Perspectivas

“Doctor: le debo un concierto”

Fotografía de Diego Vallenilla

07/05/2023

El padre de Yaneiski luchaba para salvar la vivienda: el agua entraba por debajo de las puertas y se colaba por el techo. En un esfuerzo desesperado para crear una vía de escape intentó abrir un agujero en la pared dando golpes con la pesada mandarria. Padre e hija tomaban turnos, los niños ayudaban como podían alzando objetos y colocándolos sobre la cama. El nivel del agua sobrepasaba la altura de sus tobillos.

El padre levantó la herramienta y golpeó con fuerza, en medio de la confusión no vio la mano de Yaneiski apoyada en la pared, el impacto cayó directamente sobre los dedos. Temblando de dolor, Yaneiski sentió cómo la sangre corría por la palma hasta el codo. Bajó la mirada: horrorizada, vio sus dedos mutilados; en el agua fragmentos de hueso y piel triturada.

Era la una de la tarde de un 16 de agosto. Llovía en San Juan de los Morros.

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El personal de la clínica Santa Rosalía hacía lo posible para atender la emergencia. El golpe ocasionó daños a los tejidos óseo y blando. Así lo evidenció el estudio de rayos X:

Paciente femenino de 27 años quien presenta fracturas desplazadas en las falanges media y distal de los dedos índice y medio, fractura desplazada en la falange distal del dedo anular de la mano derecha y concomitante heridas abiertas por lo que requiere operación quirúrgica.

Debido a la gravedad de las lesiones, los médicos sugirieron amputar los segmentos afectados. Ante la negativa de Yaneiski se contactó al traumatólogo de guardia, el doctor Adolfo Useche, especialista en hombro y rodilla. Desde un principio fue sincero: «Negra, yo no soy especialista en mano, pero prometo no dejarte sin tus dedos, voy a colocarte material de osteosíntesis para tratar de fijar los huesos en su lugar. Sin embargo, es muy probable que pierdan toda movilidad».

En efecto, los dedos índice, medio y anular no respondieron a la orden que les daba Yaneiski cuando, al despertar de la anestesia, intentó moverlos. El dolor en la escala sobre 10 puntos (siendo 10 el máximo posible), lo ubicaba en 10/10, ¿para qué serviría ahora su mano? ‒se preguntó llorando‒, ¿cómo podría subsistir? Pensaba en esos tres pistones que tantas veces habían presionado: eran su vida.

El accidente lo cambió todo. Yo solo pensaba en lo único que sabía y amaba hacer: tocar la trompeta. Nací y crecí en San Juan de los Morros donde realicé mis estudios musicales. Fui de las primeras niñas en tocar ese instrumento no solo en el estado, sino en el país. Puse mucho empeño en aprender. Entré primero a la orquesta infantil y luego a la juvenil. Fue entonces cuando el maestro Marcos Carrillo, quien era el director de la Orquesta Sinfónica del estado Guárico, me propuso audicionar para optar a un puesto en la sinfónica del estado. Trabajé con disciplina y pasé la audición. No quedé en un nivel alto pero no me importó: yo, una niña de once años, era parte de la orquesta profesional del estado.

A tres meses de la cirugía, el doctor Useche removió el material de osteosíntesis y la refirió a un experto en trastornos de mano. Yaneiski nunca olvidará aquel día en el hospital Israel Ranuárez Balza: el especialista sugirió “tronar” los dedos para romper las adherencias que, según él, limitaban el movimiento. El dolor la hizo perder el conocimiento, pero no recuperó la movilidad.

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La siguiente visita la hizo a un fisiatra, el doctor Garcés, quien recomienda dos sesiones de fisioterapia semanales. Acude regularmente. También ve en Caracas a otro cirujano especialista en mano. El proceso de rehabilitación no surte el efecto esperado, el experto opina que no hay nada más que hacer.

