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23 de enero de 1958: El clero en la lucha

22/01/2019

Fotografía de la Biblioteca Nacional

El 1° de mayo del año pasado (1957) —fiesta del trabajo— los curas párrocos de Venezuela leyeron en los púlpitos una carta pastoral del arzobispo de Caracas, Monseñor Rafael Arias. En ella se analizaba la situación obrera del país, se planteaban francamente los problemas de la clase trabajadora y se evocaba en sus términos esenciales la doctrina social de la Iglesia. Desde Caracas hasta Puerto Páez, en el Apure; desde las solemnes naves de la catedral metropolitana hasta la destartalada iglesita de Mauroa, en el territorio federal amazónico, la voz de la Iglesia —una voz que tiene 20 siglos— sacudió la conciencia nacional y encendió la primera chispa de la subversión. Monseñor Rafael Arias, un hombre macizo y apacible que habla con la misma sencillez y la misma cadencia criolla de cualquier venezolano corriente, había meditado mucho antes de escribir la primera línea de aquella pastoral. La idea nació del conocimiento general que tenía el arzobispo de la realidad del país, por apreciación directa y por las conversaciones con sus párrocos. En un estudio económico de las Naciones Unidas, que recibió por correo, se enteró de que la producción per cápita de Venezuela había subido al índice de 500 dólares, pero que esa riqueza no se distribuía de manera que llegara a todos los venezolanos. “Una inmensa masa de nuestro pueblo —observó en una de sus primeras notas— está viviendo en condiciones que no se pueden calificar de humanas”. Poco antes, el cardenal Caggiano, legado pontificio al II Congreso Eucarístico Bolivariano, había planteado ese problema en la sesión extraordinaria que celebró en su honor el Concejo del Distrito Federal. “Venezuela —dijo en esa ocasión Caggiano— tiene tanta riqueza que podría enriquecer a todos, sin que haya miseria y pobreza, porque hay dinero para que no haya miseria”.

No había una fecha prevista para la publicación de la pastoral. Monseñor Arias se había hecho el propósito de que fuera un documento breve, claro, directo e invulnerable. Al principio del año pasado ordenó a la Juventud Obrera Católica adelantar una encuesta que le permitiera formarse un juicio sereno de la realidad nacional. El sondeo duró dos meses. Con una completa documentación en el despacho, después de haber conversado no sólo con los párrocos de Caracas sino con los que vinieron expresamente de las más remotas aldeas de provincia, el arzobispo inició la redacción de sus notas, de su puño y letra. En 45 días de trabajo, de consulta con sus asesores, la primera copia definitiva —11 hojas a máquina, a doble espacio— estuvo lista en la primera semana de abril. Entonces pareció muy apropiada para su publicación la fecha del 1° de mayo, día del trabajo, fiesta del patriarca carpintero, San José.

Se precisó de una actividad extraordinaria para que la Pastoral estuviera en todas las parroquias de Venezuela en la fecha convenida. Fue dada, sellada y refrendada en Caracas a las 10:30 am del lunes 29 de abril. Dos días después se leyó en los púlpitos. A fines de la semana le había dado la vuelta al país y trascendido al exterior, donde se consideró como una brecha en el cinturón de acero creado por la censura de prensa. La primera edición —repartida gratuitamente por los párrocos— se agotó en ocho días. Algunos especuladores se hicieron de un considerable número de ejemplares y los vendieron a 10 bolívares.

Una semana antes Pérez Jiménez pronunció un discurso espectacular en el Congreso, en el cual hizo una apoteósica enumeración de la obra material adelantada por su gobierno y se refirió a los elevados salarios del obrero venezolano. Ese día la Pastoral estaba hecha. Pero el ministro del Interior, Laureano Vallenilla Lanz, no entendía esa clase de argumentos. En su opinión, la pastoral del 1° de mayo era una réplica al discurso presidencial del 24 de abril.

El jueves 2 de mayo, a las 11:00 am, citó a su despacho al arzobispo de Caracas, no en una nota especial, sino por teléfono. Monseñor Arias concurrió a la convocatoria esa misma tarde y tuvo que esperar en la desierta antesala del Ministerio del Interior. Vallenilla Lanz solía recordar aquella entrevista con un orgullo evidente. “Me di el gusto —decía— de hacer esperar al arzobispo durante hora y media”. En realidad, monseñor Arias —que es un hombre humilde— no esperó más de media hora. A las 3:30 pm pasó al despacho del ministro del Interior, donde se le comunicó el pensamiento oficial.

Vallenilla no iba a misa pero conocía los sermones

Fue una entrevista breve, en la cual Vallenilla Lanz habló casi todo el tiempo, y casi exclusivamente de la obra material del Gobierno. Cuando monseñor Arias abandonó el despacho se le había hecho saber que el Gobierno haría publicar en los periódicos una respuesta a la pastoral. Pero esa respuesta no apareció jamás. A cambio de ella, el ministro del Trabajo dirigió al arzobispo una carta privada —con fecha 10 de mayo— que era una edición corregida y aumentada del discurso de Pérez Jiménez. El argumento más poderoso contra la carta pastoral, según el ministro del Trabajo, era la construcción de la Casa Sindical y del balneario de Los Caracas. Los párrocos de Venezuela sabían desde ese momento cuál era su deber: predicar la doctrina social de la Iglesia. Cada domingo, en los púlpitos de Caracas, se pronunciaban sermones cuyo rumor inquietaba, el lunes en la mañana, el desayuno de Vallenilla Lanz.

Particularmente uno de los sacerdotes de Caracas —el padre Jesús Hernández Chapellín— asumió una posición combativa. Joven, de una salud a toda prueba y un notable valor personal, el padre Hernández Chapellín, director de La Religión, se sentaba todas las noches frente a su máquina de escribir a ejercer su doble ministerio de sacerdote y periodista. El 13 de agosto, Vallenilla Lanz —bajo el pseudónimo de R. H—publicó en El Heraldo una interpretación atolondrada y arbitraria de la justicia social. Al día siguiente, el padre Hernández Chapellín publicó una réplica que no mandó a la censura porque sabía que la censura no la habría dejar pasar: “Orientaciones a R. H.”. A las 10:00 am, una llamada telefónica del Ministerio del Interior lo despertó en su residencia particular. El propio Vallenilla Lanz estaba al teléfono. “Padre —dijo el ministro, sin preámbulos— es necesario que usted modifique su actitud”. También sin preámbulos, el director de La Religión respondió: “Mis editoriales los pienso y los medito bien, luego los escribo y los lanzo y me importa poco lo que ustedes piensen de ellos”.

Vallenilla Lanz no respondió nada, sino que citó al padre Hernández Chapellín a su despacho, esa tarde a las 5:00 en punto. El sacerdote llegó con cinco minutos de retraso.

En hora y media, el padre Hernández se hizo conspirador

La entrevista duró un poco más que la de monseñor Arias y esta vez fue el sacerdote quien habló casi todo el tiempo. Vallenilla Lanz, vestido de gris y un poco pálido, no había tenido tiempo de iniciar el diálogo, cuando el director de La Religión tomó la iniciativa. “Voy a hablar —dijo— más que todo como sacerdote que sólo teme a Dios. Con el régimen que ustedes tienen en Venezuela casi todo el pueblo los odia y los detesta”.

Vallenilla Lanz enrojeció:

—¿Por qué? —preguntó tímidamente.

—Porque ustedes tienen un régimen de pánico con la Seguridad Nacional. Es la espada de Damocles sobre la cabeza de cada venezolano. Las lágrimas y la sangre y la cantidad de muertos…

—¿Cuáles muertos? —interrumpió Vallenilla Lanz, con un aire de cándida inocencia.

El padre Hernández Chapellín enumeró, con sus nombres propios, 10 víctimas del régimen. “Y los que no sabemos”, agregó. “¿Y los exilados políticos?”

Vallenilla Lanz empezó a reaccionar.

—Usted llama exilados políticos a bandidos como Rómulo Betancourt —dijo.

—Betancourt y yo —replicó el padre Hernández Chapellín— estamos en trincheras opuestas, como otros muchos exilados. Pero ellos también son venezolanos y aquí deben estar para que les demos la pelea en el terreno ideológico.

Los dos hombres estaban solos en el despacho. El sacerdote, con ese entusiasmo un poco estudiantil con que habla con sus amigos en la redacción de su periódico, siguió enumerando las razones por las cuales el régimen de Pérez Jiménez era una maquinaria de terror. Dijo: “Si cuando el general se tomó el poder hubiera hecho elecciones libres en vez de proseguir y de trancarle la voz a la prensa, se hubiera inmortalizado. Pero la realidad es otra. Se quedó en el poder por un golpe de estado al derecho de sufragio”.

