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Diario literario 2024, junio (parte II): Piero en el Poldi Pezzoli, el Chicago de Sandburg, Carlo Ginzburg, Tibulo contemporáneo
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Milán, domingo 9 de junio de 2024
Piero en el Poldi Pezzoli
El Museo Poldi Pezzoli de Milán es una de las colecciones privadas más exquisitas de Europa. Lejos del neo-riquismo de mal gusto que hace incómoda la visita a estas instituciones en muchas ciudades, el palacio va abriendo sus cámaras al visitante como una muñeca rusa con espacios que dan paso a otros y a otros, hasta llegar al fondo, donde nos espera y sorprende uno de los mejores Jusepe Ribera que se conserva, un “Retrato de un jesuita” que, sin presiones ni sectarismo, nos recuerda que todas las glorias, menos la divina, son efímeras. No podía ser de otra manera. Los Poldi Pezzoli eran viejos terratenientes lombardos, alejados de las prisas arribistas de banqueros y comerciantes. Y los Trivulzio, la familia de la madre, remontaban sus nobles orígenes hasta el siglo X. Gian Giacomo, único heredero, activo miembro de la resistencia anti austríaca, decidió desde temprano formar una colección, no sólo de arte, sino de armas, chinas, vidrios y otros objetos de la más elevada artesanía. Sin mostrar mayor interés por ruidosas obras maestras, como las del Jacquemart-André o la Frick Collection, Giacomo dirigió sus inversiones, bajo la supervisión de su asesor, el director de la Pinacoteca di Brera, a la adquisición de pinturas de los maestros de su nativa Lombardía. Con obras de artistas notables y poco conocidos, casi todos discípulos de Leonardo durante sus años en Milán, como Bartolomeo Veneto, Il Bergogone, Ambroggio Praedis o el formidable Bernardino Luini. Sin embargo, será un perfil de Polaiollo, uno de los mejores retratos de todo el Renacimiento, el ícono que identifica el museo de via Manzoni.
Con la neoyorquina Frick Collection, el Poldi Pezzoli mantiene más de una afinidad electiva. La más conspicua tal vez sea que en ambas colecciones se incluyen pinturas que integraban el Políptico Agustiniano, el magnífico retablo de Piero della Francesca, desmembrado en fecha incierta por la avidez coleccionista. Del total, sólo se conservan ocho tablas, cuatro de los paneles centrales y cuatro de la pradella y paneles secundarios. Después de los fallidos proyectos de grandes museos y colecciones, el Museo Poldi Pezzoli ha logrado la nada obvia reunión de los ocho fragmentos dispersos en una magnífica exposición, que es un homenaje a Piero, uno de los más grandes de todos los tiempos, pero también a Giacomo Poldi Pozzoli, cuyo buen gusto y ejemplar nacionalismo, es responsable de esta experiencia memorable.
Milán, martes 11 de junio de 2024
El Chicago de Sandburg
Para un próximo seminario sobre la Literatura, el arte y la economía en Chicago, me releo algunos de los poemas más conocidos de Carl Sandburg (1878-1967), el vate de la gran ciudad, desconsiderado por la crítica académica a pesar de sus dos premios Pulitzer, o acaso por lo mismo. Sandburg nunca quiso adaptarse a los exclusivistas y sectarios criterios de la modernidad. El más difundido de los cuales exigía de los poetas una vasta cultura, que le sirviera para alejarse de cualquier intento de comunicación directa con los grandes públicos. La oscuridad era un atributo absolutamente necesario para ingresar en el canon de la literatura moderna. Nada más oscuro que La tierra baldía, el acopio de fragmentos de T. S. Eliot que era el modelo a seguir. La claridad era un vicio indeseable o síntoma de la falta de inspiración del autor. En un despliegue de estulticia se le daba la espalda a cualquier intento de establecer una comunicación cordial con el lector. Mallarmé era el dios de la secta, a la cual solo los privilegiados podían acceder. Carl Sandburg no era uno de ellos. Todo lo contrario, su lírica se quería émula de la de Walt Whitman, no el santo más devoto por parte de los adalides de la modernidad. Con insistencia incómoda, Sandburg, escribía para ser entendido, no lo desvelaban las retorcidas formas retóricas de los poetas metafísicos del siglo XVII, ni tenía entre sus proyectos tratar de resolver el enigma del Golpe de dados del vate galo. No por eso se propuso una lírica modesta y limitada. Para nada. Lo suyo era, como Whitman, revivir la tradición bárdica, oral, que había sido la de Homero. Whitman se lo propuso en Nueva York y fue menospreciado por la academia. Sandburg hizo lo mismo en Chicago y contó con el apoyo de la gran urbe del mid-west. Uno de los más inspirados de sus textos es un homenaje a la ciudad natal, escrito “en roman paladino, / en el cual suele el pueblo fablar a su vecino”. Esta es mi versión provisional:
CHICAGO
Carnicero del mundo,
fabricante de herramientas, apilador de trigo,
juegas con los trenes y repartes las mercancías por el país,
fornida, tormentosa, peleona,
ciudad de anchos hombros.
Me dicen que eres una malvada, y es verdad; he visto tus mujeres pintarrajeadas
bajo la lámpara atrayendo a los muchachos campesinos.
Me dicen que eres deshonesta y respondo: Sí, es cierto, porque he visto
al pistolero matar y salir en libertad para seguir matando.
Me dicen que eres brutal y les digo: En el rostro de las mujeres y los niños
he visto las marcas del hambre desatada.
Y después de haber respondido, me dirijo una vez más a los que menosprecian mi ciudad
y les devuelvo el menosprecio diciendo:
Muéstrenme otra ciudad con la cabeza en alto y cantándole a la vida con tanto orgullo
de vivir y ser tan grosera, ruda y astuta.
Lanzando magnéticas maldiciones, entregada a su trabajo.
Aquí está un muchacho, buen bateador alto y atrevido,Ç
enemigo de las blandas y pequeñas ciudades.
Feroz como un perro con la lengua afuera lamiendo,
como un salvaje enfrentado al desierto. Con la cabeza desnuda,
peleando, demoliendo, planificando, construyendo, rompiendo,
reconstruyendo.
Bajo el humo, con polvo en la boca, riendo con sus blancos dientes,
riendo bajo la terrible carga del destino, riendo como ríe un joven,
como un ignorante luchador que nunca ha perdido un combate,
fanfarroneando y riendo porque en su muñeca late el pulso y bajo sus costillas
late el corazón del pueblo.
¡Riendo! Con la risa tormentosa, ruda y fuerte de la juventud,
medio desnudo y sudando, orgulloso de ser el Carnicero del Mundo,
el fabricante de herramientas, apilador de trigo que juega con ferrocarriles
que manipula la carga del país entero.
Carlo Ginzburg y el bufón Gonella
Aprovecho el buen clima de esta mañana tardía de primavera para leerme, en el banco de una plaza cercana, el interesante ensayo de Carlo Ginzburg, Jean Fouquet. Rittrato del buffone Gonella (F.C. Panini). Ginzburg (1939) es el mejor representante en Italia de la escuela de Warburg, que es el nombre de su fundador, Aby Warburg, responsable de la difusión de los estudios iconológicos de la historia del arte. Ginzburg es autor de muchos libros (casi todos traducidos al castellano), donde pone en práctica la metodología warburgiana que, en pocas palabras, es la búsqueda del significado último de una obra de arte a través de la exploración de las imágenes relacionadas con el sujeto de estudio. Una clara muestra es el estudio de Giznburg sobre Piero della Francesca. Empero, no todo es arte en Ginzburg. Como fundador de algo que han llamado “micro historia”, ha escrito notables ensayos sobre temas fuera del alcance de la historia convencional, que es lo que hace en El queso y los gusanos, por ejemplo. Lo del bufón Gonella es un pequeño volumen, ampliamente ilustrado, donde se detiene a considerar la autoría del famoso “Bufón Gonella”, una de las tantas joyas del Kunsthistorisches Museum, de Viena. Que alguno de los antiguos maestros le haya dedicado un retrato a un bufón no debería extrañarnos. La del bufón, como el de El rey Lear, era una función insoslayable en las cortes de la Edad Media tardía, el Renacimiento y el Barroco. Shakespeare, en Lear, lo convierte en el equivalente del coro de los trágicos clásicos. Gonella fue un bufón, ya legendario en su época (siglo XV), que trabajó para importantes nobles italianos, para acabar su carrera en la muy ilustre ciudad de Ferrara durante la hegemonía de Niccolò III, de la poderosa casa Este. La muerte trágica de Gonella no podía ser más bufa, la muerte propia de un bufón. Preocupado por la salud de su amo, Niccolò III, a la sazón presa de una rara dolencia, el irreverente Gonella empujó a su príncipe a las aguas del Po, con la esperanza de que el chapuzón acabara con sus males. Aun antes de secarse, Niccolò ya lo había condenado a ser decapitado. En vano, los ciudadanos y los miembros de la corte trataron de ayudar. Pero la sentencia era firme e inapelable. Lo que todos ignoraban era que Niccolò había dado instrucciones al verdugo para que, en lugar de cortarle la cabeza al condenado, derramara un saco de agua fría sobre su cuello. De esta manera, Gonella conservó su cabeza sobre los hombros, pero perdería la vida de la manera más ridícula. Literalmente se murió de miedo. Todos, en la bella Ferrara, lamentaron la suerte del gran Gonella. Más que nadie Niccolò III Este, que pasó el resto de su vida frecuentado por la culpa. La fuente de Ginzburg no es otra que el inagotable Matteo Bandello, tres de cuyas historias servirían de fuente a tres conocidas piezas de Shakespeare. Pero no es la triste historia de Gonella lo que interesa a Ginzburg, sino, como hemos dicho, precisar el autor del estupendo retrato. Durante casi cien años, la tabla había sido atribuida a diversos maestros. Entre otros, a Giovanni Bellini, a un discípulo anónimo de Brueghel o al mismo Jan van Eyck. Así las cosas hasta que el conocido y respetado Howard Rolling Patch (su clásico, El otro mundo en la literatura medioeval, está en el catálogo del Fondo de Cultura Económica desde hace más de cincuenta años), mientras admiraba por enésima vez la pintura, recordó, de la manera más proustiana, la de la memoria involuntaria, que una nariz como la de Gonnella la había visto en otra pintura, cuyo autor era el notable maestro francés del siglo XV Jean Fouquet. Después de una cuidadosa comparación, escribió el famoso ensayo donde estableció para siempre la responsabilidad del retrato del desafortunado Gonella. La iconología es una disciplina detectivesca que precisa de tres facultades, ya presentes en Sherlock Holmes, una buena retina, elefantina memoria y vasta erudición. Tres atributos que se reiteran en los libros de Carlo Ginzburg, hijo de Natalia Ginzburg, celebrada escritora italiana de origen ucraniano. Y de Leone Ginzburg, intelectual ruso-italiano, traductor de La guerra y la paz, amigo de Norberto Bobbio y Pavese, quien fuera activo enemigo de opositor huestes nazi-fascistas, en una de cuyas prisiones romanas moriría de manera heroica en 1944, a consecuencia de indecibles torturas.
