Diario de Milán

Diario de Milán, enero 2019 (parte V)

02/02/2019

Nerón y Séneca, de Eduardo Barrón.

Milán, miércoles 23 de enero de 2019

Nuevos tiempos

Medianoche justa en Venezuela. En un minuto, la noche va a comenzar a quedarse atrás.

Milán, viernes 25 de enero de 2019

Séneca trágico

Una de las mejores lecturas que me dejaron los treinta años de docencia universitaria, fue la lectura de las, incluso hoy, preteridas tragedias de Séneca. En aquel entonces, comienzos de los años ochenta, no conocía a nadie, ni dentro ni fuera de la academia, que estuviera interesado en este corpus extraordinario. La única edición en castellano, y una muy digna a pesar de los giros madrileños, a veces ininteligibles, de la traducción, era la incluida por Aguilar en las Obras completas del filosofo latino. Más fácil resultaba adquirirlas en la cuidada edición bilingüe de Loeb Classics. Poco después, la editorial Gredos, en su colección clásica, habría de publicarlas en una sorda versión —pareciera una tradición editorial de la empresa—, lo cual era compensado por las pulcras anotaciones y valiosas introducción y bibliografía. A las tragedias de Séneca, a decir verdad, no llegué por un interés especial en la dramaturgia del autor, sino de manera indirecta, cuando, cumpliendo con exigencias de la cátedra, me correspondió ocuparme de Shakespeare y sus contemporáneos isabelinos. Para Shakespeare, el teatro no comenzaba con los griegos, a los cuales no conoció, sino con Séneca. No circularon en su época traducciones de los griegos, pero sí una muy estimulante de Séneca, incluso para los oídos contemporáneos, a cargo John Heywood, una empresa que determinaría la evolución del teatro europeo. Que Shakespeare no conociera las implicaciones teológicas de la dramaturgia de Esquilo o las connotaciones existenciales de la de Sófocles, fue una circunstancia afortunada. Fue lo que dio libertad para fundar un nuevo teatro, el teatro moderno, que es la negación casi total del teatro clásico. Las tragedias de Séneca habían despejado la escena para que Shakespeare y sus contemporáneos la llenaran de acción dramática, personajes de una gran modernidad y una violencia sin límite. Sin el modelo senequiano, el más grande dramaturgo moderno habría escrito de otra manera, y tal no habría sido el más grande. Los tiempos de Séneca, que fueron los de Nerón, fueron los más violentos; no menos violentos que los de Shakespeare, con sus guerras civiles y monarcas decapitadores. Sin Séneca, es probable que Otelo no hubiese terminado con Ofelia, y Hamlet se hubiese reconciliado con su tío Claudio, privándonos del grandioso derramamiento de sangre del final de la tragedia. Nadie mas senequiano que Shakespeare y nadie más shakesperiano que Séneca.