Al año de tratamiento el doctor Garcés ofrece continuar de forma gratuita, los dedos continuaban inmóviles. Ante la decepción de Yaneiski, el galeno garabatea en un papel: «Este es el nombre del médico a cargo de la sección de cirugía de mano del Hospital Miguel Pérez Carreño en Caracas, viene a San Juan en un intercambio académico. Nada pierdes consultando».

«Dr. Álex Quintero», leyó.

Sin esperanza, guardó el papel.

Fueron muchos los obstáculos. A los nueve años mis padres se separaron. Mi papá se desentendió de nosotros económicamente. Mi madre era trabajadora del hogar, hacía labores de costura para ganar un poco de dinero. Eso me causaba mucha inquietud porque yo veía a esa mujer sola luchando para mantenernos a mi hermana y a mí. Gran parte de la ilusión de integrar la orquesta era poder ayudarla.

Fui escalando peldaños con mucho esfuerzo. En la siguiente audición quedé en un nivel más alto, lo que significó que me asignaran una beca. No recuerdo exactamente el monto, pero a partir de ese momento me independicé de mi madre y podía darle una pequeña ayuda.

Fotografía de Diego Vallenilla

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El doctor Quintero veía las láminas de rayos X y los estudios de tomografía; su actitud era serena. Finalmente, reclinándose hacia atrás, el médico levantó la mirada: «Esos dedos se van a mover, volverás a tocar tu instrumento», dijo con voz pausada; «tienes que ser valiente y paciente, es mi único requisito, se van a necesitar mínimo seis operaciones».

No podía creer lo que escuchaba: «¿Usted se refiere a mí doctor, a mi mano?» preguntó en un susurro. «¿Y a quién más?», contestó sonriendo. «No será fácil, pero con la ayuda de Dios, es una promesa».

Yaneiski observó al rostro plácido que de pronto le devolvía la esperanza. Sintió la vista nublarse: «Doctor» ‒dijo temblorosa‒ «yo también le hago una promesa: si logro mover los dedos, mi primer concierto será para usted».

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La primera cirugía se pautó a las dos semanas en el Hospital Miguel Pérez Carreño. Otra sorpresa aguardaba a Yaneiski: el doctor Quintero cubriría todos los gastos asociados con la operación.

A las cuatro y treinta de la madrugada del día acordado, Yaneiski y su madre salieron de San Juan de los Morros rumbo a Caracas en autobús. Llegaron a las seis y media de la mañana. A las nueve, después de realizar los exámenes preoperatorios, Yaneiski  ingresa a quirófano.

La operación duró unas tres horas. A las cuatro de la tarde madre e hija regresaban a San Juan. Yaneiski, con la mano vendada, veía por la ventana. Hacía esfuerzos para no llorar, el dolor, en la escala de 10, era de 10/10. Su madre trataba de animarla: «Mija, aguanta un poco más, son solo unos días».

Pero Yaneiski sabía que no era así: «No vieja, no son solo unos días», pensó cerrando los ojos, «faltan cinco operaciones más, ¿cómo voy a aguantar este dolor? ¿Con qué vamos a pagar los viajes a Caracas? ¿Y si no resulta?»

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Cada tres meses, durante año y medio, Yaneiski mantuvo la misma rutina: salía de San Juan a las cuatro y treinta de la madrugada, la operaban y volvía en el bus de las cuatro de la tarde. Las curas post operatorias las realizaba su abuela, enfermera de profesión. Las heridas en los dedos índice, medio y anular corrían desde la punta de las falanges hasta la palma de la mano. Las suturas y el material de osteosíntesis los retiraba el doctor en alguna de sus visitas quincenales a San Juan. El dolor, en todo el proceso, era martirizante.

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Fotografía de Diego Vallenilla

«Trata de moverlos», ordenó el doctor. Los dedos sin uñas, inflamados y rojizos permanecían inmóviles. Yaneiski fijó la mirada en ellos.

Era la tercera operación. Ambos observaban en silencio la mano que reposaba sobre la mesa quirúrgica. Respiró profundo; el sudor corría por la espalda. Lo sintió como si levantara un gran peso, torpe, descoordinado y lento: el dedo índice, ante la mirada perpleja de médico y paciente, cambió de posición, un pequeño movimiento de flexión y extensión que se replicó en las articulaciones interfalángicas media y distal. Incrédula, lo intentó de nuevo para obtener el mismo resultado: el dedo se movía voluntariamente.