El padre Hernández Chapellín abandonó el despacho a las 6:30 pm, cuando ya habían salido los empleados del ministerio. Con un cinismo inconmovible, Vallenilla Lanz lo acompañó hasta la puerta, lo despidió con un abrazo y le dijo: “Las puertas de mi despacho estarán siempre abiertas para usted”. Pero el padre Hernández no volvió a franquearlas. Siguió librando la batalla desde su modesta oficina de periodista. Pocas semanas más tarde, su robusto y combativo colega, Fabricio Ojeda, se presentó en la redacción de La Religión.

—Padre —dijo Fabricio Ojeda— vengo a decirle una cosa como si fuera una confesión: yo soy el presidente de la Junta Patriótica.

A partir de ese día, el padre Hernández Chapellín no fue solamente un sacerdote dispuesto a sacar adelante la doctrina social de la Iglesia ni solamente un periodista de la oposición. Fue también un conspirador.

Lluvia de volantes en la Catedral

Estrada acechaba en su plácido despacho de la catedral metropolitana, de espaldas a un estante atiborrado de libros que cubre toda una pared, el padre José Sarratud recibió el 11 de julio, a las 2:00 pm, una llamada telefónica del Ministerio de Justicia. El padre Sarratud, que es muy joven pero que parece más joven de lo que es, no tenía motivos para conocer la voz del ministro: era la primera vez que la escuchaba. En pocas palabras, el ministro le dijo: “Padre, usted está atacando al Gobierno en sus sermones”. El padre Sarratud, sin levantar la voz, sin el menor indicio de alteración, respondió: “No hago otra cosa que predicar la doctrina social de la Iglesia”.

Durante un mes entero, no modificó el tono de sus sermones. En septiembre volvió a llamarlo el ministro de Justicia, y el padre Sarratud volvió a responder: “Señor ministro, no hago otra cosa que predicar la doctrina social de la Iglesia”. Poco tiempo después, un incidente habría de llevar el nombre del padre José Sarratud hasta el sombrío despacho de Pedro Estrada. Ocurrió el 12 de diciembre: durante una manifestación de mujeres, a un costado de la Catedral, un hombre gritó: “Abajo Pérez Jiménez”. Tratando de alcanzarlo, un policía se abrió paso entre las mujeres y agredió a una de ellas, encinta. Seis hombres atacaron al agente. De pronto, sin que nadie hubiera sabido en qué momento, millares de volantes contra el Gobierno cayeron sobre la multitud. Habían sido lanzados desde la torre de la Catedral.

Pedro Estrada hizo averiguaciones y descubrió que aquellos volantes habían sido impresos en el multígrafo de la Catedral, puesto al cuidado del padre Sarratud. El director de la Seguridad Nacional esperó un momento propicio para actuar.

Ese momento propicio se presentó el 1° de enero, a raíz del levantamiento de Maracay. Desde cuando volaron los primeros aviones sobre Caracas, Estrada se asiló en la Embajada de Santo Domingo. Pero al día siguiente, cuando supo que el golpe había fracasado, se instaló en su despacho de la avenida México, a dirigir personalmente las represalias. El 3 de enero, el arzobispo le dijo por teléfono al padre Sarratud que Pedro Estrada lo estaba buscando desde hacía tres días. El sacerdote, que no se había escondido, se echó al bolsillo el breviario y se dirigió en automóvil a la SN. Lo recibió Miguel Sanz, quien sin formular juicio lo mandó a la celda. En el cuarto piso de la Seguridad Nacional se llevó una sorpresa: allí había, detenidos, cuatro sacerdotes más. Se les acusaba de que sus sermones eran la causa moral del levantamiento militar.

