Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF
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[Francisco Suniaga (La Asunción, estado Nueva Esparta, 1954) narrador y abogado que sorprendió a lectores y críticos en 2005 con la publicación de la novela La otra isla. Desde ese momento ha desarrollado una sostenida carrera literaria que ya suma cinco títulos de ficción. Escribe con regularidad para Prodavinci y otros medios, y es firma frecuente en libros colectivos de crónicas o ensayos. Estas son sus impresiones una vez transcurridos dos meses de confinamiento por el Covid-19. Suniaga vive en la isla de Margarita.]
Si Joseph Conrad viviera y escribiese su novela El corazón de las tinieblas en estos tiempos, y con la isla de Margarita como escenario, tal vez la frase para concluirla no sería «el horror, el horror». En esta realidad desoladora que nos rodea, ese sentimiento espantoso se apiló sobre nuestras almas y mutó hasta formar un manto grueso y oscuro que cubre y anula cualquier voluntad. Por eso, el horror entre nosotros no sorprende, forma parte de lo cotidiano. Quizás lo más preciso para describir la situación en la que estamos sumidos sea «la desesperanza, la desesperanza»; esa sensación terrible, de unos años acá familiar y cada vez más intensa, de que nada podemos hacer para influir en nuestro destino y poner término a nuestras penurias.
Esto nada tiene que ver con la geografía, advierto. En Margarita la naturaleza, aunque maltratada, continúa siendo hermosa y de un poder regenerativo enorme. De hecho, mientras esto escribo, contagiado del pesar de un pueblo castigado, afuera la isla me consuela con la más hermosa de las mañanas: un sol suave y luminoso a la vez, una brisa fresca y los cantos de los pájaros –esa brújula maravillosa que guiaba los pasos del poeta Montejo–. Ah, y el mar, azul, siempre azul.
Margarita, adonde quise volver para vivir mi tercera edad, está irreconocible para quien la hubiese visitado el primer año del milenio y volviera hoy. Es posible que llegue a creer que se ha abierto un túnel en el tiempo y aterrizó en la isla blanco y negro de la década de los años cincuenta. Aunque con un giro negativo notable; no exhibe en esta época las ingenuas bondades de aquellos tiempos y sí todas sus carencias.
La Margarita moderna se estructuró en torno a tres elementos: agua, ferry y electricidad. El acueducto submarino, inaugurado en 1960 y ampliado en los ochenta, que solventó un problema de siglos, colapsó. ¿Se acuerdan de lo que pasó con el viaducto de la autopista Caracas-La Guaira?, bueno, así, años y años de deterioro sin atención. Hoy el agua abundante es un recuerdo porque rige aquí un racionamiento tan severo –llega a los hogares una vez cada cinco semanas– que no hay capacidad de almacenamiento alguna, ni siquiera las viejas casimbas de los abuelos, para suplirla en su ausencia.
El ferry es otro acto importante para comprender esta tragedia. Es una hermosa historia del pasado que vive un presente desgraciado. Fue un servicio fundado y manejado por margariteños, con capital autóctono, que en 1957 incorporó la isla, “en físico”, al territorio nacional. Margarita fue a Venezuela, y no al contrario, como sí ocurrió con el resto del territorio nacional. Antes del ferry, viajar a y desde la isla solo era posible en avión y en embarcaciones más pequeñas, sin vehículos. Su masificación ocurrió en los setenta, años en los que Conferry se convirtió en un monopolio natural que proveía la casi totalidad del servicio. Para comienzos de este siglo, se podía venir por ferry a Margarita desde Cumaná, Puerto La Cruz y La Guaira, a diario. Comparar aquella realidad con la presente, luego de la confiscación para crear «la nueva Conferry», produce, además de indignación, un dolor excruciante.
El acueducto submarino y el ferry, contemporáneos en su aparición, cambiaron a Margarita. Hicieron posible su desarrollo turístico y fueron determinantes para elevar la calidad de vida de sus habitantes a lo más alto en el plano nacional. Lo mismo puede decirse del servicio eléctrico. Recuerdo una estadística que, gracias a la memoria infantil, se me quedó grabada. A comienzos de los sesenta, cayó en mis manos una revista de la Creole Petroleum Corporation. En ella se destacaba la inauguración de su nueva sede en Bello Monte y, para dar una idea de la modernidad y poder de la petrolera, se afirmaba que consumía más electricidad que el estado Nueva Esparta. Pasaron años para que pudiera entenderlo. A mediados de los setenta se tendió un cable submarino con electricidad de Guri que proveyó la energía para crecer de manera exponencial en los ochenta. Hoy está racionada con cortes programados cuyos horarios, para hacer más molestos los apagones, no se cumplen.
Gracias a esas tres columnas, Margarita se convirtió en el refugio vacacional de venezolanos y extranjeros. Había más de veinte vuelos domésticos diarios, solo desde Maiquetía, y de Alemania, Holanda, Canadá y Estados Unidos varios a la semana. La presencia de los turistas internacionales en las calles era notoria a lo largo del año, y abrumadora en el verano boreal. En diciembre, “toda Caracas” se mudaba para acá y tal era la buena nota, que Jesús Ávila se dejó de guanaguanares y compuso «Qué grato es pasar diciembre en Margarita». Era, ciertamente.
A ese mundo, como al de Scarlett O’Hara, se lo llevó el viento. El derrumbe incluye un éxodo poblacional. Muchos de sus habitantes, como ocurrió en las primeras décadas del siglo XX, se fueron. El centro de Porlamar podría hoy asimilarse al Macondo de los últimos años. En toda la isla, muchas empresas han cerrado y son incontables los inmuebles vacíos. Comoquiera que aquí sí hubo vacas gordas, las flacas se sienten en el alma. Las carencias y males son muchos, Margarita ya estaba en un estado deplorable cuando a sus playas llegó el Covid-19. Los abuelos margariteños solían afirmar que “todo lo malo viene de afuera”. Opinión más geocéntrica que verdadera, pero que esta vez fue acertada: el virus vino de afuera y su aparición puso al paciente en terapia intensiva. Para colmo de males, no vino solo. Se presentó acompañado de una escasez agudísima de gasolina, combustible que no se consigue ni en dólares.
Se tomaron las medidas sanitarias del caso: cuarentena, uso de mascarillas, prohibición de reuniones sociales, campañas de información sobre el virus y otras similares. Se prohibieron los vuelos privados y de las aerolíneas comerciales y se declaró el bloqueo de los tres municipios donde hubo brotes. Luego, al grito de carpe diem, vinieron las medidas que tienen que ver con la otra epidemia nacional, la del virus de la gasolina: se restringió el suministro de manera severa y se decretó un toque de queda que comienza a las cuatro de la tarde y termina a las ocho de la mañana del día siguiente. Así, cual resultado de un conjuro, las calles de Margarita comenzaron a parecerse a las de Pyongyang.
No obstante, de ser ciertas las cuentas oficiales, el número de personas contagiadas en Margarita es, en términos proporcionales, el más alto del país. Dato terrible, si se considera la razón de ser de las cuarentenas. En los países adelantados que han sufrido la pandemia, las medidas de confinamiento han tenido por objeto mantener los contagios a un nivel y ritmo que permitan a sus sistemas sanitarios curarlos. La cuarentena impuesta aquí, con las fuerzas de seguridad del Estado en el rol de organismos sanitarios, estaría más bien dirigida a mantenernos encerrados para que no nos contagiemos. Si ese es el propósito, hasta cuándo se prolongará. ¿Hasta que aparezca una vacuna o tratamiento eficaz contra el virus? Los más sarcásticos hacen cálculos en torno a si a la gente la va a matar el Covid-19 o el hambre.
A todos estos males: los acumulados por la pésima administración del país a lo largo de dos décadas, los de la pandemia y los de la gasolina, pasando por las condiciones de nuestro sistema sanitario, habría que añadir las pésimas noticias y sensaciones que se derivan de la crisis política nacional. Así, nadie sabe en Margarita (ni en el resto de Venezuela) si esta pesadilla tiene final, ni qué va a pasar, ni qué se puede hacer, ni cuándo se levantarán las restricciones. Dicho conradianamente, la desesperanza, la desesperanza.
Pero, como dije en el segundo párrafo de esta nota, la naturaleza de esta isla tiene un gran poder regenerativo. Con cada mañana, en los ojos de los margariteños despierta la esperanza. En medio de este infierno de Dante, aquí hay gente inspiradora, que trabaja mucho para que la recuperación sea pronta y posible, que insiste en emprender, en crear, en hacer cosas, en resistirse a un destino impuesto. En fin, para que no desesperen, el canto a Margarita del poeta Juan Cancio Rodríguez: «Aunque tus campos seque el estío/ siempre conservas alguna flor/ flor de esperanza donde el rocío/ imprime tersos versos de amor».
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Lea también Días de niebla, por Ana Teresa Torres y Todos apestan, por Miguel Ángel Campos de la serie «Dos meses en cuarentena» publicada en Prodavinci.
Francisco Suniaga
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