Sin apartar la vista de la mano, se mantuvo sentada, habían transcurrido tres años desde la última vez que movió sus dedos, jamás pensó que llegaría este momento. Con lentitud, levantó la mirada al rostro sereno que la veía con ojos húmedos. ¿Cómo agradecer a quien le devolvía la vida?

«Doctor» dijo con voz entrecortada, «le debo un concierto».

Durante todo ese tiempo la trompeta estuvo guardada, verla era muy doloroso. El día que comencé a mover los dedos sentí el impulso de sacarla de nuevo, pero los músculos estaban muy débiles. El doctor Quintero me advirtió que no debía forzarlos: antes de hacer cualquier intento debía completar la rehabilitación que él mismo me hacía.

Otro obstáculo era la lubricación del instrumento, había pasado mucho tiempo sin mantenimiento. La trompeta es delicada y necesita un aceite especial. Yo no contaba con los recursos para adquirirlo, pero una amiga en Caracas se enteró y me lo envió de obsequio.

Nunca olvidaré el momento en que la saqué de su estuche, sentí el corazón acelerarse. La coloqué sobre la cama, la desarmé y sobre un paño coloqué las piezas; lubriqué cada una con extremo cuidado, recuerdo el temblor de mis manos al manipularlas. Mi madre y mis hijos veían sin decir palabra, no me atrevía a levantar el instrumento.

Con miedo, coloqué los labios en la boquilla. Tomé aire, soplé, un do grave se escuchó débil; continué, presioné con el primer y tercer dedo, primero y segundo, primero… re, mi, fa… Volví a intentarlo, inspiré nuevamente… sol, la, si…

La segunda vez sonó con más fuerza.

Cinco años desde el accidente.

Los milagros ocurren: tenía uno en mis manos.

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Yaneiski no olvidó su promesa. Para cumplirla planificó un recital sorpresa en el  lugar de trabajo del doctor Quintero, el Hospital Ortopédico Infantil; contaría con el apoyo del departamento de eventos especiales, la acompañaría un grupo de amigos músicos. Para el repertorio escogió cuatro valses venezolanos. Los arreglos los hizo su amigo trompetista, Alfredo Morales.

El 9 de diciembre de 2021, en horas de la tarde, Yaneiski llegó a Caracas. La actividad estaba pautada para la mañana siguiente. Ensayaron hasta muy entrada la noche.

Una pequeña glorieta ubicada en un jardín interno del hospital fungió como improvisado teatro. A las diez de la mañana médicos, enfermeras, pacientes y visitantes aguardaban la llegada del doctor; se había corrido la voz sobre la historia de Yaneiski.

Finalmente, hizo su entrada: la expresión serena se transformó en sorpresa. Miró alrededor confundido. Con una ligera inclinación de cabeza, Yaneiski dio una señal para comenzar, las notas claras de «Brisas del Torbes» flotaron en el aire. El médico tomó asiento, sus ojos brillantes veían con asombro la trompeta que resplandecía, los dedos que presionaban los pistones con naturalidad: el instrumento, en manos de Yaneiski, volvía a sonar.

Los aplausos retumbaron al finalizar. Muchos lloraban, médico y paciente se fundieron en un largo abrazo: «Te felicito, Yaneiski, cuánta alegría me da verte tocar la trompeta otra vez», dijo con seriedad, «el camino no fue fácil, pero fuiste valiente y luchaste hasta el final». Yaneiski lo miraba entre lágrimas, «cada uno hizo su parte», continuó, «yo solo estuve a tu lado como un simple instrumento».

La abrazó nuevamente, la bata blanca y el dorado brillante de la trompeta. Con la misma serenidad con la que evaluó por primera vez los dedos inmóviles de quien luchó por recuperarlos hasta el final, el doctor Álex Quintero celebró la promesa cumplida.


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