Cinco sacerdotes presos: El Gobierno se cae a pedazos

Al padre Alfredo Osiglia lo fueron a buscar cuatro detectives armados, en la mañana del 2 de enero, hasta la iglesia de la Candelaria, donde acababa de decir la misa. A las 3:00 pm, monseñor Delfín Moncada, después de almorzar en su casa de Los Chaguaramos, llegó en su modesto automóvil negro al despacho parroquial de Chacao, y allí lo esperaba un hombre de apariencia humilde. Era un enviado de Pedro Estrada. Monseñor Moncada se comunicó con el arzobispo por teléfono y se dirigió, solo, a la Seguridad Nacional. Lo condujeron al despacho de Sanz. Sentado en un rústico banco de madera, ese sacerdote sólido y sanguíneo, pero de edad avanzada, esperó al segundo de Pedro Estrada durante siete horas, minuto a minuto. Había ido con el propósito de dejar una constancia, pero dos guardias armados de ametralladoras le comunicaron que estaba detenido. Al atardecer, monseñor Moncada pidió permiso para ir al baño. Los guardias lo acompañaron, encañonándolo, y no le permitieron cerrar la puerta.

A las 11:00 pm, rodeado de sus guardaespaldas, entró Miguel Sanz. “Usted —dijo, dirigiéndose a Monseñor Moncada— encabeza la lista de cinco sacerdotes que son los autores morales del cuartelazo de Maracay”. Luego, sin solución de continuidad, agregó:

—Además, usted se ha mostrado desatento con el Presidente.

—En los afectos no se mete ni Dios —respondió Monseñor Moncada.

—Vaya a predicar eso allá arriba —replicó el negro Sanz.

Allá arriba, en el cuarto piso, estaba desde el mediodía el padre Jesús Hernández Chapellín, el único de los cinco sacerdotes que fue sentenciado personalmente por Pedro Estrada. Para el director de La Religión, la Seguridad Nacional destacó ocho detectives: cuatro en su oficina y cuatro en su casa. El padre Hernández Chapellín, que no quiso presentarse a la seguridad antes de hablar con el Arzobispo, eludió los sitios habituales y almorzó en casa de unos parientes suyos, en el Cementerio. De allí se comunicó por teléfono con monseñor Arias, quien envió a un sacerdote para que lo acompañara hasta la avenida México. A las 2:00 pm, impecablemente vestido de azul claro y con corbata blanca, Pedro Estrada lo hizo pasar a su despacho:

—Padre —le dijo— usted está complicado en el golpe militar de ayer. Ese es el resultado de sus editoriales que son incendiarios, revolucionarios, y que no parecen de un ministro de Dios.

Pedro Estrada no levantó los ojos en ningún momento de la entrevista. Hablaba con la cabeza inclinada, eludiendo sistemáticamente la mirada segura del padre Hernández Chapellín.

—No refuto lo de Maracay —respondió el director de La Religión— porque me parece infantil. En cuanto a mis editoriales, le diré que me tiene sin cuidado lo que ustedes piensen y no es mi culpa si ustedes se ven retratados en ellos.

—¿Usted no está de acuerdo con el régimen? —preguntó Pedro Estrada.

—No. Estoy en completo desacuerdo.

Estrada no se atrevió a hacerse responsable de su detención. Dijo que tenía órdenes superiores. El padre Hernández Chapellín fue conducido al pabellón destinado a los cinco sacerdotes. Sólo uno de ellos salía todas las noches a dormir a su casa, el padre Pablo Barnola, de la Universidad Católica. Querían que se asilara para que abandonara al país. Pero el padre Barnola no lo hizo. Sus compañeros de prisión le llamaban “el semi interno”. La única visita que se les permitió fue la del doctor Guillermo Altuve Carrillo, enviado personal de Pérez Jiménez, el domingo 5 de enero. Trató de convencerlos de que modificaran su actitud en relación con el Gobierno. Pero ellos se mostraron inflexibles. El doctor Altuve Carrillo, furibundo, les lanzó una amenaza:

—Sepan que no tumbarán al Gobierno.

Aquella amenaza no duró mucho tiempo. El 13 de enero, el Gobierno empezó a caerse a pedazos. Pedro Estrada abandonó el país. El coronel Teófilo Velasco, quien lo reemplazó, puso en libertad a los cinco sacerdotes.