Morgex, sábado 26 de enero de 2019

Intervenciones

La visión inquietante de las cumbres heladas de los Alpes, atravesadas por el gran Aníbal con sus elefantes africanos, a uno de los cuales, muerto en el hielo, tan lejos de su África natal, Primo Levi dedicó uno de sus mejores poemas, me hace pensar en la situación pre-caótica de Venezuela. Donde lo más inquietante son las posibilidades, cada vez más concretas, y no debemos olvidar aquello del pensador norteamericano de que “lo que puede pasar pasa”, de una intervención norteamericana, “legitimada” por cualquier espuria alianza o la dudosa resolución de un organismo internacional. Estas intervenciones son una “especialidad de la casa”, y siguen la receta del general Sam Houston, cuando se apoderó de medio México en respuesta al “asalto” a una oscura guarnición defendida por norteamericanos. Desde allí no han dejado de practicarla en las latitudes mas disímiles. En nuestro tiempo, la de Vietnam es la muestra más elocuente, con su millón de víctimas nativas que no importaron tanto como las cuarenta mil de la potencia invasora. De las grandes universidades de ese país, no pocas veces al servicio de los más oscuros intereses, saldría una nueva política militar, la de las “mínimas pérdidas”, referida por supuesto, como en los territorios ocupados, a la potencia agresora. La idea no es tanto evitar las pérdidas humanas en general, sino las pérdidas “mías”. Con esta tesis han continuado las intervenciones armadas en países como Panamá, Granada y, a gran escala, Afganistán, Pakistán, Libia y Siria. Esta última cortesía del pasado presidente y Premio Nobel de la Paz. De cada mandatario norteamericano se espera que haga una guerra. No quisiera para nosotros la desgracia de ser el escenario del despliegue bélico del nuevo mandatario gringo. Después de veinte años, todavía no se tiene el inventario de las pérdidas que se produjeron con la invasión a Panamá. Una acción parecida en Venezuela sería aún más catastrófica. Con la altísima densidad poblacional de barrios y urbanizaciones, así como la eventual respuesta de grupos armados al servicio de las parcialidades más siniestras, no es improbable que los estrategas de esta trágica e innecesaria salida (la única salida al conflicto son las elecciones libres) estén calculando en cientos de miles las pérdidas humanas (99% nuestras, “of course”). Para los problemas de la democracia, las únicas soluciones son las democráticas.

Morgex, domingo 27 de enero de 2019

Amanece nevando, un espectáculo espléndido pero que no puedo percibir sin que me deje llevar por una leve melancolía. Para una mirada acostumbrada a las ráfagas de la lluvia en los trópicos; el tempo lento, como un adagio, con el cual los copos se posan uno sobre otro hasta amontonarse, produce una sensación de nostalgia por algo perdido. El Paraíso, dirían los teólogos, y es probable que, por una vez, estén en lo cierto.

Christian Ferras y el Opus 61

En Radio Classica Milano la Liebesleid, de Kreisler, en la memorable versión del francés Christian Ferras. Todo lo que el compositor quiso expresar en esta joya de la música de cámara, Ferras la humaniza y la entrega a cada uno de los privilegiados que la escuchamos. No son frecuentes estas ocasiones que nos acercan de tal manera a una melodía; una percepción casi táctil, tridimensional, física, acariciante. Un instante de transfiguración que, como toda epifanía, no dura más que eso, un efímero instante. La participación del solista llega al extremo, cuando la experiencia estética se hace mística. La racionalidad es momentáneamente desplazada y el espíritu se regocija. Casi todo lo que grabó Ferras tiene esta textura, “la materia de la que están hechos los sueños”. Recuerdo con rara claridad mi primer encuentro con el solista galo. Fue cualquier día de 1968 en la lejana Nirgua venezolana, en la casa del poeta Teófilo Tortolero, donde había llegado en compañía de Eugenio Montejo a realizarle una visita. Entre tragos calurosos nos hizo oír el Doble Concierto para Violín de Bach, en el cual Yehudi Menuhin compartía con Ferras. Más tarde, me tocaría escuchar la misma pieza con otros destacados solistas pero ninguna como la versión nirgueña de Teófilo quien, con Ferras, mantenía más de una fatal afinidad. No obstante, fue con el Op. 61 de Beethoven cuando Ferras se me presentó en toda su gloria. De ponerlo a escoger, estoy seguro que el irascible compositor escogería esta versión y prohibiría su interpretación por todos los demás violinistas, no importa sus méritos. La carrera de Ferras tropezó con dos pruebas insalvables, la depresión y el alcohol. De la mano de ambas se procuraría a sí mismo la muerte ante sus intentos repetidos de ponerse a salvo. La música puede ser un salvavidas, pero no siempre.

