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A diferencia de otras, el 23 de Enero no es –al menos en apariencia- una fecha que se preste al desahogo de las pasiones, como podría serlo el 4 de Febrero o, dentro del calendario de las remembranzas, el más o menos remoto 18 de Octubre. Tanto así que, a diferencia del 27 de Abril guzmancista, el 23 de Mayo castrista, el 19 de Diciembre gomecista o el 2 de Diciembre perezjimenista que le sirvieron en su momento de caja de resonancia a una determinada parcela, se trata de una fecha celebrada hasta ahora, casi con igual grado de celo, por tirios y troyanos. Ahora bien, mientras se trate de comprender que esto se debe a que se trató de una insurrección popular frente a un régimen pretoriano –para decirlo en palabras de Guillermo Aveledo- marchamos sin mayores tropiezos. Lo problemático del asunto tal vez se planteé a partir de lo que comporta esta fecha más allá de lo que permiten apreciarlo las apariencias o, incluso, de lo que dicta su pareja celebración por parte de todos los bandos.
Aclarado esto, lo que sí podría darle entonces una connotación polémica al asunto tendría su asiento, por ejemplo, en la siguiente pregunta: ¿qué significó, a la larga, el 23 de Enero para unos y otros? Para los propulsores del ensayo de recuperación democrática significó simplemente lo que habría de cumplirse a partir de entonces luego de una década de aprendizajes y rectificaciones. Para la izquierda significó en cambio la posibilidad de excusar, en nombre del 23 de Enero, los desaciertos de su recorrido armado a partir del año 62. Dicho de otro modo: el origen de su actitud hacia el 23 de Enero, su empeño por celebrarlo y, a la vez, su idéntico empeño por cuestionar que sus adversarios lo hiciesen, estriba en que se trató de una fecha “secuestrada” o –lo cual es casi lo mismo- arteramente traicionada. A partir de este modo tan particular de entender las consecuencias de lo actuado, el 23 de Enero se convirtió así, para la izquierda, en una Arcadia perdida: significó lo que no pudo lograrse o lo que, sencillamente, se dejó abandonado a mitad del camino por causa de intereses vinculados a los más importantes núcleos de poder local y foráneo a partir de la adopción del Pacto de Puntofijo en octubre de ese mismo año 58. No hay mayor prueba de lo que pretendo decir que el tono plañidero con que esa izquierda, que estaba pronto a escoger la vía insurreccional y dar sus primeros pasos en dirección a la guerra, insistiría en que se hacía necesario recobrar el “clima fundacional”, es decir, el extraviado “espíritu del 23 de Enero”. Ahora bien, visto incluso más allá de lo que presuponía este ejercicio de prestidigitación, semejante plañido redundaba también en una forma de reprocharles a los otros su éxito como motores del sistema; pero más significativo aún (puesto que el lamento tendrá larga vida) sería que, luego de extraviarse en los vericuetos de la violencia, ese mismo lamento le sirviera a la izquierda para hacer a los otros responsables de sus propios fracasos y exigirles cuentas de esta forma a los partidos que, en cambio, sí terminaron consolidando su primacía al concluir el proceso insurreccional.
Por tal razón convendría, a partir de este punto, abundar un poco más en lo que, tanto para los promotores de la recuperación democrática como para sus antagonistas, significó la reivindicación más general del 23 de Enero. Conviene hacerlo así puesto que, como se ha hecho cargo de aclararlo el propio Aveledo- la segunda República liberal democrática no inició sus pasos sin contrincantes ni tampoco sin una buena dosis de escepticismo acerca de sus objetivos y propósitos.
