Diario de Milán

Diario de Milán: enero 2019 (parte II)

12/01/2019

Les rois mages en voyage. 1894. James Tissot

Milán, domingo 6 de enero de 2019

T.S. Eliot y los reyes magos

Durante más de cuarenta años he asociado esta fecha con el “The Journey of the Magi” (El viaje de los reyes Magos), el poema que escribiera Eliot hacia 1927. A pesar de su forma y métrica convencional, el texto, y no era la primera vez en el autor, utiliza un recurso que será preferido por la llamada post-modernidad. Es lo que llamo “apropiación indebida”, y que para referirse al arte los críticos han acudido a la expresión “image volée”  (imagen robada), de uso casi obligado por los artistas “contemporáneos”. Sin embargo, es en la poesía donde esta práctica resulta controversial y, para el lector distraído, criticable. En resumen la “apropiación indebida” es una técnica que consiste en utilizar palabras, imágenes, versos de otros autores incorporándolos a un nuevo texto sin precisar necesariamente la procedencia. En la poesía de habla inglesa, fue el norteamericano Ezra Pound el primero en utilizarla, y lo hizo de modo tan brillante que son pocos los vates que después de él no la han empleado con mayor o menor fortuna. Eliot, por su parte, la tuvo pendiente cuando escribió La tierra yerma, y también cuando compuso “The Journey…”, que, en sus primeras cinco líneas dice así:

“A cold coming we had of it.
Just the worst time of the year
For a journey, and such a long journey:
The ways deep and the weather sharp,
The very dead of winter.”

(“Nuestra llegada fue la más gélida, / justo la peor época del año / para un viaje tan largo como este: / los caminos enlodados y el tiempo inclemente, / lo más duro del invierno”.)

No son fáciles de olvidar estas líneas que son un preámbulo y una premonición de lo que va a venir después en el estremecedor poema. Y se encuentran entre las más citadas de Eliot: “A cold coming we had of it./Just the worst of it”. Por eso sorprendió tanto la confesión que el poeta hizo a su madre en una carta del 25 de octubre de 1927, el año de la composición del texto: “Las primeras cinco líneas de mi ‘Viaje de los reyes Magos’ están tomadas directamente de uno de los sermones de Lancelot Andrewes”. Y uno de los más conocidos, precisamente el que ante su majestad Jacobo I de Inglaterra leyó el 25 de diciembre de 1622. Refiriéndose a los Reyes Magos, decía el gran predicador: “Ahora vamos a considerar la fecha de su llegada, la estación del año… Su llegada fue la más gélida”, y así por un par de líneas más. Lo único que cambió Eliot fue el pronombre. En el sermón, el que habla es Andrewes; en el poema el que lo hace es uno de los tres visitantes. El nombre de Andrewes, absoluto contemporáneo de Shakespeare, está relacionado con lo mejor de la iglesia anglicana, y entre sus muchas actividades, haber supervisado la traducción “oficial”, la de King James, al inglés es apenas una de ellas. Eliot, en pocas palabras, se apropió “indebidamente” de las líneas de Andrewes sin reconocerlo, al menos cuando el poema fue publicado. Con lo cual no hacía sino legitimar lo que va a ser una práctica extendida en nuestro tiempo.

Mi primera experiencia con el poema de Eliot fue una desdichada versión franco-madrileña de cuyo autor no me quiero acordar. Pero la revelación se me presentó cuando la escuché en Radio Nacional de Venezuela, a finales de los sesenta, leída por el destacado vate venezolano Luis García Morales, en una versión del no menos notable poeta caraqueño Alfredo Silva Estrada. Ambos eran responsables de una emisión semanal, la cual, con el nombre de “Homenajes”, ofrecía una selección de obras de los grandes poetas. El programa era una de las tantas joyas de la programación del canal clásico de RNV, una de las mejores aventuras radiofónicas de todos los tiempos de este lado del Atlántico. Una de las tantas manifestaciones de alta cultura patrocinadas por una democracia incipiente, mal entendida y estúpidamente atacada. Se le pedía, entre otras cosas, que en apenas cuarenta años presentara resultados parecidos a los que a los franceses les había tomado dos siglos, y que los soviéticos nunca consiguieron en ochenta. Uno de los infortunios de la democracia, desde Grecia, es que sus enemigos suelen ser más poderosos que sus amigos. Y esto fue lo que pasó en Venezuela por ignorancia, oportunismo y resentimiento. Se perdió un incipiente proyecto cuyos logros, a nivel de políticas culturales, fue uno de sus atributos más admirados a nivel internacional. Al traste dieron los nuevos caciques con el canal clásico de RNV, y con todo los demás, universidades, vialidad, movilidad social —que permitió que hijos de familias alquiladas terminaran propietarios de apartamentos y casas vacacionales—, un incipiente pero prometedor bienestar que tanto había costado materializar. Los enemigos de la democracia no serán más numerosos, pero siempre serán más poderosos e ingratos que sus amigos.

Milán, lunes 7 de enero de 2019

2019

Es la tercera vez que escribo, con trágica incredulidad, el número 2019 en este cuaderno. ¿Cómo es que ya no puedo seguir escribiendo 2018?  ¿A dónde fue a parar esa cifra, a la cual ya me había acostumbrado colocar en cada una de la entradas de mi diario? Lo más grave es que no tengo a quién acudir para presentar una reclamación. Ni una oficina de objetos extraviados y recuperados, como en los aeropuertos. De todas las cosas que se pierden con los años, y como dice el poema “el arte de perder no es difícil de dominar”, nada más perdido que el tiempo. “No hay como el tiempo para pasar”, me decía con frecuencia el vate venezolano Víctor Valera Mora.

Heidegger otra vez

No han transcurrido siete días del nuevo año y ya el profesor de Friburgo hace su aparición en estos diarios. Pocos libros de filosofía más esperados en los últimos tiempos que los Cuadernos negros, de Martin Heidegger, llamados así por la más banal de las razones: ese era el color de los cuadernos a los cuales confió sus reflexiones «secretas» desde 1939 hasta poco antes de su muerte. Aparte de la correspondencia era lo único que permanecía inédito de su producción de cien gruesos volúmenes que integran sus Gesammelte Werke, preparados para su publicación póstuma de acuerdo a las disposiciones del autor. En 2015 salieron los primeros tomos en Alemania, y solo en 2018, tres años después, el cuarto tomo que abarca los años 1948-1951. Los Schwarze Hefte, como ha escrito la especialista Donatella di Cesare, “son un precioso cuaderno de notas filosófico, el laboratorio de sus reflexiones”. Los conozco y he escrito sobre ellos en la versión italiana de Bompiani. En español, en una traducción que desconozco, los dos primeros volúmenes han estado a cargo de Editorial Trotta.

Como se sabe, durante los “años oscuros” de la vida del maestro, fueron los franceses los primeros, con Hanna Arendt, por supuesto, en acudir a darle una mano al acosado, desempleado y “desnazificado” chivo expiatorio. Intelectuales tan influyentes como René Char y artistas notables, como Georges Braque, salieron a su encuentro; y, en poco tiempo, Heidegger se convirtió en figura de culto a cuyo alrededor se reunía una nueva generación de intelectuales que lo reconocía como uno de los grandes pensadores de todos los tiempos. Por eso extraña tanto que solo ahora, cinco años después, los controvertidos volúmenes hayan sido publicados en Francia, por Gallimard, traducidos por François Fédier y Pascal David, fieles seguidores del autor de Ser y tiempo. Y esto es lo que les critica el profesor Nicolas Weill, especialista en anti-semitismos, en su reseña de Le Monde, que sean demasiado heideggerianos. Desde su publicación original hace cuatro años, los Cuadernos negros han servido para animar la polémica entre los intelectuales de todo el mundo. Lo más criticado han sido sus expresiones claramente antisemitas. Pero, como destaca el mismo Weill, también son claros sus ataques a otros credos, como el cristianismo, o grupos como los jesuitas. Todos los sectarismos, desde los griegos, han contribuido al “ocultamiento” del ser. Colaborar en su “develamiento” tal vez haya sido lo más ejemplar de la larga y ardua empresa filosófica de Martin Heidegger.

Milán, martes 8 de enero de 2019

Niebla y niebla

La ciudad tomada por una niebla espesa, casi sólida. Las personas en la calle no caminan, sino que se abren paso cavando con palas invisibles en la nieve. Y los tranvías, con grandes palas no menos imaginadas, abren túneles que les permiten desplazarse sobre los rieles. Muchos vuelos han sido suspendidos, y al parecer el sol ha decidido marcharse a otras regiones donde la faena de alumbrar sea menos dura, dejándonos apenas luz suficiente para disponer de una semi-mañana. Son las 8.20 am y Alessandro ya desapareció, dejando, como diría Brodsky, un pequeño túnel con los contornos de su cuerpo. Si en Nápoles los buhoneros venden latas con el “Aire de Nápoles”, los de aquí, que no son muchos, podrían enlatar esta y venderla como auténtica (IGP) niebla milanesa. No faltarán los ingenuos que adquieran las laticas, yo entre ellos.

