trabaja en la biografía del maestro.
… I Will aborbe, as before the proportion of
human bodies, the color of irises, a Paris street at June at dawn
all of it incomprehensible, incomprehensible the multitude of visible things.
Czeslaw Milosz
A Jacobo, amigo y maestro.
“Yo no quiero representar un movimiento que haya que seguir” son las palabras de un hombre que, por delante de la vanidad y el gozo ante el halago de su obra, colosal, variada y reconocida mundialmente, ha antepuesto una duda. La duda existencial entendida como un fin en sí misma, pero, sobre todo, la que ha antepuesto a cualquier hechura artística o intelectual que haya emprendido. Se trata de la persecución que tiene desde que su pensamiento lo acompaña y que él concibe como tal: ¿Quién soy yo? O, en este caso: ¿Quién es Jacobo Borges?
Y es cierto, Jacobo Borges no quiere que lo sigan. O que tomen su palabra, el testimonio de su vida dentro de las artes como verdad última de nada. Insiste en ello, convencido de que no solo no hay grandes soluciones, sino que cada quien arroja sobre sí mismo nuevas potencialidades de acierto o desvarío, nuevos concilios con la sociedad de su tiempo y sus múltiples complejidades. Él ha vivido queriendo entender desde la libertad. La independencia por encima de la tradición. Específicamente, buscando existir fuera de la realidad y fuera de la fantasía.
Borges procura ver cada cosa como si se tratara de la primera vez y, además, siente todo lo que ve como un don, como algo que le está siendo dado. No en vano ha dicho que es pintor desde que aprendió a ver. Agregaría que desde que aprendió a ver y vio al cerro que separa el valle de Caracas del mar Caribe, el Ávila.
Allí, en la mirada, en el gesto detenido de contemplar y situarse frente a lo que ve, empezó este prolífico artista a encontrarse con su propia obra. A través del dibujo, de la vibración de los colores y de los cambios que notaba en el paisaje. Allí se formó el gran curioso que es, queriendo entender qué le pasaba a la ciudad frente a esa montaña, qué pasaba con el tacto de sus pies en el barro, hasta dónde llegaba la luz y hasta dónde su propia mano retratándola.
Lleno de imágenes, música y palabras. Enigmas. Visiones. Sueños. Un aspecto mágico de su percepción procura escapar del presente y aferrarse al instante. La construcción de un tiempo ajeno a la lógica. Un martillazo a la bisagra entre realidad y ficción. La creación es cuando no sabes si tú inventas o te inventan.
Jacobo implica una huella imposible de mirar y en ese mismo orden, imposible de seguir.
Bastaría solamente con ser él. Porque Jacobo Borges es esencialmente la travesía hacia él mismo. convenciéndose tan solo de eso: de que se está buscando y en ello, nada lo sacia. Las aguas de las que tanto habla, en las que casi ha muerto y que atraviesan toda su obra, son el mejor ejemplo de ello. Una corriente que se extiende y filtra, cambia, muta, se contiene y también desborda.
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La memoria colecciona imágenes a la fuerza, mientras el pasado las constituye. El espacio en el que transcurre la narración de las obras de Jacobo Borges me hace pensar en la noción de “sitio”, los lugares donde temporalmente se ocupan los acontecimientos… algo así como un pasillo ajedrezado de un edificio gubernamental donde dos hombres con papeles en sus manos acaban de decidir apresuradamente algo. Esas columnas, esas cortinas, esa interacción y luego, claro, el vacío.
Digo “se ocupan” los acontecimientos porque los hechos parecieran ser siempre los mismos en nuestras dinámicas humanas, pero sobre todo en nuestras dinámicas de poder: la sujeción, el mando, el regente, el esclavo, el pasivo, el testigo, la burla de los anteriores, la autoridad y códigos como el de la majestad o la presencia.
Allí entran rasgos como la vestimenta de los sujetos y el decorado de las habitaciones donde aparecen. La pregunta sobre ese particular a la que me acerco es ¿Qué hacen esas personas allí? ¿Por qué están? ¿Cómo llegaron?, tres preguntas que podemos desplazar a través del mapa y el reloj a cualquier país o sociedad, con respecto a sus circunstancias históricas.
Los personajes de Jacobo Borges parecen sujetos que en realidad son una extensión del lugar donde están situados… podría decir, de su “situación”, ese clima entre macabro y burlesco, pero siempre crítico y profundo que el artista consigue de manera muy suya. Se trata de un elenco. Nunca son retratos naturales. No se trata de una réplica o una instantánea al uso de la fotografía, como manera de preservación.