Comencemos por los triunfadores quienes harían mucho más que celebrar el hecho –ya de por sí relevante – de que se regresase a la política por la vía del voto. En este sentido, el 23 de Enero habrá de significar también un acto de voluntad política negociadora. Lo más importante a subrayar -si se atiende a lo alcanzado en 1958- es que hablamos de acuerdos convenidos entre fuerzas políticas heterogéneas y las cuales, por si fuera poco, traían a sus espaldas, hasta un pasado muy reciente, un largo historial de animosidades, desconfianza, recelo y pugnacidad. Este dato es lo que de entrada invalida la común y falaz creencia –propulsada precisamente por la izquierda a partir de su alienación radical del sistema- de que se trató de un negociado a las sombras entre los principales partidos promotores del acuerdo -AD, COPEI y URD- y aquellos actores cuyos intereses sectoriales habrían de imbricarse también dentro de tales acuerdos de gobernabilidad (el empresariado nacional, la Iglesia y las Fuerzas Armadas). Lo que la izquierda no veía –o, dicho mejor, se empeñaba en no querer ver- es que se trataba de un acto de conciliación y compromiso entre adversarios de vieja data. Y, en este caso, el problema no se contraía sólo a un avenimiento de puntos de vista entre partidos que habían hecho del canibalismo y la auto-depredación uno de los signos más distintivos del primer ensayo democrático entre 1945 y 1948 sino de conciliar los peculiares puntos de vista de tres actores que, como el sector empresarial, la Iglesia y las FF.AA., habían sido percibidos previamente como escépticos y que ahora, en 1958, eran juzgados como elementos potencialmente adversos a lo que podía significar la construcción de un consenso político nacional básico, concebido sobre la base de un programa mínimo, en torno a la gramática democrática.
Existe, de paso, otro elemento que desmiente el hecho de que lo alcanzado a partir de 1958 fuera simplemente un pacto concebido a las sombras; pero, en todo caso, se trata de un elemento que se desprende directamente de lo anterior: si 1958 significó la voluntad de construir un sistema sobre la base de lo que habría de implicar la conciliación de una pluralidad de intereses (en algunos casos, contradictorios), ¿cómo puede dársele curso a la elemental creencia de que lo que tuvo lugar fue un “pacto” turbio cuando esa “pluralidad” (que ya de por sí comportaba dificultades y miradas diversas) era precisamente el factor que, por su propia naturaleza, estaría presente en todo momento para fiscalizar los acuerdos, para disentir, cuestionar e introducir modificaciones a lo que se venía actuando?
A estas alturas resulta tan fácil como erróneo suponer entonces que lo acordado en 1958 dejó de entrañar enormes complejidades y tensiones. Pongo por caso un ejemplo: lo que habría de significar el hecho de que los principales partidos se inclinaran fundamentalmente por privilegiar la distribución del ingreso descuidando de este modo las exigencias que comportaba la eficacia económica. A tal punto ello será así que, inclusive, cuando se planteé la necesidad de introducir cambios ante la capacidad de respuesta que había comenzado a perder el Estado al iniciarse ya la década de 1980, los principales partidos se avendrían a la idea de acogerse a tales reformas, siempre y cuando éstas no sacrificasen los objetivos “históricos” de tipo progresista alcanzados a partir de 1958 (lo cual es demostrativo del difícil tránsito que habría de suponer pasar de la complacencia a la racionalidad programática durante la segunda Presidencia de Carlos Andrés Pérez).
Así, pues, si lo primero fue la naturaleza de tales acuerdos –los cuales implicaron una alta dosis de concesiones mutuas-, lo segundo sería la necesidad de brindarle la mayor estabilidad posible a dicho ensayo. Ciertamente, quienes tuvieron a su cargo la restauración de la experiencia democrática le dieron de manera consciente un peso mucho más significativo al factor “estabilidad” que al factor “participación”. Además –como se ha hecho cargo de precisarlo Andrés Stambouli- esa “estabilidad política”, como objetivo principal, definiría los parámetros de la formación y ejecución del tipo de políticas públicas que habría de instrumentarse a partir de entonces. Ahora bien, que este requisito perdurase en el tiempo y que, de manera casi inercial, hiciese que la participación continuara viéndose restringida pese a la estabilidad alcanzada, es harina de otro costal y, sin duda, puede anotarse dentro del inventario de escenarios deficitarios que caracterizó el desarrollo del ensayo democrático hacia la década de 1980 cuando el sistema intentó poner en práctica un programa de reforma institucional (es decir, de oxigenación, auto-corrección o de corrección no traumática, aunque tardía) a partir de las recomendaciones formuladas por la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE). Pero, por lo pronto, conviene poner el énfasis en lo dicho acerca del requisito de estabilidad y acudir, como aval de ello, a lo observado también por Stambouli:
El objetivo nacional prioritario que se plantearon [quienes tuvieron a su cargo la restauración del ensayo democrático], a partir de la evaluación del fracaso de la primera experiencia democrática, entre 1945 y 1948, fue el de lograr la estabilización a corto plazo del nuevo régimen. Esto puede parecer en principio una afirmación perogrullesca, dado que todo régimen debería tender a su auto-preservación como un objetivo fundamental. Sin embargo, al revisar las peculiaridades de la primera experiencia democrática, nos damos cuenta de que no es totalmente perogrullesco el que identifiquemos la estabilidad como objetivo prioritario y consciente del sistema que nacía en 1958. En 1945, el objetivo prioritario fue la aplicación de un programa partidista de reformas institucionales, políticas y sociales, sin concesiones, sin una clara idea de que podía [tratarse de] un programa auto-desestabilizador, dado el tipo de sociedad en la cual se estaba aplicando.