Milán, lunes 28 de enero de 2019

Lou-Andreas Salomé

Cuando comencé a interesarme en la biografía de Rilke, en ese entonces las principales fuentes en castellano eran Angelloz, Bulnow y un estudioso español empeñado en hispanizar al poeta y cuyo nombre no recuerdo, una de las cosas que más me sorprendió fue la influencia que ejerció sobre el joven vate la para mi desconocida Lou-Andreas Salome. Un personaje fascinante, casi ficcional, que después de una distinguida lista de amantes, uno de los cuales había sido Nietszche, se relaciona con Rilke durante varios años para terminar siendo una amiga ejemplar. Con ella, o ella con él, viajaron a Rusia a conocer al viejo Tolstoy, en lo que constituyó una experiencia iniciática. Más adelante Rilke se casaría con Clara y Lou proseguiría una aventurada y exquisita existencia que la llevó a interesarse en el psicoanálisis y, en 1911, conocer a Freud, y convertirse en una de sus discípulas más discretas pero no menos aventajada. El asunto de sus reflexiones, como era de esperar, fue siempre el alcance de la experiencia erótica, y su influencia en los procesos neuróticos. Su extraordinaria vida fue, no faltaba más, llevada al cine y no han sido pocas las biografías que se han escrito sobre ella. Todo esto lo recuerda la profesora Donatella de Cesare en su reseña de la reedición en italiano de La materia erotica. Scritti di pscoanalisi, el cual recoge sus estudios sobre el narcisismo, uno de los rasgos más marcados de su gran amigo, el gran poeta Rainer Maria Rilke, quien siempre reconoció sus deudas con Lou Andreas-Salome, empezando por el nombre que se lo hizo cambia de Rene a Rainer.

Los bárbaros y el teatro

No le gustaba el teatro a los bárbaros. Esas tribus nómadas originarias del inhóspito septentrión europeo. La mala fama que ostentaron desde comienzos del imperio se la merecían, a pesar de los merecimientos que Tácito describe en sus viajes. Durante todos los siglos ocupados en acosar el imperio romano, no dejaron un monumento literario que diera cuenta de sus proezas, por lo menos hasta el V d.C., cuando conquistan finalmente la urbe. Para ese momento, toda la Antigüedad ya había sido realizada. Un periodo que dio los poemas homéricos y Virgilio, Fidias y Policleto, Apeles y Lisipo. Un logro desaprovechado porque en lugar de ocupar los edificios, palacios, termas y jardines, los invasores dejaron atrás las grandes ciudades, llenos de espanto ante aquella indiscutible manifestación de los poderes del mal, los únicos capaces de aquellas imponentes construcciones. Preferían sus viviendas de leño y barro, más incómodas pero menos incomprensibles. Al dejar atrás las grandes ciudades del imperio romano de Occidente, dejaban mil años de civilización acumuladas desde los tiempos de Pitágoras. A nadie se le ocurrió ponerse en un ejemplar de los tratados hipocráticos o en una copia de los Diez Libros de Arquitectura de Vitruvio. Haciéndose de estas enseñanzas se habrían aliviado los diez años de pestes recurrentes y existencia inmunda del medioevo. Todavía en el XVII, en el Siglo de Oro, los españoles descendientes de estos bárbaros carecían de cloacas y acueductos. De haber conocido los tratados de Vitruvio, habrían aprendido lo que los romanos conocían mejor que nadie hasta nuestro tiempo; esto es, el necesario tratamiento de las aguas servidas y las aguas limpias. Durante siglos, estimulados por la retardataria iglesia cristiana, los integrantes de estas tribus, ya asentados en un urbanismo precario, detestaron todo lo que recordara a Antigüedad greco-romana. Y pocas cosas más propias de este mundo que el teatro, esa creación exclusiva, en sus orígenes, del genio ateniense, prolongado con logros mezquinamente reconocidos por los romanos. La desconfianza de los bárbaros por la representación teatral colapsó esta manifestación de la inteligencia humana por más de mil años. Si algo renació durante el Renacimiento fue el teatro, ese momento de la historia de Occidente en el cual la herencia bárbara fue por fin superada.