Veo sus cuadros y me pregunto: ¿Es la historia un fantasma? ¿El reducto itinerante de algo que ya pasó (solo una vez) y que luego se condenó a vagar, a buscar réplicas de su primerísima existencia? ¿Algo que además no termina de morir entre columnas y sábanas? O acaso, ¿Es la historia una presencia que nos vigila, nos ronda, como los cuadros en las paredes del Nynphemburg? ¿En una sala, en una habitación, qué función tendrían una serie de óleos guindados, acumulados, que la de amarrar una versión de los hechos, cualesquiera que sean?
¿Qué es nuestra propia memoria sino el limitado e infiel “Museo de uno mismo?
Jacobo Borges siempre me lleva a meditar sobre el acceso, la exclusión y la inminente sensación de una fuga, porque en ambos ambientes, en ambos casos, percibo la manifestación de una conciencia que retrata no para gozar, sino para dejar en evidencia la materialidad del espacio como herramienta de narración y sentido. Esos umbrales de tactos infinitos.
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¿A dónde van o pueden caer los sujetos en los relieves de sus obras? ¿De qué penden? Por casualidad, ¿Cuál es la noche que los une? ¿Acaso oscilan todos dentro de un mismo fondo? ¿Van cayendo uno a uno, poco a poco?
Los veo sostenerse en su soledad. Ven sin parpadear el vacío que de momento los sostiene. Es como si cada cuerpo se extendiera en un grito de desesperación. El cuerpo que exclama. Cuando gritamos también nos entregamos al vacío de estos seres, ¿Cómo negarlo?
Un mosaico compone a uno de ellos. Un mosaico delimitado por varias piezas. Ese límite es el campo de percepción. Nuestra oportunidad de entendimiento. Cualquier margen es una ocasión de atraer la racionalidad, acercarnos a ella.
La mayor complejidad es el entrecruce de tiempos: el movimiento. Lo que vemos, lo que pasa y lo que vuelve a pasar nos ocurre al mismo tiempo. Por eso es imposible saber desde dónde pensamos, desde dónde percibimos.
En Jacobo Borges seduce la oscuridad de las aguas, su homologación con el instinto de la noche, la profunda oscuridad de lo que no ha ocurrido. Su cobertura. Estos seres que nadan o vuelan. Caen o penden. Atraviesan portales para avanzar hacia lo otro. En cualquier caso, están atrapados. Ante mí, ante ellos mismos, ante la narración que los implica. Un límite los muerde en el borde del cuadro, en el margen de la imagen, en el ámbito de mi retina. Desde allí son y me interpelan. Por eso me hacen escribir esto; en el fondo: me lo dictan.
No hay peso sino el nuestro. El primer peso es uno mismo. Nuestra consciencia, la construcción de nosotros mismos, es eso lo que nos arrastra. Es eso lo que este elenco de figuras tiene debajo de sus pies: todo lo que existe encima y a través, la idea y la composición de su espíritu.
Después de todo, ¿Qué es el yo? ¿Y por qué debe prevalecer?
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Entrevista
¿Dónde sientes que se ubiquen las posibles separaciones entre la vida y lo que finalmente se refleja en una obra? A veces pienso que hay una especie de obsesión con delimitar esos espacios. Tu obra se mueve entre distintas manifestaciones con una soltura que reta la idea de decir: “hasta aquí pasa esto y más allá empieza lo otro”
El arte no es una exactitud. Yo creo en la confusión: la cosa que es y no es. Que es amada y no es amada. Creo en los espacios múltiples, porque nada es detenido. En el proceso creativo pasa lo mismo, no se trata de un camino lineal, ya que siempre hay cambios. A mí me interesa ligar la relación de preguntas y respuestas, así como la transformación de un cuerpo. Siendo y dejando de ser. Componiendo y descomponiendo. Para mí, el paso de una dimensión a otra de la obra es la vida. Además, cuando se crea no hay identidad, te vas borrando y es allí cuando aparece la obra. A mí me gusta hablar de arte como un hecho humano, no artístico. Una historia de pensamiento a través de una obra.
Eso además acerca una noción que siempre acercas en tus reflexiones, la de que el artista debe perseguir su identidad, ser quien es y a través de ello, trabajar en su propio lenguaje.
Sí. No hay que amargarse, sino profundizar en lo que uno hace, lo que uno quiere. Aceptar también la soledad, la búsqueda no compartida, porque el camino está en la obra y se repite. Es una especie de diario permanente. Yo no me he impuesto la productividad. Para mí la pintura ha sido un acompañante de preguntas, como una ventana que yo abro y yo cierro. También creo que es importante que no se pierda el origen… esa cosa que va más allá de uno mismo, que no tiene nada que ver con lo que vas aprendiendo o con lo que vas relacionándote. Mantener eso es mantener la manera de encontrar tu propio camino.