Lo tercero que cabe destacar era la modalidad decisoria de tipo concertacionista que caracterizara al ensayo y que, por ello mismo, exigía un grado de tecnología política tal como jamás se había visto en Venezuela. Se trataba, para decirlo en palabras de Oscar Vallés, de diseñar un orden técnicamente eficaz para el manejo de situaciones complejas que permitiese superar el tipo de déficit que había hecho prácticamente imposible la resolución más o menos óptima de conflictos en el pasado inmediato. En este sentido, la formulación consensuada de las reglas del juego exigiría un enfoque instrumental de los procesos decisorios y, por tanto, un tono menos ideologizado del debate político que ayudase a dejar atrás los extremos. Sin embargo, aquí tropezamos con otra artimaña propia de la izquierda a la hora de contribuir, mediante un peldaño más, a construir un pésimo cartel en torno a la experiencia que habría de desarrollarse a partir del año 58. “Desideologizar” la política no implicaba necesariamente desdibujar el perfil propio que caracterizara a cada partido; de lo que se trataba más bien era de actuar en beneficio de una dinámica funcional, de mínimos entendimientos, que evitase un recrudecimiento de las posiciones defensivas de cada partido producidas en el pasado justamente a causa de la acentuación ideológica que impidió la concreción de acuerdos.
Dicho de otro modo: el reto consistía en darle curso a una tregua y procurar la eliminación de la violencia interpartidista a favor de entendimientos prácticos. Esto presuponía el establecimiento de un nivel de confianza en el sistema que condujese a un mínimo de compromisos que permitiese a su vez –como no había ocurrido en el pasado- elevar todo cuanto fuere posible el nivel de comunicación política orientado a la negociación. El hecho de que se tratara de una apuesta lo suficientemente frágil hasta entre los propios socios firmantes del acuerdo es fácil demostrarlo puesto que el desafío no sólo apuntaba hacia la necesidad de moldear una colaboración “puntual” con quienes resultaren favorecidos en los comicios sino –más importante aún- de construir una oposición “leal” al sistema en su conjunto. El caso de URD ilustra bien este punto en la medida en que las heridas mal restañadas del pasado, por un lado, y el deslumbramiento que experimentaran algunos de sus cuadros con el fenómeno de la Revolución cubana, por el otro, llevaron a esta organización a convertirse en un aliado ambiguo e impredecible a partir de 1960.
Si acaso hiciere falta advertirlo, no fue sólo en Venezuela donde se hizo preciso adoptar una plataforma técnicamente elaborada que permitiese dejar atrás una reciente y traumática experiencia política. En otras palabras: lo actuado así, en 1958, no fue una ocurrencia nacida de la más absoluta originalidad venezolana. En tal sentido podría citarse lo que significó esa misma necesidad de carácter instrumental en el caso de la vecina Colombia donde la experiencia del llamado “Frente Nacional” –justamente en 1958- también marcó el fin de la violencia bipartidista. Pero podrían citarse experiencias acaso más sensibles y que antedataban por más de una década los acuerdos de gobernabilidad alcanzados por Venezuela o Colombia hacia finales de 1950. Tal es el caso de Alemania, donde, a partir de 1945, la moderación se convirtió en una nueva virtud y donde se entendió, sobre la base de debates de tipo instrumental, que sólo de esta forma era posible no recaer de nuevo en la depredación y el extremismo ideológico que caracterizó la dinámica planteada entre los partidos políticos durante las décadas de 1920 y 1930, y que tanto debilitaron al régimen parlamentario al punto de asfaltarle el camino al hitlerismo. Además, la propia dinámica de la Guerra Fría y la proximidad soviética se harían cargo del resto a la hora de explicar la moderación que se impuso en el caso de Alemania.
