Perspectivas

Detrás de la cortina de hierro: Viaje al poscomunismo, de Ana Teresa Torres y Yolanda Pantin

04/12/2020

Fotografía de Yolanda Pantin

En estos tiempos cada publicación de literatura venezolana debe celebrarse, porque (cito, como siempre, a mi padre) “toda forma de vida es una resistencia al caos”, y el libro que tengo entre mis manos, ciertamente lo es. Viaje al poscomunismo, de Ana Teresa Torres y Yolanda Pantin, un nuevo logro de literatura y vida de Editorial Eclepsidra, que llama la atención por su formato, por la intrigante foto de la portada y por las resonancias semánticas de su acertado título. Y, desde luego, por sus autoras: dos de nuestras mejores representantes de resistencia al caos en que estamos sumergidos.

No sé si el tamaño del futuro desastre estaba claro para ellas cuando emprendieron su primer viaje en los inicios del chavismo: supongo que lo intuían cuando aún nadie lo hacía, o simplemente siguieron su instinto, el anhelo de comprender que despertaba en muchos occidentales el misterio de los países detrás de la “Cortina de Hierro”.

Digo “misterio” pensando en un gran amigo mío, el profesor Thomas Lahusen de la Universidad de Toronto, quien ha dedicado su vida al estudio del “realismo socialista y socialismo real” en la ex Unión Soviética, desenterrando diarios íntimos de los tiempos del terror estalinista en los baúles de los herederos de sus autores.

Contar los hechos no resuelve el misterio de «¿cómo eso pudo suceder?», dice en la introducción a Intimacy and Terror (New York, New Press, 1995). A quien no se conforma con «aplanar y racionalizar el pasado para volverlo inteligible» las respuestas, siempre incompletas, solo pueden revelar una o dos de las múltiples facetas de ese misterio. Tal como ese libro ilumina parte de ellas desde la intimidad de la esfera privada, Viaje al poscomunismo lo hace desde el lado opuesto: la mirada externa de dos viajeras equipadas con sensibilidad, inteligencia y cierto conocimiento previo, pero sobre todo con su experiencia de ciudadanas atrapadas en el mismo –o supuestamente el mismo– sistema político, cuyas secuelas se propusieron estudiar en otros lugares.

El título no engaña: los seis viajes son uno solo, un gran viaje de diez años por los territorios de Europa y Asia que hasta los años noventa habían estado bajo el dominio soviético.

El primer viaje, en 2002, las llevó al borde europeo de la cortina de hierro: Polonia, Lituania, Letonia, representados por sus principales ciudades: Varsovia, Vilna, Riga; luego Helsinki (en vez de Estonia, omitida por problemas de visado) y el retorno por San Petersburgo. Era como un aperitivo, el primer acercamiento a países aún comprensibles, aunque distintos del nuestro por su largo pasado de guerras y liberaciones, de fronteras y nombres cambiantes. En 2005 visitaron Rumania, pasando por zonas rurales muy pobres, y Hungría, esencialmente Budapest, completando el círculo de los países europeos ocupados. Solo tres años después, en 2008, se adentraron de verdad en la madre Rusia, nada más y nada menos que en el famoso tren Transiberiano, que atraviesa casi todo el continente asiático, de Moscú hasta Vladivostok. En ese viaje vieron las verdaderas ciudades soviéticas –experiencia muy distinta de la europea– y comprendieron la naturaleza imperial de Rusia, soviética o zarista.

El poscomunismo soviético, en sus propias palabras, se ha vuelto «una adicción» y, apenas un año después, en 2009, retomaron el tren, esa vez de vapor, en la llamada ruta del Ártico ruso. Ese viaje, después de unos días en Moscú y en San Petersburgo, las llevó al norte, hasta la isla Solovetsky en el mar Blanco. El quinto viaje, en 2010, fue a Bielorrusia (Minsk, Brest, Leópolis), luego Ucrania (Yalta, Kiev, Odesa) y Moldavia –el país más pobre de Europa– terminando en Bucarest, no visitado en su paso previo por Rumania. En el sexto viaje, en 2012, Ana Teresa Torres y Yolanda Pantin recorrieron las ciudades míticas de la ex república soviética Uzbekistán: Samarcanda, Bujará, Jiva. Fue su única incursión en territorio islámico. A los diez años de este gran viaje al poscomunismo hay que añadir los ocho transcurridos hasta la publicación de este libro que lo reconstruye desde la mirada reflexiva de ambas escritoras.

El resultado es, desde luego, demasiado amplio y complejo para abarcarlo en esta presentación. Un caleidoscopio de territorios rurales y ciudades, viejas y nuevas, prósperas y derruidas, europeas, orientales y soviéticas, de lugares de historia preservada para su culto o repudio, estatuas erigidas, derrumbadas, desplazadas, “rehabilitadas”; todo comentado, cuando se pudo, en las conversaciones con los guías y gente local.

No es fácil describir un viaje así. Conozco ese proceso, porque antes de llegar a la escritura yo dibujaba. Solía pararme en la calle con un marcador de punta fina, y dibujar significaba exactamente eso: escoger en la infinitud de las líneas de cada vista las que deben pasar al papel; las líneas que cuentan y solo las que cuentan. Lo mismo siento en cada capítulo de este libro: la elección de las líneas que cuentan en cada experiencia, trazadas por la mano certera de Ana Teresa Torres; Yolanda Pantin actúa como documentalista y la interlocutora siempre presente; sus fotografías acompañan los viajes, así como fragmentos de poemas que le inspiraron. El relato fluye en equilibrio entre información, descripción, reflexión y anécdotas sin detalles superfluos y sin perder el punto de vista de dos venezolanas siempre atentas a establecer puentes de sentido con nuestra realidad de hoy.

Como el cuento, la novela o el ensayo, una crónica de viajes es un género literario aparte. ¿En qué es especial este libro, qué es lo que lo singulariza? Personalmente –y me disculpo por esa ignorancia– de los diarios de viajes escritos por nuestros autores solo conozco uno publicado en 2011 por Monte Ávila: Caracas-Ushuaia, de Heberto Gamero Contín, quien documentó la experiencia de recorrer en su camioneta toda la América del Sur en el año 2006. También en aquel diario prevalece la visión desde los ojos y el corazón de un viajero venezolano, y lo menciono porque la comparación con las realidades nuestras es inmediata y hasta inevitable para quien atraviesa países del mismo continente, hermanos de sangre, lengua e idiosincrasia histórica. Ana Teresa Torres y Yolanda Pantin llegan a lugares con claves a menudo incomprensibles, donde hasta los idiomas «son paredes macizas, no solo al oído sino a la vista» y la gente no se abre ante el extranjero por costumbre de cautelosa desconfianza. Se nota cómo las comparaciones con Venezuela, frecuentes en el primer viaje, van disminuyendo a medida que el camino se adentra en el territorio de Rusia, donde el comunismo no se asocia con ocupación sino con la historia patria, buena o mala pero sin duda grandiosa y aún venerada en muchas partes. La única comparación posible es desde el sufrimiento.

Este diario de viaje es especial por eso, y sobre todo porque tiene un propósito. Omite castillos y testimonios de historia antigua, no le interesa el folclor ni la gastronomía local. Despacha en una frase el misterio oriental que ha atraído a tantos hippies y escritores a Samarkanda. Las fotografías de Yolanda tampoco son muy turísticas: muestran familias, niños jugando y novias vestidas de blanco: escenas de vida normal en paisajes como fuera de escala, de conjuntos urbanos uniformes, enormes monumentos y plazas desoladas. Este diario se centra en los detalles de la vida cotidiana y las maneras de encarar la memoria histórica: la esencia del poscomunismo. Algo mucho más difícil de definir que el régimen uniforme que precedió ese estado de cosas, de modo que al hablar de poscomunismo siempre se desliza hacia el comunismo per se, aunque sea para señalar que acabó, que lo de hoy ya no es aquello.