Wilfred Scawen Blunt
En el mismo número de la revista Poetry de 1914, donde fue publicado el poema de Carl Sandburg sobre Chicago, aparece una nota de Ezra Pound sobre el meteórico Wilfred Scawen Hunt, viajero, criador de caballos árabes pura sangre, en la misma Arabia; ideólogo anti-imperialista, cuando nadie lo era, seductor irresistible y, además, poeta. Su diario, del cual apenas conozco un volumen (años 1888-1900), tiene el interés de haber sido escrito por uno de los pocos aristócratas que fue consecuente crítico del imponente imperio británico. Conoció a todos los protagonistas de su tiempo en diversas geografías, de Londres a París, Atenas, Egipto y Arabia. Del 18 de junio de 1889, es la página donde consigna el relato del aristócrata austríaco de origen hispano, Jorge Hoyos, la última persona que vio al príncipe Rodolfo de Austria, con quien estuvo conversando animadamente en Mayerling hasta las nueve de la noche. A la mañana siguiente, fue despertado por la servidumbre ante la negativa de Rodolfo de abrir la puerta de su habitación para servirle el desayuno. Hoyos, en su espeluznante relación, le dice a Blunt que fue él quien cargó el cadáver desnudo de la joven baronesa hasta otra recámara, para que no se dieran cuenta de que había muerto al lado del príncipe heredero. La activa simpatía de Scawen Blunt por la causa irlandesa lo redujo a la prisión por un tiempo indeseable. Estuvo casado con una noble adinerada, de la cual se divorciaría amargamente. De acuerdo con Pound, con el cual no es buena idea estar en desacuerdo, este poema de Blunt, un formidable soneto doble en pentámetros blancos, le garantizaba la posteridad. Transcribo mi primer intento de ponerlo en castellano:
CON ESTHER
El que alguna vez fue feliz,
nunca podrá ser destruido.
Su fortuna no será un secreto.
Y la eternidad, que es una mujer.
le habrá concedido su alegría.
El tiempo será su conquista. La vida
le rendirá tributo. Podrá contra la muerte
el que alguna vez fue feliz. Cuando pongo
el mundo frente a mí, y observo su poder,
sus bajas ambiciones, sus tristes fantasías,
los jirones de placer que llamamos felicidad,
las pobres gratificaciones,
que son la historia y la suma del coraje del mundo
Cuando, a la puerta de una taberna, escucho las risas,
cuando veo multitudes boquiabiertas bajo la lluvia,
mirando en puntillas, y con un sofocado rugido,
el lanzamiento de un cohete, o un toro muerto.
Cuando los avaros manejan el oro, cuando los oradores
tocan el corazón de los fuertes con gloria hasta que lloran,
cuando las ciudades cubren sus calles para estériles guerras
donde han desperdiciado su juventud y, cuando, con calma
pienso en la historia de mi propia vida y veo
la pobreza del material con el cual alimenté
mis sueños, entonces también entiendo la vanidad
que al alma humana sirve de alimento cotidiano,
-entonces recuerdo que una vez fui joven
y viví con Ester entre los dioses de este mundo.
Milán, miércoles 12 de junio de 2024
Doce
DOCE
Hace una docena de años, a esta hora,
antes del mediodía
de una mañana luminosa
de primavera tardía,
estaba yo escuchando misa
en la iglesia de San Gotardo
de Milán.
Rezaba para que el alumbramiento
de Constanza,
después de varios días de retraso,
al fin se presentara.
Un santo serio Gotardo,
por ser alemán,
escuchó mi plegaria,
y tal día como hoy, de 2012,
nacía el gran Alessandro.
Que un día iba a tener un nieto
en Milán no estaba fuera de cálculo.
Constanza,
a sus veinticuatro
escuchó el ancestral llamado
de esta tierra,
y acudió a la cita
para hacerla su segunda patria.
Teniendo en cuenta que, como dijo el griego,
lo primero es lo primero,
y lo segundo no queda lejos.
Lo que no era predecible en aquel 2012, es que también yo, por distintas razones, terminaría viviendo en esta capital lombarda. En tanto, se me acerca el recuerdo de mis doce años. Mi primer día de bachillerato en el Colegio La Salle, mi primer viaje solo en autobús. A los doce, todo es más grande y ajeno. Son los primeros días del exilio irreparable de la infancia, el primer exilio. La navegación en solitario hacia una costa incierta, con la seguridad inquietante de que no habrá más regreso. Nunca pensé que no habría más infancia. Me daba miedo lo inevitable. Presentía que no era cruzar un campo lo que me esperaba. Dos días de adolescencia eran suficiente. Nunca he sido bueno para las aventuras, y aquella me parecía insoportablemente larga. He debido quedarme allí, a los doce. Son los años de Alessandro, y sólo pido a mis viejos dioses que se mantengan allí, siempre acompañándolo.