Un último punto en esta enumeración tiene que ver con lo que significara la forma más racional que cobraran los términos que le darían sentido al llamado Pacto de Puntofijo. Me refiero en este caso a la Constitución de 1961. Hace ya unos cuantos años, Luis Castro Leiva había observado que ese paso tan importante entre cualquier resabio de voluntarismo que hubiese quedado en pie del pasado y el funcionamiento de un modelo consensuado, como lo consagraba la breve letra del Pacto de Puntofijo, tendría su base normativa en la Constitución que habría de adoptarse a partir de entonces y que exhibiría una particularidad muy valiosa, tal como lo anotara por su parte Ramón Guillermo Aveledo: me refiero al hecho de que se tratara de una Constitución plural, concebida para que gobernasen grupos distintos y contrarios, y no hecha a la medida de aspiraciones personalistas (esto dicho tal vez con la sola excepción de lo que supuso la lamentable cláusula que hacía posible optar de nuevo a la Presidencia al cabo de dos quinquenios, como lo prescribía el artículo 185).
Veamos el tema ahora desde los predios de la izquierda, comenzando por el nada desdeñable dato de que dicha Constitución contara entre sus co-redactores con tres miembros del PCV que actuaron en el seno de la amplia Comisión Bicameral designada con el fin de preparar el proyecto. Esto quiere decir, ni más ni menos, que si el PCV no formaba parte del gobierno (al cual tenía todo el derecho de cuestionar) sí formaba parte en cambio de ese sistema contra el cual resolvió irrumpir y alzarse en armas, junto al entonces neonato MIR, a partir de 1962. Sin embargo aún falta agregar algo que haría mucho más curiosa –y, por tanto, menos justificable- la decisión, puesto que parecía como si el PCV hubiese querido disfrutar, ni más ni menos, que de lo mejor de dos mundos. El caso es que decidió ir a la guerra queriendo preservar a todo trance sus espacios parlamentarios y hacer alarde de las inmunidades que presuponía tal condición.
Aparte de lo que significara semejante desconocimiento del sistema al optar por la vía armada, el segundo asunto es igualmente sensible y redunda en una pregunta que algunos han querido formular casi con un dejo de culpa: ¿Acaso no operó la exclusión del PCV, a nivel de del Ejecutivo, como un problema de gobernabilidad añadido que pudo, a fin de cuentas, evitarse? Puede que la pregunta esté plagada de remordimiento; pero, de todos modos, resulta engañosa formularla. En primer lugar, porque el PCV conocía sus propios límites dentro de esa etapa de “colaboración” con la democracia recuperada puesto que, doctrinalmente hablando, no se trataba de un partido que comulgase con un proyecto de democracia de partidos. En segundo lugar, los testimonios más confiables de la época ponen en evidencia que el PCV no rechistó ni pataleó siquiera frente al hecho de no participar como partido-socio a nivel del gobierno. En este caso, la conducta asumida tampoco era novedosa dentro de las tácticas implementadas por los partidos comunistas a nivel mundial. Esto, dicho así, tiene que ver con que la actitud asumida por el PCV en 1958 respondía directamente a la política frentista retomada por la Unión Soviética (al darse la muerte de Stalin y el advenimiento del primado de Nikita Jrushok) y recomendada a fin de que fuese adoptada de nuevo por los distintos PC en América Latina. E, incluso, si de experiencias históricas se trata, cabe recordar que en 1936, al darse la formación y triunfo del Frente Popular en Francia, el PC francés acompañó el ensayo pero se cuidó todo lo posible de no formar parte del gobierno a sabiendas de que, dentro de la dinámica del etapismo, la Revolución social aún debía esperar. Volviendo específicamente al caso venezolano en 1958 se tenía claro entonces que el Pacto de Puntofijo no significaba dejar de ser parte del sistema en la medida en que, quienes no gobernaban (como el PCV), sí tenían en cambio el derecho y la obligación de participar desde otras instancias decisorias.