El padre Álvarez, de La Pastora, un conspirador de rueda libre

La ciudad que ellos encontraron al salir de la cárcel había sufrido una transformación sensacional. Todo el mundo, desde el industrial en su gerencia hasta el vendedor ambulante en la calle, estaba conspirando. En la humilde parroquia de La Pastora, el padre Rafael María Álvarez Flegel —156 centímetros cargados de un dinamismo incontenible— estaba comprometido hasta los huesos en la conspiración. En los primeros días de enero, un sobrino suyo, Ramón Antonio Álvarez Cabrera, estudiante del colegio Carabobo, le informó confidencialmente que estaba actuando en contacto con la Junta Patriótica. Necesitaban un multígrafo. El padre Álvarez no se conformó con compartir el secreto y prestar el multígrafo de la parroquia para reproducir los volantes clandestinos, sino que hizo las copias en su máquina y trabajó personalmente en la impresión. Usaba guantes para evitar las huellas digitales. Durante los primeros 15 días del año, sin ningún contacto directo con la Junta Patriótica, el padre Álvarez ocupó la jornada entera en su ejemplar trabajo de conspirador espontáneo. Los muchachos llevaban el papel en la mañana y volvían en la noche por las copias. En varias parroquias se adelantaba una actividad semejante. Apenas salido de la cárcel, el padre Sarratud entró en contacto con otros grupos estudiantiles que celebraban reuniones en una dependencia de la Catedral e imprimían allí volantes clandestinos.

A medida que se acercaba el martes 21, el padre Álvarez sentía que los días le quedaban cortos. La huelga general estaba preparada, pero el efervescente párroco de La Pastora en su solitario y escueto despacho, sin otro contacto con el gigantesco mecanismo de la conspiración que su grupo de estudiantes, sentía que algo faltaba: un ultimátum a Pérez Jiménez, con condiciones concretas. En la noche del 19 redactó él mismo, por su cuenta y riesgo, el último volante, y se tomó la libertad de firmarlo: “La Junta Patriótica”. No se conformó con imprimirlo, sino que puso al correo urbano en sobres cerrados una copia para Pérez Jiménez y cada uno de sus ministros. En su cuarto, debajo de la estrecha cama de hierro pintada de azul, quedaron 500 ejemplares que los muchachos irían a buscar esa noche. Los esperó hasta las 11:00 pm. Antes de acostarse dio orden al sacristán de no quitar las cuerdas de las campanas para que los huelguistas pudieran tocarlas al día siguiente, a las 12:00 en punto. Se durmió a la media noche después de escuchar los últimos boletines en la radio. A la 1:30 am varios golpes a la puerta lo despertaron sobresaltado. Una voz masculina gritó: “Padre, acompáñenos, para que bautice un niño que se está muriendo”. El padre Álvarez abrió la puerta y vio al resplandor de las bombillas del patio cuatro hombres oscuros, con las manos en los bolsillos. Eran agentes de la Seguridad Nacional.

Las campanas de la mayoría de las iglesias de Caracas anunciaron a las 12:00 el principio de la huelga general. La policía había destacado agentes para evitarlo, pero los sacristanes tenían órdenes terminantes de facilitar la entrada de los huelguistas. A monseñor Moncada lo visitó el prefecto de Chacao, a las 11:00 am, para advertirle que sería sancionado si tocaba las campanas. El sacerdote respondió que la policía no podía prohibir la costumbre secular de dar las 12 seguidas por un breve repique. Protegido por el pueblo, el sacristán repicó tres minutos por cuenta del párroco y tres minutos más por su propia cuenta.

En la Candelaria, la policía estuvo a punto de enloquecer con unas campanas que sonaban sin campanero. El párroco había instalado a los altoparlantes una cinta magnética, que giró —repicando— durante varias horas. El párroco contempló el espectáculo desde el abasto de enfrente, vestido de civil.

Al padre Álvarez le habría gustado tocar las campañas con sus propias manos. Pero a esa hora estaba detenido en el convento de los Padres Benedictinos de San José del Ávila. Los agentes de la SN habían pasado la madrugada en su dormitorio, esperando instrucciones. Uno de los estudiantes llamó por teléfono y fue un detective quien respondió: “¿A qué hora es la misa?”, preguntó el estudiante. “No hay misa”, respondió el detective, sin saber que aquello era una clave. Por esa respuesta supieron los muchachos que el padre Álvarez estaba en poder de la Seguridad Nacional. Acompañado por el arzobispo, el coronel Velasco se dirigió a La Pastora a las 6:00 am y se opuso a que el párroco fuera conducido a la seguridad. Desde su celda conventual, el padre Álvarez oyó las campanas, las cornetas y los pitos de las fábricas, y supo entonces que su labor no había sido inútil y que antes de 48 horas estaría de nuevo en su púlpito.