Hay una imagen que te he escuchado decir varias veces y que siempre me intriga. Con respecto a la existencia y el conocimiento, siempre te refieres a un bosque. Tú además eres un hombre que literalmente ha sembrado bosques y que “Soñaba con un bosque se debía construir a sí mismo” como tú mismo describes en un texto. ¿Qué representa esa figura para ti?
El bosque es toda la cultura que has heredado y que no tiene límite, más allá del egocentrismo o el racismo que haya entre las fronteras. Tú te refieres a cuando menciono un bosque abierto. Porque yo mismo he sido así, procurando estar abierto a todo lo que voy encontrando y eso es gracias a la lectura. Yo desde niño andaba tratando de ver dentro del paisaje quién era yo. Y todavía sigo en eso. Lo que he querido hacer es ver las relaciones que hay para encontrarse uno mismo o separarse dentro de aquello. Es como narrar la entrada de un niño a un bosque de esos tropicales y te diga qué es eso. Es más, que despierta dentro el bosque, ni siquiera que entra.
Ese asombro y esa fascinación por todo lo que existe se parece mucho a ti mismo.
A mí me interesa todo lo que veo. Cuando alguien me muestra algo, yo siento que me está dando un regalo. Además, siempre me ha interesado lo que estaba debajo o detrás de todas las cosas, como si fuera un arqueólogo, porque además infiero que en algún momento aparecerán todas las cosas que han sido borradas, lo que está tapado. Por ejemplo, yo estoy en una habitación, en una sala, y veo una ventana… para mí esa ventana es la abstracción de un misterio.
Precisamente, esas ventanas también se han convertido en un pasillo directo entre las ciudades donde has estado y tú mismo.
Yo soy una invención de mí mismo y he fabricado una cosa que está en el borde surrealista, por eso mi relación con el dadaísmo y el surrealismo. Yo soy artista plástico, pero yo vengo de la poesía y la literatura. Mi obra tiene otra manera de enfrentarse como arte. Cuando estaba en Berlín, la ciudad toda se me metió en el estudio. Es como si yo estuviera haciendo un diario a través de la no palabra. Berlín era una ciudad amurallada. Los domingos alquilábamos un carro y salíamos a pasear sin mapa porque sabíamos que no nos perderíamos nunca, porque en algún momento íbamos a chocar con el muro. Al rato, en media hora, detrás de unos árboles, allí estaría el muro. Pasábamos todo el día en eso. Parábamos a comer y seguíamos. Sin preguntar y sin conocer la ciudad. Mi papá era un gran jugador de billar y nos pasaba algo parecido: rebotábamos sobre el otro al final y volvíamos. Uno debe vivir la obra con la intensidad de lo que está pasando en donde uno está.
Yo creo que las ciudades como Berlín, Nueva York, Ciudad de México, Salzburgo y desde luego Caracas, donde has vivido, trabajado y generado tantos encuentros, son como una homologación de otro viaje tuyo, profundo y único: tu existencia.
Eso tiene que ver mucho con el sentido que tiene lo que yo he hecho. Resulta que toda mi obra es un viaje… un viaje de vida y muerte. Los cuadros no pueden verse solos individualmente, tienen que vivirse como un proceso, como algo que cambia con la vida, que es una aventura. Mucha gente piensa que yo cuento anécdotas geniales y no tiene nada que ver con eso, sino con la historia de mi vida. Yo he hecho de mi vida una historia y yo cuento esa historia.
Y allí entra la confusión, la extensión de una expresión artística en otra, las transparencias que permiten asomos, incursiones, vínculos…
Es que yo he vivido todo el tiempo así. La obra es una parte de la vida. Está, además, escrita. Yo no soy escritor, pero de alguna forma yo estoy escribiendo una biografía, contando una historia, que hubiera podido ser película, novela, pero no, es con cuadros. Porque las ideas saltan del cuadro a lo escrito, de lo escrito a lo leído, de lo leído al cuadro. Es un proceso que va encadenando al otro y tiene dos direcciones: una que no es casual y otra que es casual. Una que se entiende y otra que no. Una que se explica y otra que no.
Y en el intermedio, en el contraste de todo eso estás tú.