Me permito añadir algo referente al primer viaje a mi país natal. Mi relación personal con Polonia se resume en tres experiencias: pasé mis primeros nueve años de vida bajo el régimen estalinista; he vuelto una sola vez en 1993 –treinta y seis años después de la emigración de mi familia y cuatro desde la caída de la cortina de hierro– invitada por un anciano amigo de mi padre, abogado e historiador comprometido con su país y, en estos últimos años, he escrito una novela inspirada en aquella visita para la cual tuve que investigar la historia polaca reciente, lo que también es una suerte de viaje. Por pura casualidad, que no obstante despertó muchos ecos en mí, aquella novela ficcional termina en el Hotel Bristol de Varsovia, donde comienza el primer viaje –real– de Ana Teresa Torres y Yolanda Pantin. Su visita es posterior a la mía y Polonia ha pasado por muchos cambios, no obstante, lo que destacan ellas es idéntico a lo que me llamó la atención nueve años antes: el excepcional cuidado de la memoria histórica y la Segunda Guerra Mundial, siempre presente, «como si medio siglo de ocupación soviética hubiese frenado el tiempo».

Fotografía de Yolanda Pantin

La historia del Palacio de Cultura de Varsovia mencionada por Ana Teresa Torres coincide con mis recuerdos de niña. Dice Kundera que «todo el período del terror estalinista fue un delirio lírico colectivo; es algo que ya está completamente olvidado, pero resulta de crucial importancia para entender el caso». Y ciertamente recuerdo aquel delirio de odas, canciones y discursos de elogio a ese palacio regalado al pueblo polaco por la Unión Soviética. El idioma me impide enseñarles los dos poemas escritos por iniciativa propia a mis siete y ocho añitos a la gloria de nuestra ciudad capital, donde el Palacio de Cultura crecía como un árbol milagroso y todas las palomas de la paz cantaban al unísono alabando el mejor régimen del mundo.

Esos poemas de niña traducen sentimientos auténticos. También, aunque mi novela sea de ficción, lo hacen párrafos como este, que describe la llegada a Varsovia durante mi visita en 1993:

Me sorprende sentir todavía un orgullo infantil vinculado al mero sonido de su nombre –Warszawa– en el recuerdo de mis excursiones escolares a esta ciudad que crecía junto con nosotros, niños y niñas de la posguerra y del futuro comunista; ciudad que renacía de sus cenizas como el ave fénix: la misma pero remozada, moderna, la más hermosa del mundo. Tengo que hacer un esfuerzo para comentar en voz alta que el Palacio de Cultura que domina todas las perspectivas es un horrendo mamotreto estalinista aunque en mi cabeza puja el recuerdo del sagrado regalo de nuestra hermana Unión Soviética y la octava maravilla del mundo. Necesito recobrar mi mirada de hoy, la de adulta, de arquitecta, de visitante del otro planeta.

Eso añade un rayito de luz a las respuestas a la eterna cuestión: ¿cómo eso pudo suceder? He aquí otro, basado en un episodio de mi estadía en 1993 en la ciudad de Plock, cuando tuve la oportunidad de visitar una de sus “urbanizaciones estalinistas”, como denominaba mi anfitrión los modernos conjuntos habitacionales:

La madre de Renia, quien estaba en un congreso en Londres, vivía en uno de esos edificios de largos corredores donde colgaban bombillas desnudas, en uno de esos apartamentos, todos idénticos con su aire de recursos mínimos y escandalosa estrechez, la cocina desvencijada, y uno de los dos dormitorios tan pequeño que la cama tuvo que ser recortada y descansaba sobre un improvisado apoyo hecho de ladrillos y libros. Desde que crecí, duermo en la sala, aclaró la muchacha. Permanecimos allí el tiempo exacto de tomar el té en esa misma sala, también minúscula, donde colgaban los diplomas de su madre, master en historia del arte, doctorado en filología polaca y los que la habilitaban como traductora oficial en los idiomas ruso e inglés, testigos de la alta preparación académica de quien vivía en un sitio tan miserable.

Este aquí es otro tipo de pobreza, pensé, mirando desfilar los bloques desde la ventana del autobús. Las heladas del invierno excluían su despliegue en viviendas precarias como las que tapizan las laderas del valle de Caracas, había electricidad y agua corriente: esa pobreza no vociferaba, no escandalizaba, no estaba ahogada en desperdicios. Era otro tipo de pobreza que no implicaba retraso cultural ni ignorancia, la de aquí era una pobreza igualitaria, organizada en raciones de espacio y empleo, reglamentada por un aparato político y entrenada a obedecer las reglas, como la gente que esperaba con disciplinada paciencia ante los semáforos peatonales de las estrechas transversales a la calle Tumska y miraba con recelo a esa caraqueña que no entendía por qué nadie cruzaba si no había un solo vehículo a la vista.