En la Iglesia profanada, el párroco herido esperaba…

El arzobispo se encontraba en una situación difícil: no podía intervenir directamente en política, pero tampoco podía —ni como miembro ilustre de la Iglesia ni como venezolano— impedir el trabajo subversivo de sus párrocos. Las relaciones entre Venezuela y el Vaticano habían llegado a un peligroso grado de tirantez. El nuncio apostólico había protegido en la Nunciatura al político Rafael Caldera y a un oficial del levantamiento de Maracay. Monseñor Jesús María Pellín —cuyo despacho es una biblioteca blindada de 14.000 volúmenes— había pronunciado un sermón sobre el prevaricato y se había visto precisado a abandonar discretamente el país. Como miembro, varias veces reelecto, del comité de Libertad de Prensa de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) había firmado una declaración en la cual se condenaba el régimen de Pérez Jiménez por haber amordazado a la prensa.

En todos los frentes la Iglesia participaba en la resistencia. Los colegios dirigidos por religiosos estuvieron entre los primeros que echaron sus alumnos a la calle para que manifestaran contra el régimen. El régimen lo sabía, pero ya en enero habría podido encarcelar a todos los sacerdotes de Venezuela sin ningún resultado. La fuerza democrática se había desencadenado. Monseñor Hortensio Carrillo, párroco de Santa Teresa, tenía informes de que la policía y la seguridad, a espaldas del coronel Velasco, tenía preparado un asalto a su templo. Sólo se esperaba una oportunidad.

Monseñor Carrillo no podía renunciar a su deber. El martes 21, un poco antes del mediodía, estaba diciendo su misa ordinaria cuando una manifestación de médicos perseguida por la policía se refugió en la iglesia. En la confusión, la misa fue interrumpida, y agentes uniformados y civiles irrumpieron en el recinto, armados de fusiles y ametralladoras. En un instante la iglesia de Santa Teresa se impregnó de gases lacrimógenos, pero los policías impidieron la salida de las 500 personas —hombres, mujeres y niños— que se asfixiaban en el interior. Una bomba estalló a pocos metros de monseñor Carrillo. Los fragmentos se le incrustaron en las piernas y el párroco, con la sotana en llamas, se arrastró hasta el altar mayor. A pesar de la confusión, un grupo de mujeres mojaron sus pañuelos en el agua bendita de la sacristía y apagaron la sotana del párroco.

Cuando la iglesia fue evacuada, la policía se opuso incluso a que las ambulancias se llevaran oportunamente a los heridos. El arzobispo llamó por teléfono al comandante de la policía, Nieto Bastos, cuando todavía la iglesia estaba sitiada. Nieto Bastos respondió: Son ellos quienes están acribillando a la policía.

Monseñor Carrillo no pudo ser conducido al hospital. Con las piernas inutilizadas por los fragmentos de la bomba fue llevado al despacho parroquial, hasta donde logró penetrar, al atardecer, un médico que le prestó los primeros auxilios. El sacerdote fue sentado en un escritorio frente a una puerta que da directamente sobre la calle. Una patrulla de policía hizo tres descargas contra la puerta: un tiro de fusil, otro de revólver y una ráfaga de ametralladora. La bala de fusil perforó la puerta, atravesó el despacho y se incrustó en la pared del fondo, a 20 centímetros sobre la cabeza de monseñor Carrillo.

Durante toda la noche, mientras el párroco sufría en su dormitorio del primer piso, presa de terribles dolores, la policía disparó contra la iglesia para dar la impresión de que allí había grupos atrincherados. Energúmenos, subrayaban las descargas con toda clase de expresiones obscenas. Pero monseñor Carrillo, a pesar de su estado, sabía que aquel asedio no podía durar mucho tiempo. Así fue. El heroico pueblo de Caracas, con piedras y botellas, descongestionó el sector a la mañana siguiente. Horas después, el párroco experimentó una inmensa sensación de alivio. La misma sensación de alivio que experimentó Venezuela. Era la madrugada del 23 de enero. El régimen había sido derrocado.

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Publicado en la Revista Bohemia en marzo de 1958. Tomado con autorización del blog del Centro Gumilla

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