Milán, martes 29 de enero de 2019

Doble nostalgia

Con el agotamiento de este primer mes del año llegó también a su final mi estadía fuera de Venezuela. De nuevo, el desarraigo y el desgarramiento, un sentimiento no distinto del que siento cuando debo abandonar el país natal para volver a esta ciudad. Una existencia nómada impuesta por el fato. Ha sido así durante los últimos cuarenta años. Una existencia desdoblada; primero entre dos ciudades y ahora entre dos países. Pero tal vez el que más lo lamente sea el nieto Alessandro, que no entiende, no es que sea fácil, por qué, o para qué, vuelvo a Venezuela —país por el cual siente una gran identificación, al punto de afirmar, en varias ocasiones, que es “venezolano”, negando su nacimiento milanés—, si voy a regresar a Italia, Dios mediante, en pocos meses. No hago sino profundizar su confusión cuando le respondo que yo tampoco lo entiendo. Vivo, como el buen Ulises, una doble nostalgia, un doble dolor; que es lo que lo griegos decían cuando decían nostalgia, el del viaje a mi país natal, cuando estoy aquí; y de esta ciudad, con mi hija y nieto, cuando estoy allá. Aquí hablo italiano, y allá el formidable castellano de América.

Eliot y Pound

Por fin, después de varios años de búsqueda, llega a mis manos el segundo volumen de la Correspondencia de T.S. Eliot. Son 1400 cartas de extensión variada escritas entre 1923 y 1925. La tierra yerma había sido publicada en 1922, en la editorial de Virginia Woolf, y Eliot se estaba convirtiendo en lo que al cabo de pocos años lo iba a llevar a ser, el criterio más influyente de la poesía anglosajona. Este volumen de cartas comienza cuando es designado director de la revista The Criterion, tal vez la mejor revista literaria del siglo XX, con la Nouvelle Revue Francaise y Revista de Occidente, por lo menos hasta 1936, cuando Ortega comenzó con sus ambigüedades ante la insurrección franquista. Para todos los que se han interesado en la edición de este tipo de publicaciones, es una lección sostenida la de Eliot; su inteligencia para tratar con los diversos autores, uno más relevante que el otro, todos ostentando el dudoso atributo de la vanidad. La humildad no es una condición que debamos buscar entre los poetas. Pero tampoco entre los artistas plásticos; no solo Picasso; o los actores, y no solo Lawrence Olivier o Ralph Richardson. Tampoco los solistas o directores de orquesta reúnen méritos para ingresar a la orden franciscana. Entre los poetas del XX no fue Ezra Pound el más humilde de los grandes vates, y lo reconoció en uno de los Cantos de su avanzada vejez, “Pull down thy vanity”:

Depón tu vanidad.
No eres más que un perro golpeado
bajo el granizo,
apenas una urraca hinchada
bajo el sol, media negra, medio blanca
y ni siquiera distingues
el ala de la cola.

No obstante, en su juventud Ezra fue capaz del más humilde de los gestos: no decir una sola palabra sobre su decisiva participación en la versión final de Tierra yerma, el más influyente de los textos de la lírica del siglo XX, que Eliot le hiciera llegar para su revisión. Una labor cuya extensión solo conoceríamos 50 años después de la aparición del texto y ya muerto Eliot. La lectura del manuscrito nos llevo a concluir que, en el mejor de los casos, había sido escrito a cuatro manos. Es decir que, sin Pound, el más difundido de los poemas del pasado siglo habría sido otra cosa, y que si lo hubiese publicado en su forma original no habría conocido tal reconocimiento. Ni una sola palabra de Pound a lo largo de cincuenta años. Ni incluso cuando el más temido critico norteamericano, el por lo demás grande, Edmund Wilson, confundiera los términos de manera casi bufa al acusar a Pound de imitar a Eliot. Ambos poetas sabían que era lo contrario, y Pound escogió, aunque fuera por una sola vez, el silencio de los humildes. En una de las primeras cartas del volumen, Eliot, cuya pulcritud ejemplar debería servirnos de ejemplo, le escribe a Wilson aclarando la situación aunque sin entrar en detalles de la labor de partero de Pound en La tierra yerma, y manifestando su admiración por el compatriota:

¿Puedo hacerle una observación, que siento profundamente, a su reseña (de La tierra yerma)? Me resulta muy doloroso que mi obra sea utilizada para criticar la de Ezra Pound. No se trata solamente de una cuestión de amistad —o de mi enorme deuda con el—, sino de justicia. Admiro mucho los Cantos, y creo que Pound no ha tenido el reconocimiento que se merece. Además no hay ninguna duda de que hay muchos aspectos que él domina mejor que yo.