Juntando esa impresión con lo que cuenta el diario de viajes de Ana Teresa y Yolanda, se impone la conclusión de que, contrariamente al nuestro, aquel comunismo en efecto funcionaba. Por más que Polonia era un país ocupado y sus productos fluían hacia la URSS, aquel régimen no era solamente una tapadera para el saqueo. Sabía que para consolidarse, necesitaba construir y dejar huella, necesitaba educar mentalidades. La gente vivía sin la esperanza de mejorar sus ingresos, pero vivía, había orden en la estrechez. Los procesos históricos necesitan tiempo para asentarse, y el poscomunismo vino casi que de un golpe; tras la euforia inicial dejó a muchos desorientados, se les derrumbó el piso, su seguridad laboral y la pensión de vejez, su minúscula casilla en el edificio social a la que ya estaban acostumbrados en un sistema consolidado durante tres generaciones. Por eso la lectura de Viaje al poscomunismo nos revela cómo en muchas partes de Rusia permanece la añoranza de la extinta Unión Soviética o, al menos, un orgullo histórico de su grandeza, algo que nos inculcaban de manera muy eficaz desde el preescolar: basta con decir que no hubo logro humano, desde el teorema de Pitágoras hasta el invento de la pasta de dientes que no fuese mérito de un soviético, y recuerdo haber estado convencida de que éramos la punta de lanza del progreso humano frente a la decadencia burguesa de Occidente. Pero también recuerdo que la igualdad no se extendía a los logros escolares: más bien había en las clases la misma feroz competición que fomentaba el régimen entre obreros, empleados y deportistas. Reprobar el año era sujeto a reprimenda pública –hoy diría que bullying oficial– y todos los salones tenían sus repitientes eternos que, eso sí, no gozaban del derecho a la merienda.

En aquel comunismo la idea de que todos pasen los años escolares por decreto en nombre de algún tipo de “igualdad” habría sido impensable. No se regalaban a mansalva días libres sino horas de trabajo extra: era un honor contribuir (sin remuneración adicional) con el cumplimiento de los planos quinquenales del camarada Stalin. Paradójicamente, la ética laboral que recuerdo de aquellos años era una ilustración de la famosa frase de Kennedy aplicada de manera obligatoria: uno siempre le debía al Estado más de lo que el Estado te debía a ti. Algo muy lejano, me parece, de nuestras versiones tropicales de aquel régimen.

Para concluir: ¿puede realmente Viaje al poscomunismo darnos claves certeras acerca de nuestro futuro?

La propia Ana Teresa Torres duda en dar respuesta a eso en el escueto epílogo. No obstante, la frase final del libro retoma la idea iluminadora que surgió como la conclusión de su visita a Moldavia, el país más pobre y destruido de Europa: «Un escenario de usurpaciones, corrupción, batallas jurídicas, oligarcas; todo lo cual apoya mi hipótesis de que Venezuela llegó al poscomunismo sin haber pasado por el comunismo». En vista de que hoy estamos en el futuro respecto a la fecha de ese viaje, tal afirmación apoya la hipótesis principal. Sí, aquel viaje anunciaba de alguna manera el futuro de Venezuela. Somos más Moldavia que Bielorusia (pese a la naturaleza “hermana” de su dictadura), nos parecemos a Moldavia y a las características más deplorables del poscomunismo que se repiten en otras partes. Paradójico, grotesco y absurdo como todo lo nuestro, estamos viviendo la desorientación, el deterioro y la sensación de estafa propias del poscomunismo sin haber pasado siquiera por el comunismo “verdadero” ni habernos librado de la dictadura. Pero el territorio que había estado detrás de la cortina de hierro es tan vasto y heterogéneo que por fuerza presenta variantes muy distintas de poscomunismo que el diario nos muestra de manera fascinante. No debe ser leído como un oráculo, ni mucho menos, sino como algo que ensancha los horizontes de nuestro asombro y nos hermana con pueblos y países lejanos.

***

[Texto leído en la presentación del libro, el 7 de noviembre de 2020]


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