Así, pues, el hecho de haber actuado como co-redactor de la Constitución del 61 y de tener una presencia parlamentaria acorde con los números que obtuvo ese partido en los comicios de diciembre de 1958 llevaba por fuerza a que el PCV reconociese –aunque no tuviese por qué compartir plenamente- las reglas del juego y que, en consecuencia, se viera obligado a actuar en defensa de ese sistema. Como quiera vérsele, el suyo fue un caso de “auto-exclusión”, por mucho que se insista desde esos predios en la tesis de que la violencia “betancourista” fue lo que, al fin y al cabo, empujó a sus militantes hacia el terreno de la guerra.
Con todo, merece subrayarse lo siguiente al concluir este breve recorrido por la fecha y sus implicaciones. En primer lugar que, a la hora de medir sus pasos, los promotores de tales acuerdos hicieron todo menos alarde de extravagancia. En segundo lugar, Puntofijo fue un pacto “a cielo abierto” que produjo una serie de entendimientos que trascienden la caricatura que de él han querido hacer quienes antagonizaron el experimento desde la primera hora o que, por extravíos y confusiones, se sumaron a hacerlo en el camino. Lejos de tratarse, pues, de la hechura de un exclusivo club de selectos, los acuerdos tejidos en 1958 se convirtieron en epítome de una alta ingeniería política. Como parte del esfuerzo por anatematizar lo actuado a partir de entonces está sin duda lo que ya señalé: el empeño de la izquierda, y de quienes ambiguamente la acompañaron a la hora de bailar el merecumbé del proyecto insurreccional, de achacarle a los principales partidos –AD y COPEI- el pecado de su éxito; y, tanto como ello, pretender hacerlos culpables del origen de sus propios fracasos (es decir, de los de la izquierda) luego de haber transitado la vía insurreccional. Precisemos, además, lo siguiente: nada estaba pre-determinado para que esos dos partidos fuesen los que, a fin de cuentas, cosecharan los mayores triunfos electorales o concitaran la simpatía de la mayoría de votantes. Tengamos claro el punto: lo que ocurrió con los partidos, y la suerte que habrían de correr, será producto de las preferencias directas del electorado o, también –si cabe decirlo así- de la desconfianza que podía generar la oferta proveniente de otras organizaciones (por caso, las de la izquierda).
Ese eventual predominio de algunos partidos –y cabe subrayarlo- se derivó de preferencias particulares de los electores y no de un sentido hereditario del poder. Si algo demuestra por cierto el carácter altamente competitivo que supuso la dinámica pos-58 fue la suerte que experimentaron otros partidos –como los de la izquierda, al regresar fragmentados de la guerra-, o las organizaciones poco estructuradas al estilo del MEP, o de raigambre personalista como URD, o “fenómenos electorales” como lo encarnó Arturo Uslar Pietri en 1963.
Un pacto, como lo supusieron los acuerdos del 58, precisa ser estimado como ejemplo de la más alta racionalidad política, especialmente frente a quienes jamás dejaron de calificarlo como un sórdido negociado. Lo curioso es que muchos de quienes así lo hicieron, como tenaces y engañosos adversarios que fueron del ensayo durante sus primeras horas, habrían de verse plenamente incorporados más tarde a la dinámica democrática, al verificarse la derrota del proyecto insurreccional y, por tanto, estimulados a competir en la formación y distribución del poder público. Sin embargo, nada exime a muchos de ellos de haber contribuido desde entonces, y por distintas razones, a construir la desmemoria en torno a los éxitos alcanzados a partir del 23 de Enero y, por supuesto, a pavimentarle el camino a lo que fuera la solución salvífica que se planteó en 1998, y cuyas largas consecuencias aún padecemos hasta el día de hoy.
Edgardo Mondolfi Gudat
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