Libros y gente

Los libros son como la gente, hacen falta. Después de tres meses sin mi biblioteca siento la ausencia de su compañía. La palabra biblioteca tal vez no sea la más justa para describir la mía. No se puede llamar biblioteca lo que tengo en mi casa. Con biblioteca me refiero a esos espacios llenos de estantes y estanterías, donde los volúmenes se disponen de manera esmerada de acuerdo al orden escogido por sus propietarios: temática, cronológica, nacionalidades, épocas, colores, tamaños. Cualquier orden es bueno, así como la sistematización y la apariencia pulcra. Cuando visito la bibliotecas públicas o la de algún amigo siento una mezcla de vergüenza y envidia, al pensar en mis libros, donde el desorden se ha impuesto de manera hegemónica y totalitaria. Ninguna simetría, solo paredes cubiertas de libros hasta el techo, y precarios estantes donde los volúmenes se disponen en doble fila, una tratando de anular a la otra que lucha con todos los recursos para recuperar la visibilidad perdida. Tampoco la posición es única, unos tomos acostados, otros parados y otros en una inestable oblicuidad. Muchos otros no llegaron a las paredes y se han resignado con el suelo, donde disfrutan obstruyendo el desplazamiento por el cada vez más estrecho sendero que va de la puerta de mi estudio a la silla de trabajo. Tal vez lo único que conserve cierta racionalidad sea la sección Shakespeare, donde el Bardo comparte un bien dispuesto estante con sus contemporáneos: Marlowe, Jonson, Kyd, Marston, Ford, Webster. Me gusta creer que esta “marginalidad” de la organización de mis libros se corresponde con mi automarginación de medios y círculos literarios. He sido renuente a estrenos, presentaciones y bautizos desde que me conozco, y eso incluye los míos. Recitales y lecturas lo mismo, y en dos décadas habré leído en público no más de cinco veces. Todo producto del mismo complejo de vergüenza, la shame de Dodds, de mi biblioteca. Ambos sentimos que no somos mucho ante las pulidas bibliotecas y talentos que hay afuera. Una “marginalidad” que se compensa con las clases en la universidad y fuera de ella. Pero siempre, en orden o no, hacen falta los libros, como la gente. También hablan los libros y puedo oír sus voces en esta Milán, a pesar de los miles de kilómetros que me separan de Valencia o Caracas. Esta madrugada pude escuchar la voz opiácea de Coleridge que me hablaba desde los tomos enormes de sus Notebooks, la reconocí enseguida a pesar del tiempo que llevaba, decenas de años, sin oírla. Reclamaba un poco de atención y relectura a la sombra de un Macallan. Lo mismo, pero en voz baja, casi un susurro, me ha ocurrido durante estos días con Jules Supervielle, el exquisito poeta uruguayo-francés que no leo desde los lejanos tiempos de mi revista Poesía, con Eugenio Montejo y José Solanes. Me hablan desde Venezuela y los escucho, clarito.

Arbolitos, melancolía y poesía

No es fácil sobreponerse a la melancolía que produce la visión del arbolito de Navidad casi seco, desnudo, desprovisto de luces y adornos, con el fondo gris de la neblina espesa. “Para morir las rosas florecieron”, debe haber dicho algún vate del barroco sevillano, y lo mismo aplica a estas presencias vegetales tan efímeras; tres, cuatro semanas a lo máximo, del resto lo que quedara son los poco confiables favores de la memoria. Recuerdo que T.S Eliot, además de escribir su conocido texto sobre los Reyes Magos, escribió uno tal vez menos difundido sobre el árbol de Navidad. Lo que me parece hermoso es que lo escribió a sus sesenta años con sus experiencias de la infancia delante de él. Me prometo traducirlo este 2019 para leérselo a Alessandro el próximo 24/12, por lo pronto un par de líneas de la segunda estrofa:

Un niño se asombra frente al Árbol de Navidad,
no permitamos que pierda la capacidad de asombrarse,
y que acepte esta celebración como un evento y no un pretexto
para que nunca olvide el momento iluminado
y el resplandor del primer árbol que conserve en la memoria… 

Y no sea relegado al olvido por nuevas experiencias.

La lectura inesperada de los versos de Eliot me ha producido una sensación de alivio, de cura. La incipiente melancolía se ha desvanecido en la niebla que envuelve Milán. Una experiencia rodeada del misterio de la experiencia poética. Aunque todo afuera sigue siendo espesamente gris, encuentro extrañamente claro todo lo que me rodea. Ya vendrá otro arbolito y lo celebraré leyendo al nieto el poema del doctor T.S. Eliot, especialista en la cura de almas entristecidas.

Comedia y tragedia

Si no fuera porque los resultados serán los más trágicos, la nueva toma de posesión del mandatario venezolano sería el espectáculo más bufo del cual tiene recuerdo la política latinoamericana desde el entierro de la pierna del general Santa Ana, en México. ¿Cómo puede ser presidente de nada ni de alguien incurso en la más palmaria ilegitimidad y vulgar ilegalidad? Solo en piezas del absurdo, como La cantante calva, de Ionesco, en la cual no aparece ninguna cantante y mucho menos calva.


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