Caupolicán Ovalles retratado por Vasco Szinetar
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“Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
juegan el largo, el triste juego del amor”.
Jaime Sabines
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No es fácil abordar un texto cuyo tema sea el amor. Yo –en mi caso– no creo en los poemas de amor, me inclino por los poemas amorosos, dedicados a alguien que se ama o se odia. Porque un poema de amor es en sí un material o artefacto que contiene un sentimiento, como todo poema contiene sentimientos. En mi creencia, todo texto poético lleva implícito un canto de (al) amor, así otro tema lo sostenga.
En tal sentido, el yo amoroso es destinado al Otro desde el lenguaje. Una voz que irrumpe y rompe la tradición del poema tiene en el lenguaje el ancla del tema. De modo que es el lenguaje el amoroso, a través del cual se construye el poema que habrá de ser definido como de amor. La forma de decir, la manera de expresar ese contenido.
Podría parecer una necedad, pero un poema de amor transita por muchas interpretaciones. Desde su significado implícito hasta la puesta en práctica de lo que quiere decir o significar mediante la brújula del lector
¿Qué diferencia podría existir entre un poema de “amor” y uno amoroso?
El poema busca en el amor la voz creada. O el amor indaga en el poema para convertirse en poesía. Queda entonces, por esta circunstancia, definido como un poema de amor. El poema amoroso celebra esa manera de descubrir la poesía en el lenguaje, con la lengua que se dice. De modo que todos los constructos poéticos son poemas afectivos o desafectivos dedicados o no a un sujeto, animal u objeto. En el caso de Caupolicán Ovalles, se trata de un poema donde el lenguaje, el brillo del invento, funda el texto amoroso. O lo que suelen llamar poema de amor.
Igual sucede cuando se califica a alguien de surrealista. El surrealismo es un juego preexistente en la poesía. No es el surrealismo un puerto poético. Es la poesía quien crea el surrealismo, esa corriente que, para algunos ha afectado la poesía de nuestro patio verbal, como para otros aún sigue siendo una celebración.
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“De un cielo a otro cielo/ Cielo de Cuba” (Fundación Caupolicán Ovalles, Caracas 2018) transita por estos senderos. Es un poema donde el texto convierte en amoroso lo que siente el autor. El poema de amor es un tatuaje, como podría serlo un poema político. Todos los poemas son políticos, pero esa discusión –puesta en contexto- es parte de otra habitación.
La metafísica del amor se consume en una poética: el poeta se declara ante el sujeto amado y lo transforma en palabras. Lo hace sus palabras. El amor –el sentimiento de quien escribe- continúa su curso en alguna imagen, en un destello metafórico, en un juego de sonidos, en esas hermosas travesuras que Caupolicán Ovalles entrega al lector para celebrar, no sólo lo que él siente, sino lo que el lector podría sentir con sus palabras. Ese es el objetivo de toda creación.
Ovalles, más allá de su desplegada fascinación por el escándalo, la dureza del lenguaje y otras expresiones de su conducta como creador, es un poeta amoroso. Claro, éste que tratamos es el poema dedicado a una mujer –Rosario Anzola-. Era, repito, un poeta amoroso en el buen sentido de la palabra porque cultivaba el amor por la palabra, porque cada subversión de su espíritu convocaba a ese amor que lo convierte en representación. Su relación con Rosario Anzola es la concreción de esa amorosidad espiritual y carnal. En este largo poema la mujer es la revelación de su vocación erótica.
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En el prólogo de la antología “Del dulce mal/Poesía amorosa de Venezuela” (Editorial Aguilera/ Una colección de Leonardo Padrón/ Llámalo amor, si quieres), su compilador, Harry Almela, destaca lo siguiente:
“Es por demás evidente que el amor es una de las cuestiones que más desasosiego ha generado en el transcurso de la desdichada y bulliciosa historia humana, y que sus tramas y maquinaciones se han expresado desde siempre en los discursos de la filosofía, del arte en general y particularmente en el de la literatura. La cultura de Occidente, de profunda raigambre griega y judeocristiana, inicia esta tradición con la pareja original, Adán y Eva, y con la búsqueda del andrógino que esboza Platón en sus diálogos, el Uno mitad hombre y mitad mujer…”
Esta reflexión de Almela nos conduce al lugar de la primera pareja, cuya actuación no juzgaremos como amorosa, porque apenas se estaban descubriendo. Digamos que –como dice en unos de sus versos Armando Rojas Guardia- fue “una costumbre de mi carne”. El Paraíso fue el escenario, como para Caupolicán y Rosario fue La Habana ese espacio que una vez fue bautizado como un paraíso y terminó siendo la más terrible distopía.
El desasosiego destacado por el poeta Harry Almela da cuenta de una larga lista de autores que hicieron del tema amoroso espacio en la poesía. El autor de “El terco amor” recurre a Rainer María Rilke (“Cartas al joven poeta”), quien “asegura que el amor como asunto literario es el más difícil de todos, pues es allí donde concurre una muy extensa y profunda tradición en todos los idiomas”.
El mismo Almela agrega que “El amor puede salvarnos de lo fútil y vano de la vida de la voracidad del tiempo. Hay quienes aún creen en esa posibilidad. Por suerte, según otros, es una enfermedad que tiene remedio”.
De modo que el amor es una patología que tiene cura, pero cuando está en su pleno apogeo produce cataclismos, pendencias, pero también poemas amorosos, como estos que Caupolicán Ovalles nos ofrece con su magnífico registro emocional.
Por su parte, Padrón habla de “poemas enamorados”, como éste que Ovalles nos regala en su libro, el que hasta hace poco estuvo inédito luego de 30 años de haber sido escrito.
Esos poemas enamorados tienen nombres propios, como ya se ha dicho en líneas anteriores: Caupolicán Ovalles, su autor, y Rosario Anzola, la destinataria: dos polos que como Adán y Eva cultivaron los cielos de una isla y la hicieron parte de su paraíso personal.
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Una carta de Manuel Ovalles inicia esta aventura del poeta que era su padre. También un prólogo del escritor español J.J. Armas Marcelo y una introducción del poeta Miguel Marcotrigiano.
Manuel Ovalles recuerda sus días de La Habana con Caupolicán. Amores de quienes hicieron de la capital de Cuba el lugar de memorias compartidas. Armas Marcelo celebra el amor de Caupolicán por la ciudad/ mujer, y habla del poeta antillano Baquero quien también tuvo en esa ciudad un referente amoroso.
Por su parte, Marcotrigiano se pasea por algunos aspectos literarios que tienen que ver con el texto como tal. Los tres autores centran su atención en el poema de amor como primera iniciativa de quien mucho escribió sobre otros asuntos. De quien vivió la vida como un rebelde que inventaba a diario una forma de hacer poesía desde su propia vida disipada. Un poeta que hizo del país y de algunas ciudades fuera de él objetos y sujetos de su quehacer escritural.
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¿Son iguales todos los cielos? ¿Cuántos cielos será capaz de encontrar un hombre o una mujer mientras el mar se mueve y es también cielo? ¿De cuántos besos, orgasmos o amanecidas en un solo cuerpo se construye un cielo? La única respuesta está en la poesía, que es la ciencia más imperfecta y por eso es ciencia, porque experimenta con todo: con el infinito, con la muerte, con la eternidad, con la mortalidad, con ella misma y con el amor, ese asunto que roza, toca o entra en el alma humana y de los animales que no son humanos también.
Por eso la poesía afirma y niega, pero sobre todo descubre. Es la única ciencia que tiene en el amor la esencia para construir emociones felices, poco felices o nada felices, relajos, silencios y gemidos, pero sobre todo refleja los cielos, los duplica y tiene en el cuerpo amado la mejor fórmula para salir adelante, siempre y cuando el poema esté bien organizado en cuerpo y alma. De lo contrario, sería un adefesio. Un poema amoroso es siempre un riesgo, pero en el caso de Caupolicán Ovalles se hizo gracia y belleza, imaginación y locura. Como debe ser para que pueda ser un poema amoroso.
Por eso los cielos en la poesía son muchos. Y los amores también. Aunque en algunas ocasiones hay amores que se quedan en un solo poema (o en un libro) y se convierten en un clásico, porque de alguna manera alguien tiene que escribirlo para que el lector también sea un clásico. Y ese es –de nuevo- el caso de Ovalles: es un clásico porque ha regresado del pasado, del olvido y se ha erigido en una totalidad literaria que tiene muchos seguidores. Y hasta imitadores.
Admitamos que “De un cielo a otro cielo/ Cielo de Cuba” es un poema que provoca imitarlo. Provoca plagiarlo, provoca seguirle los pasos hasta el lecho donde reposa con la amada o hasta la ventana donde ambos amantes se asoman para descubrir los cielos, el mar y la ciudad que los cobija.
El horario de escritura tiene su hora. Ovalles escogió el momento, el tempo preciso para hacerle tiempo al amor. A sus amorosos momentos de amor. Y comenzó a escribir:
“Son las 6 y 35:
Yo abro el papel/ en blanco para verte/ y la tarde/ y este cielo de La Habana/ entra como un danzón/ y bailamos.// Seis y treintaicinco besos de la tarde/ para el cielo de los ojos de Rosario”.
Nombra con sinestesia, con diversos sentidos. Y ella es la mirada del cielo. El mismo cielo que miran o evocan sus ojos. Matemática horaria y erotismo: reloj y carne en un poema que hace del tema amoroso una cuenta y muchos riesgos, porque el amor es lo más peligroso a que pueda ser sometido un verso.
Estos amorosamente alocados, adolescentemente escritos, sirven de juego para convencer y llevar a la cama –o a la ventana- a quien los oiga. Son poemas para enamorar, para despachar un trago y leerlos en voz alta, muy cerca de quien también bebe.
Y como son poemas enamorados, enamoran. Ya está dicho: hacen que otros se enamoren, caigan a los pies del texto y citen el mismo texto como si se tratara de una declaración de amor.
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El erotismo hecho imagen. La imagen configurada: “Tú abres el cielo/ y llegas acostada en el horizonte”, dice con toda su alegría Caupolicán en “Seis y cuarenta y cinco besos”, como dando la hora con la boca, saliva y respiración. Y luego, en “Seis y cincuenta y siete nubes” asciende: el cuerpo de la amada, besada es ahora un orgasmo cósmico, viajero:
“El barco pasa/ y la ciudad queda/ en el barco que pasa”, después de haber sudado el amor y mirar por la ventana el lomo del mar mientras El malecón de La Habana es golpeado insistentemente por las olas, por la carne que la amada ha dejado en su nombre. Y así, en un continuo hacer en el lecho, “Seis y cincuenta y ocho eneros y nardos”, y la ebriedad singulariza tiempo y flor, símbolos inequívocos de un breve reposo, mientras “la brisa y el cielo bajarán/ en los ojos del aire/ de mi amor que pasa”.
Son otras las horas que llegan con los cuerpos uncidos. Pasa un barco, pasa el tiempo, no pasa ella, queda Rosario en su nombre y en el poema, en el amoroso lenguaje que habita tempo y topus (“el lugar más allá de los cielos”): el paisaje de una ciudad que cuenta con dos espacios infinitos en los que dos amantes se hablan y se dicen y se leen y se escriben, y el poeta –por su parte- confiesa:
“Yo que vengo de verbos/ entro en ese mar de voces/ que buscan un hilo de palabras”.
Y:
“De un cielo a otro cielo de Cuba/ yo ando buscando/ yo vengo buscando/ en uno y otro cielo/ el orden secreto de tu cuerpo”.
Y lo encuentra. Lo ama, lo escribe y lo describe:
“Los huesos de mi amada/ son de yerba que canta”.
Y.
“Cuerpo de coral negro/ tú eres (…) Ven cabellera negra/ y cántame”.
El poema amoroso termina enamorado de quien baila y canta, de la mulata que sueña y se estira en el lecho, que hace de las horas poemas y de la ciudad un homenaje.
El poema amoroso es el mismo poeta. El poeta amoroso.
Los cielos no han cambiado, siguen allí. La ciudad se derrumba.
Quedan los versos, queda el silencio: los cuerpos en uno solo.
Alberto Hernández
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