No sé cuál habrá sido la respuesta de Wilson, ni me interesa. Lo que sí me afecta hondamente es esta muestra de afecto y admiración, que duró hasta el final, entre estos dos grandes monstruos de la lírica occidental. Una de las tantas satisfacciones que me ha deparado el segundo y tan esperado volumen de The Letters of T. S. Eliot.

Milán, miércoles 30 de enero de 2019

11:00 am. Nieve y sol

Después de años de ausencia, a pesar de su cercanía a los Alpes, ha regresado la nieve a la ciudad. Efectos del calentamiento de la Tierra, cuyos estragos se sienten a diario, para el que sepa sentirlos. Lo mismo ocurre en Venezuela o Nueva York. En el caso de Milán no es por falta de frío, precisamente, sino por la ausencia de lluvias que son convertidas milagrosamente en ese suspenso blanco, de aleteo de mariposa. Todavía queda mucho invierno, pero me alegra estar aquí para ser testigo una vez más de esta insinuación onírica. A estas horas, el sol invicto asoma sus primeras luces por el oriente del país natal, Cumaná, Margarita. Es el comienzo de lo que será otro de esos días históricos, como los que precedieron a Waterloo, en el cual la suerte de una nación se decide en la caprichosa mesa de juego de las grandes potencias.

Milán, jueves 31 de enero de 2019

Apenas levantado de la cama y escapando de algún sueño persecutorio, me asomo por la ventana preguntándome si el mundo sigue allí afuera. Solo es posible ver una gran y densa mancha gris, apenas interrumpida por minúsculas lucecitas que se asoman en el gran espacio, espeso e inmóvil. Por un instante tuve la impresión de que me encontraba en una especie de nave espacial con la forma de este apartamento desplazándome por una extensión supralunar. A pesar de todo, la experiencia no resultó aterradora; tal vez el sonido del “tram” desplazándose sobre sus rieles me despeja de dudas y confirma que sigo en la tierra; la cual, con todos sus defectos e ingratitudes, la prefiero, incluso en compañía de la especie humana, como diría Antelme, que puede que no sea la mejor, pero es la que ha producido este Quinteto de Faure que a esta hora, 7:00 am, se escucha en la radio y que me hace pensar en Proust, caminado frente a la Plaza de la Concordia por el discreteo sendero que hoy lleva su nombre. Si la música no lo cura todo, sí sana muchas dolencias del espíritu. Es lo que me ocurre en este momento, cuando después de Faure, el bendito programador de Radio Classica Milano, me saca de toda perplejidad con uno de los Valses Criollos, llenos de luz y trópico, del formidable Antonio Lauro. Pocas cosas más reales, en su exquisita sonoridad, que la música del gran maestro.

Cuaderno de Milán

Este es el ultimo día del primer mes del año y también la última de las entradas de este Diario de Milán. También va aquí, el último de los textos que integran mi Cuaderno de Milán, un poema que comienza con una alusión al gran vate francés Joachim Du Bellay: “ Heureux qui comme Ulysse”.

Feliz aquel

Feliz aquel que,
como Odiseo,
regresa de su viaje
sin equipaje
ni trofeos,
La barba blanca
y salitrosa;
el recuerdo
de jardines y sus rosas;
las lisas formas
de Circe caprichosa.
Un Polifemo inesperado
dejó su marca
en un costado;
y Caribdis, presurosa
de llevar al viajero
al otro lado.
Feliz aquel que,
como Odiseo,
retorna en toda
su estatura;
y se descubre
sin ningún deseo
de quedarse,
y vuelve de nuevo
a la aventura.


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