Yo soy una pregunta. Si esa pregunta es válida puede ser que exista de cierta manera. Digamos que tú ves a un tipo moviendo, sembrando árboles de un sitio a otro, abriendo rutas para que el río pase por otro lugar, montándose en montañas para ver si a lo lejos hay más corrientes de agua, o montándose en un barco para no bajarse más nunca… sin saber si habrá tierra… ese tipo soy yo. Si eso tendrá interés para el futuro yo no lo sé. Puede que sí o puede que no, acaso sea un mero hecho antropológico. Eso no importa. Porque yo estoy viajando.
Entrando en esa materia del tiempo, tienes un diálogo permanente con artistas que distan en eras, pero que tú reúnes a diario. Contigo Rembrandt y Rilke se encuentran a Wagner. Futuro y pasado, historia y presente en una misma cosa. Hay un cuadro tuyo que me fascina: “Con mi madre, niña” de 1977, sobre el que escribió Donald Kuspit que sirve de concreción perfecta a esa idea.
Sí, ese tema de los tiempos transformados… en ese cuadro, la que es mi madre, es una niña, cosa que obviamente representa un imposible. Todo mi trabajo está unido por esas cosas, como te he dicho antes, para mí el paso de una dimensión a otra en la obra es un camino, que es la vida misma, la mía y la de los otros. Cuando yo empecé a estudiar los grabados de Rembrandt, yo me transformé. Estuve en eso años. Yo era otro. Había cosas que yo traía, sueños que yo tenía y de pronto descubrí los instrumentos de él mismo, porque yo llegué a mirar, yo miraba cosas que él no miraba. Yo podía mirar un automóvil, que era algo que él no había visto, pero lo podía resolver como él lo hacía. Yo podía verlo dibujado. Yo podía ver la realidad frente a mis ojos, dibujada. No es que la estaba dibujando, sino que la veía dibujada, en un segundo.
Has hecho cine, escenografía, tu técnica de docencia en Salzburgo estuvo muy apoyada en tu experiencia en teatro, has escrito, pintado, hecho fotografía, has sido partícipe de tu tiempo social e histórico como activista, creativo… pero son siempre tus mismos ojos en cada cosa. Todo eso, hito a hito, encierra tu identidad.
Mira, yo soy un experimentador. Eso en verdad lo soy. En cierta manera yo tengo una concepción de la pintura con un límite y cuando yo lo voy a trascender, yo me paso al otro lado. Por ejemplo, cuando yo he hecho escenografías de teatro, yo no soy pintor, yo soy escenógrafo. A veces tú le dices a un pintor que haga una escenografía y lo que te hacen es una reproducción de su obra. Cuando hago cine hago cine, no hago pintura. Yo puedo mezclar todo eso. Hay otros artistas que no sabes dónde los puedes ubicar, porque están entre el teatro y otras artes. Por ejemplo, John Cage. ¿Dónde lo ubicas? ¿En la música, el cine, el performance?
Más que una obra es como un acto, una intersección.
Una intersección de todas las artes, de todo, cuando él hace un gesto y no toca… Es música y no es música. Es teatro. Eso tiene una fuerza tremenda, así como cuando está la orquesta, extienden la partitura y no tocan nada. Ese espacio de intersección es apasionante. ¿Dónde está una obra así? Es un espacio muy tentador.
Me haces pensar en tus acercamientos propios al espacio Ma de los japoneses, yo los descubrí gracias a ti.
El espacio Ma, es como un intermedio entre dos cosas. Cuando tú estás en la playa, ves el horizonte, ves el cielo y ves el mar. En esa línea viven los dioses, como dicen ellos. Si tú estás en una montaña, ese espacio adentro de cuatro estacas cuando acampas, es un espacio vacío, lleno. O un puente entre dos ciudades. Por ejemplo, una casa japonesa, que tiene ese espacio que sobresale, tan característico. Desde afuera, ese pasillo está dentro de la casa, pero desde adentro, ese espacio está afuera.
Parece una inestabilidad, pero muy definida. Un reto a las nociones del instante que siempre aludes. Las preconcepciones que se tienen sobre la estructura de los hechos y la memoria.
Yo no me detengo, porque yo no veo nada detenido. El cuerpo mismo de uno va cambiando, entonces, ¿Cómo va a ser que mi visión sea estática? Eso iría contra mí mismo. No estoy aquí para discutir con otros el hallazgo de caminos diferentes, sino para interrogarme, para hacerme preguntas que vuelvo a elaborar y que vuelvo a negar, todo el tiempo. Y hay una circularidad, porque cambian las formas, pero sigue el tema. Que son en realidad como dos o tres temas que se van montando una y otra vez. Yo no me estoy preguntando cómo transformar el arte. Yo estoy buscando cómo se transforma uno dentro del arte.
Juan Luis Landaeta
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