
Armando Rojas Guardia retratado por Vasco Szinetar
En noviembre de 2017, la Fortuna me concedió ser parte del jurado del Sexto Certamen de Poesía Hispanoamericana Festival de la Lira, en la inolvidable ciudad ecuatoriana de Cuenca. David Huerta era quien lo presidía y, además de con él, compartí esa responsabilidad con Bárbara Belloc, Juan Manuel Roca y Roberto Appratto.
El concurso como tal suele ser el eje de un nutrido programa de actividades. En la copiosa nómina de participantes ecuatorianos y forasteros, atrajo de inmediato mi atención el nombre de un tal «Armando Rojas», de Venezuela. No conocía ni conozco a ningún venezolano dedicado a la poesía que se llamara así. A quien sí conocí de cerca, desde finales de los años 70 del siglo pasado, fue al gran poeta Armando Rojas Guardia. Enseguida sospeché que la omisión del segundo apellido se debía a algún despiste involuntario de los organizadores ‒por lo demás, siempre atentos y magnánimos‒. Y así fue. Para mi alegría, no tardé en comprobar que en efecto se trataba del audaz fundador del grupo poético Tráfico, a comienzos de los 80; también del autor de libros como Del mismo amor ardiendo, Yo que supe de la vieja herida, Poemas de Quebrada de la Virgen, Hacia la noche viva, La nada vigilante…, de innegable relieve en el paisaje poético venezolano, en el último cuarto del siglo XX y las primeras dos décadas del XXI.
Armando y yo sostuvimos un vínculo amistoso ‒sustentado en el doble amor compartido por la poesía y la filosofía‒ desde que formamos parte del Taller de Poesía del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, en 1979, hasta su deceso, en julio de 2020. Mi partida a México, en 1982, y su traslado a la bella ciudad andina de Mérida, unos años después, dificultaron y por largos periodos hasta imposibilitaron que retomáramos contacto. Así que nuestra imprevista y hasta providencial coincidencia en Cuenca reactivó ipso facto una fraternidad que evidenció no haberse interrumpido nunca. La última vez que nos vimos fue en Caracas, en el annus terribilis de 2019, justo cuando se cumplían 40 años de habernos conocido. El fino poeta caraqueño Alberto Márquez, lo recuerdo bien, estuvo también en ese encuentro.
Mi memoria no registra a un Armando Rojas Guardia muy dado a viajar por el mundo. Ciertamente, estudió un tiempo en Europa, compartió otro periodo con Ernesto Cardenal, en Solentiname (Nicaragua), me consta que estuvo aquí, en México, a mediados de los 80, en un viaje bastante desastroso ‒por motivos que algún día contaré‒, pero en eso estaba lejos del irredento cosmopolitismo de David Huerta. No obstante, esa presumible disparidad se difuminó en el mismo momento en que la afable empatía que brotó entre ambos se dio no solo como vínculo entre dos personas afines, sino entre dos inmensos universos de sensibilidad, cultura y erudición.
David y Armando tenían otros puntos en común, aparte de la misma consagración vital a la mejor poesía y demás artes colaterales. Acaso el más delicado y mutuamente atractivo era que ambos habían sido poetas hijos de importantes poetas: el uno, de Efraín Huerta y el otro, de Pablo Rojas Guardia. Tiendo a creer que el estro del viejo Efraín ejerció una influencia nacional e internacional mayor que el de su homólogo venezolano, pero la significación de este en la atmósfera poética de su país, en el siglo XX, no admite dudas estimables. Como fuese, ambos encarnaban de manera militante el espíritu de vanguardia ‒Rojas Guardia padre, estuvo entre los fundadores del relevante e innovador Grupo Viernes, a fines de los 30‒, compartían asimismo un arriesgado compromiso político, aunque no de idéntico signo ideológico ‒el caraqueño fue inquilino reincidente de las terribles ergástulas del dictador Juan Vicente Gómez‒, y los dos ejercieron el periodismo y la crítica no solo cultural.
No puedo arrogarme la pretensión de saber a ciencia cierta las razones de tan célere y profunda concordancia ‒esa afinidad de corazones, no se olvide‒ entre David y Armando. Lo que sí puedo declarar con certidumbre es que aquella confluencia de almas inspiradas tenía las trazas de haber sido ciertamente subitánea, como una anagnórisis muy bien avenida o la junción de las dos partes del sýmbolon, que al fin se topan, justo en el ecuador terrestre o línea igualmente «simbólica» de unión y separación de la mitad sur y la mitad norte del mundo. También puedo asegurar que aquella fusión anímica terminó siendo vitalicia.
Pero más allá de mis íntimas impresiones sobre tan afortunado suceso están las confesiones de ambos. Las veces que me encontré con Armando después de Cuenca, me confirmó su profunda e intensa filia hacia la persona y la poesía de David. Por su parte, el mexicano, en el obituario que compuso con motivo del deceso de su nuevo amigo y publicó en la edición de El Universal del 17 de julio de 2020, dio noticia de que «estuvimos en Cuenca solamente unos días y pronto descubrimos el modo de mirarnos a los ojos y de hablarnos con entera franqueza». Por lo demás, justo en ese escrito, en postrero gesto de fraternidad y notoriamente dolido porque Rojas Guardia partió de este mundo sin el reconocimiento que se merecía fuera de Venezuela, David dictaminó con la superlativa generosidad de que era capaz que «era y es uno de los poetas mayores de la lengua española» y que su nombre, «en la perspectiva amplia del idioma», puede figurar entre «los de mayor calado de nuestra época: Antonio Gamoneda, Raúl Zurita, Coral Bracho». Lista que debería integrar, con creces, el propio David, más allá del pudor y el buen gusto que le dictaron esa ostensiva y convencional autoexclusión.
***
[Texto originalmente publicado en Cuaderno de octubre, n° 2, anuario de la Sociedad de Amigos de David Huerta, México.]
Josu Landa
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo