De la soberbia entre los griegos

27/10/2018

Silenus, Maenad & Dionysus (360-350 B.C), atribuido a Python

Los antiguos griegos no conocieron el concepto de pecado. Tampoco tuvieron un solo dios, ni un libro sagrado que recogiera y codificara sus ideas acerca de lo divino y la piedad. Los románticos del siglo XIX, en su empeño por idealizar el pasado, pensaron que allí radicaba el secreto, la clave por la que, pensaban, los antiguos griegos habían sido libérrimos y felices como pocos. No pudieron equivocarse más, porque en realidad los griegos temían y mucho a sus dioses, tanto como cualquier otro pueblo, solo que vivían y sentían su religiosidad de una manera muy diferente a la nuestra. Una manera que hoy, desde nuestro punto de vista, podría parecernos más natural y humana, aunque por eso mismo, más inestable.

Los dioses de los antiguos griegos eran una suerte de seres humanos idealizados. A menudo nos encontramos la palabra “antropomórficos” para describirlos. Es decir, poseían todas las bondades que los hombres desearíamos para nosotros mismos: eran inmortales, felices, hermosos y siempre gozaban de buena salud. Pero también poseían nuestras pasiones, algo que repugnaría a los teólogos de hoy en día.

En poemas y tragedias los vemos enamorándose, engañándose, ofendiéndose, vengándose y reconciliándose entre ellos mismos o con los mortales, con una espontaneidad que incluso podría parecernos infantil. Por eso el hombre griego antiguo se cuidaba mucho de provocar la ira o la envidia de los dioses, y para ello no solo se preocupaba de venerarlos escrupulosamente a todos por igual con ritos y sacrificios, sino que incluso se guardaba de molestarlos en lo más mínimo, tomando extremas precauciones para no suscitar su ira o su venganza. Pienso que los católicos nunca sabremos agradecer a nuestro buen Dios el habernos liberado de semejante angustia.

Sin embargo, esa ofensa a los dioses no se corresponde con la idea que modernamente tenemos de «pecado», por la sencilla razón de que lo que podría ser ofensivo para uno, pongamos para Apolo o Atenea, podría no serlo para otro, como Dioniso o Afrodita, de caracteres tan diferentes. Pecado y monoteísmo están, pues, indisolublemente ligados. Pecado, monoteísmo y, ya lo dijimos, un libro sagrado que nos explique lo que es pecado y lo que no.

En vez de este concepto de pecado, los griegos tenían el de hybris, palabra que, a falta de una que exprese mejor lo que significa en español, la tradición ha traducido como «soberbia». La hybris es lo que ocurre cuando un mortal se ensoberbece y desafía la voluntad de algún dios; cuando un hombre pierde el control y transgrede los límites de su propia humanidad, atrayéndose un cruel castigo por parte de la divinidad.

Es lo que pasa cuando una pasión extrema, digamos la cólera o la codicia, pero también el amor o la arrogancia, «ciegan» a un hombre, llevándolo a extremos que vulneran la frontera entre lo humano y lo divino. Ello le atrae la desgracia y el infortunio inevitablemente, la perdición.

Ya sabemos que la poesía es el espacio de lo extremo. La poesía griega está llena de casos de hybris y de su correspondiente castigo, que suele sobrevenir de las formas más truculentas y, seguro, más crueles. La Ilíada es el poema de un guerrero, Aquiles, que ofendido por una afrenta de su superior, Agamenón, y bien pagado de su fuerza y de su reputación de matón y sanguinario, decide retirarse de la lucha y retirar a los suyos, a sabiendas de los reveses que esto traerá a los aqueos en su lucha.

Es su venganza. En efecto, las bajas serán enormes, hasta que el buen Patroclo, amigo predilecto de Aquiles, decide intervenir en la contienda, consternado por tanta muerte. Patroclo, que en secreto se ha llevado las armas de Aquiles, será confundido con él y muerto con saña por Héctor en el combate. Así Aquiles pagará con gran dolor su soberbia: la muerte de su gran amigo.

Obviamente la soberbia, la hybris, y su castigo, están mayormente vinculados a posiciones de poder, y es que, lo sabe el saber popular, mientras más alto se sube, más fuerte es la caída. Uno de los más célebres casos de hybris será, otras veces lo hemos dicho, el del más conocido de los tiranos, Edipo.

Famosa es su historia: Tebas se encuentra asolada por una mortal peste y es que, lo ha declarado el adivino Tiresias, un abominable crimen queda sin pagarse entre sus murallas. Hasta que esto no ocurra, la ciudad seguirá presa de la peste, pues así lo quiere el dios. Edipo, tenido por salvador de la ciudad, se propone develar el misterio. Ensoberbecido, lanza una maldición contra el autor del crimen, sea quien haya sido. No sabe que es él mismo quien mató a su padre y se casó con su propia madre, Yocasta.

Tiresias y la reina, que ya sospechan la verdad, tratan de disuadirlo para que no siga investigando, pero Edipo obstinadamente se empeña. Siente que no puede traicionarse, que debe seguir ciegamente hasta el final, hasta que al fin se percata de su terrible condición. Horrorizado, se saca los ojos, mientras Yocasta corre a ahorcarse para no vivir tamaña vergüenza. Edipo pasará sus últimos años desterrado, ciego y miserable, presa de su propia maldición.

Lo hemos dicho ya, la poesía es espacio para la desmesura y lo hiperbólico. Allí se muestra cruel y desnuda la apoteosis de la gloria y la desgracia de la caída. “Soberbia”, lo sabemos, nos viene del latín superbia, y no hace mucha falta entender lo que siente aquel que se ensoberbece. Pero el concepto latino es absolutamente humano. La arrogancia y la altanería, odiosas y erradas, no conllevan sin embargo los signos de la transgresión. La noción de los griegos va mucho más allá, a los extremos de la condición humana. Nos hace pensar en nuestros límites y las razones que nos llevan intentar transgredirlos. Los poetas, que tienen explicaciones para todo, solían hablar de una “ceguera”, Ate, que pierde al ensoberbecido.

A través de la hybris, los antiguos poetas supieron lo bien que la soberbia sirve como laboratorio para estudiar las pasiones y las miserias extremas, no tanto de los dioses como más bien las de los hombres, los guerreros, los caudillos y los tiranos. En su continua reflexión sobre la condición del hombre, con ella trataron de establecer los límites entre lo humano y lo divino, entre lo que nos es lícito y lo que no.


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