Milán, jueves 13 de junio de 2024
La Jungla de Sinclair: Chicago
Lo que en poesía representa Carl Sandburg para Chicago, Upton Sinclair lo hace en novela. Aun cuando Sinclair no es un nativo como Sandburg de la ciudad de los vientos, suya es la formidable, La jungla (The Jungle), publicada en 1906, que tiene como escenario un sector de Chicago. Se trata de una de las muestras más acabadas del realismo duro, uno de los atributos de la mejor ficción norteamericana, desde Hawthorne a Updike. Y lo sería de la lírica, a no ser por la deriva ultra cosmopolita y eurocentrista de los teóricos del “modernism” (poco que ver con nuestro modernismo hispanoamericano), a la cabeza de los cuales estarían Amy Lowell, Ezra Pound, T. S. Eliot, Wallace Stevens y Marianne Moore. En Venezuela el realismo será el estilo de Otero Silva, casi todo Gallegos y muchos de los narradores más recientes. Sinclair es el Émile Zola del Chicago de principios del XX. La jungla, que la protagoniza una familia de inmigrantes lituanos, es un descenso dantiano a las infinitas miserias de la industria de los mataderos de Chicago, casi tan grandes en extensión y población como la ciudad misma. Un mundo paralelo, donde el capitalismo más salvaje, de radical deshumanización, hace de la suyas, sin control ni sanción. No muy distinto del capitalismo industrializador de ciudades europeas como Manchester o Liverpool. La tesis evolucionista de Zola en La Taberna, Naná o Germinal, se traslada a esta Chicago donde todo, especialmente la miseria, alcanzó proporciones épicas en esos años de capitalismo desenfrenado. Sinclair siempre fue un hombre de izquierda, y al final del escabroso descenso a los últimos recintos del infierno, Jurgis, el protagonista, encuentra redención en la utopía socialista. En esos años de pre-revolución rusa, la utopía no se había desacreditado. Con su novela, Sinclair, si bien no logró el mejoramiento de las condiciones de la clase obrera, fue el responsable de que la calidad de la industria cárnica se ajustara a elementales exigencias sanitarias. Un logro de proporciones épicas en una ciudad cuya alimentación fue, y sigue siendo, una de las más proteicas del hemisferio occidental. En estos cuadernos he comentado Oil, otra de las grandes narraciones de Sinclair. Una que debería interesarnos más, porque su asunto es la explotación petrolera, origen de distorsionadas petroculturas, como la venezolana.
Milán, viernes 14 de junio de 2024
Tibulo contemporáneo
En la sucursal que me corresponde la Biblioteca de Milán, encuentro al azar un libro precioso. Se trata de la traducción al italiano del volumen de la Pléiade dedicado a la poesía amorosa latina, mejor conocida por las obras de Catulo y Propercio. Tibulo es el tercer gran poeta del grupo. Con los otros dos popularizó en Roma las formas y asuntos de la poesía helenística. Los tres le rindieron tributo al formidable Calímaco, enemigo declarado de la épica con su terrible dictum, mega biblos mega cacos, grandes obras, grandes males. Pero más que por eso, fue la confianza de Calímaco en la posibilidad de la sentimentalidad más sofisticada como asunto de la poesía lo que lo hizo original e influyente. Salvo Virgilio en el Libro Cuarto de Eneida, los poetas épicos tenían poco tiempo para el amor erótico. Desconfiaban del patetismo, enemigos precoces del yo romántico. Héctor nunca tuvo tiempo para declararle su amor a Andrómaca y lo de Helena y París, como se sabe, era solo sexo. Y el buen Aquiles iba más allá de la simple homosexualidad en su atracción por Patroclo, lo más cerca de un hijo que habría de tener en sus fugaces días en la tierra. La poesía Alejandrina, la de Bion, Mosco, Lucrecio y Calímaco es la más moderna de las poesías de la Antigua Grecia. Los romanos sabían lo que hacían al imitarlos, y de allí la contemporaneidad de Catulo o Propercio. Tibulo es el tercer exponente de esta modernidad. Poemas “breves”, autobiográficos, sentimentales, cultos y elaborados. Una diferencia se señala siempre cuando se compara Tíbulo con sus dos compatriotas. A diferencia de Catulo y Propercio, y de todos los alejandrinos, Tibulo, y en esto se acerca todavía más a la poesía contemporánea, no distrae al lector con rebuscadas referencias a la mitología. Prefiere hablar directamente al corazón desde el corazón. Expresar la “true voice of feeling”, como recomendaba Keats. Los tres disfrutaron de la protección de grandes señores, como Mecenas y Mesala; al final, instrumentos de la voluntad de Augusto, quien reservó para él la protección del más grande, el gran Virgilio, bardo de la flamante Roma imperial. Al igual que sus colegas, Tibulo escribió relativamente poco, y algunos de sus textos son de autoría imprecisa. Como esta hermosa elegía que he comenzado a traducir (del italiano y el latín), aprovechando una de las últimas mañanas de la primavera, y escuchando al más querido Vivaldi, el de sus sonatas para cello, en especial cuando son interpretadas por el inmortal János Starker.
Las aguas de la etrusca corriente mantienen alejado
el rigor de la canícula, ahora que la tierra rejuvenece
con la dorada luz de la primavera. Pero negras horas
parecen anunciar para mí la llegada de Perséfone:
no causes daño, oh diosa poderosa, a un joven inocente.
Nunca he intentado descubrir el misterio tremendo
que ningún hombre, de la diosa veneranda, debe violar,
ni, con la mano derecha, he infectado copas con mortales jugos,
ni fatal veneno he suministrado a nadie. Tampoco
he aplicado sacrílego fuego a ningún templo,
y las impías acciones no me remuerden el alma.
No he meditado injurias ni he abierto mi boca
para injuriar a los enemigos. Mis negros cabellos
no conocen todavía la blanca nieve de las sienes,
ni la curva vejez me ha llegado con sus lentos y arrastrados pasos.
¿Qué hay de bueno en impedir que la uva madure
o arrancar con mano malvada el fruto apenas nacido?
Piedad, quienquiera que seas, oh dios, que habitas
en las lívidas olas, y que ejerces tu voluntad en el temido
tercer reino. Que me sea concedido conocer un día
los Campos Elíseos, la barca letea y el ciméreo lago,
cuando mi rostro lo surquen de la vejez las arrugas
que pueda a mis nietos contar los tiempos vividos.
Sería vano aterrorizarse por una imaginaria fiebre,
pero mis miembros languidecen desde hace quince días.
En tanto, celebren ustedes, mis amigos, con la linfa
etrusca y lentamente muevan las lánguidas ondas.
Vivan felices, y que viva también mi recuerdo,
mientras siga con vida y no haya muerto por la cruel
voluntad de los dioses. Por ahora sacrifiquen
negras víctimas a los dioses, mezclando
la blanca leche con el oscuro vino.
El protagonista de la elegía, con adolescente egoísmo, y con razón, encuentra doblemente absurda la muerte. Nadie quiere morir, dice el mercader chino de Jules Verne, pero a la edad del joven personaje es efectivamente inmoral. No importa el nivel de decadencia de los viejos dioses paganos, el miedo es el miedo y rezar no cuesta nada. Al fin y al cabo, como decía el gran vate venezolano, “la mayoría de las veces uno no sabe nada”. Solo los ateos creen en Dios. Si no existiera, no podrían negarlo. En tiempos de ansiedad, Tibulo canta la fragilidad humana, ávida de dioses.
Alejandro Oliveros
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