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Daniel Centeno: “¿Acaso Venezuela no es un país dejado en manos del azar?”
por Hugo Prieto
Retrato de Daniel Centeno | Cortesía
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Una novela que entró y salió a la pantalla de la computadora por la puerta giratoria de un devenir accidentado. Tenía que ser lineal, apegada a los cánones decimonónicos de la literatura. Pero no por eso deja de ser estrambótica y plagada de humor. Bajo el sello de Alfaguara, en México, Daniel Centeno Maldonado* ha visto publicada La vida alegre.
Primero como fronterizo de El Paso y ahora residenciado en Houston, a Centeno, como a Texas, también le ha brillado la estrella.
¿Qué línea de continuidad podríamos trazar entre Ogros y tu novela más reciente, La vida alegre? ¿Qué elementos en común hay en ambas?
Creo que la música y la curiosidad. Por un extraño motivo, siempre o casi siembre, escribo sobre tres cosas: música, cine y literatura. Ogros, por ejemplo, es un compendio de gente que tiene que ver con esos temas. Gente, en su mayoría, poco conocida o marginales. Es una cosa muy rara, porque a pesar de que son libros hermanos, la primera impresión es que no se parecen. Y eso que la novela la arranqué antes que Ogros, pero no pude seguirla porque hubo momentos en que estaba metido en mil asuntos mundanos, estaba pluriempleado, y la verdad es que no podía escribir con disciplina o tener en mente todos los vericuetos que uno debe recordar para seguir la historia. No podía meterme la novela en la cabeza y la dejé en hold, me puse a escribir unos perfiles que, la verdad, nunca pensé que se podían publicar. Escribir pequeñas historias, cuatro o cinco páginas, para mantener el brazo caliente. Quise que Ogros fuera accesible y erudita al mismo tiempo, con un lenguaje cargado de metáforas y giros literarios. La novela, en cambio, es lineal y sin tantas florituras.
Ogros reúne a personajes muy talentosos, pero también son caracteres que no encajan en la industria cultural, en los formatos mediáticos o, incluso, en las esferas sociales. Son personajes que terminan atribulados o incluso acribillados, digamos, por La conjura de los necios. Son piezas sueltas, pero luminosas. ¿Qué fue lo que despertó tu curiosidad?
Probablemente el interés que tenía en la niñez de coleccionar barajitas y pegarlas en los álbumes, me gustaban las más raras, las más difíciles. En todas las expresiones del arte hay creadores que pasan inadvertidos y ahí puedes encontrar verdaderas luminarias, verdaderas estrellas. Genios o como quieras decirles. Mi propósito era sacarlos a la luz, entre otras cosas, porque no todos merecían ser olvidados. Muchos de ellos tuvieron vidas estrambóticas, muchos de ellos caminaban en el borde del precipicio, algo que yo no haría porque soy un cobarde, digamos, que mi ejercicio fue escribir sobre ellos. Lo que dices es una lectura ajustada. Personajes que le huían a los demás. En algún momento pensé que lo que había sido un ejercicio privado podía publicarse. Lo propuse en una revista y la respuesta del editor fue ¿Qué aportaba escribir sobre esa gente? Ahí creo que está un poco la respuesta, porque a diferencia de ese editor, yo pienso que sí aportan, aunque la sociedad o la historia no le hayan parado bolas. Algunos de esos perfiles, finalmente, se publicaron en la revista Sala de Espera.
Esos personajes prueban, una vez más, que la justicia no existe.
Exacto.
El problema de la suerte es que no es para todos. No fue suficiente para que estos artistas fueran reconocidos como tales o alcanzaran el éxito que —como sabemos— puede ser algo muy engañoso.
Ogros, entre otras cosas, es una declaración sobre la injusticia, y si te pones a ver la suerte también es un elemento que aparece en la novela, pero va en sentido contrario. Entonces, las cosas empiezan a salir bien.
Vamos a la novela, La vida alegre. El universo de los personajes, Sandalio y Poli, es un mundo marginal. Varias escenas me recordaron a la película Los olvidados, de Buñuel o incluso a El pez que fuma, de Chalbaud. ¿Qué dirías alrededor de este planteamiento?
Yo soy de Puerto la Cruz, soy oriental, en una ocasión una persona la describió como la zona más marginal de toda Venezuela. Por ahí exageró, no lo sé, pero siempre me quedó eso en la cabeza. Y a pesar de que soy un hijo de un médico de la clase media venezolana, de la clase media de la IV, viví en una zona que tenía mucho de barrio. Aunque traslado la novela a Caracas —al barrio La Dolorita de Petare—, los personajes son orientales. Entonces, yo conozco a esos personajes los conozco porque tienen trazos de mi familia, de mis vecinos, de gente que conocí en oriente. Digamos que yo escribí sobre algo que conocía.
¿Las referencias que hago sobre esas películas son impresiones equivocadas de un lector?
Nunca escribí pensando en nada de eso, aunque ya me lo habían dicho antes, sobre todo la mención a El pez que fuma. ¿Qué me lo hayas dicho tú? ¡Ah! Otro más que me lo dice. Quizás haya un trazo de esa película, que tan solo vi una vez, hace mucho tiempo.
¿Una pulsión del inconsciente?
O más bien de País portátil, que era lo que me venía a la cabeza cuando leía cosas sobre Caracas.
No le tienes miedo a hablar como lo hacemos los venezolanos. Y particularmente a cómo se habla en los barrios. Yo creo que es un gran logro, porque le da una enorme verosimilitud al relato. ¿Fue algo deliberado? Y lo pregunto porque el léxico es una de las herramientas del escritor.
Completamente. Yo tenía en mi mente a Sandalio (Dalio) —el personaje principal, un cantante que saboreó el éxito y la fama, pero se vino a menos en el ocaso de su carrera—. Sé que no me lo estás preguntando, pero mí me gusta reconocer las cosas y de dónde salen. Hace mucho tiempo me leí el libro de Héctor Mujica sobre Daniel Santos. A mí ese personaje siempre me ha fascinado y sentía que estaba emparentado con mi familia. El primer capítulo de la novela arranca con algo que sucede en ese libro. Simplemente dije, con este incidente puedo seguir adelante y como mi Dalio no es Daniel Santos, yo quería que hablara como un oriental, como lo haría mi abuelo. Que tuviera esa chispa. Mientras mi personaje no hablara así, esa novela no estaba lista. Yo tenía que buscar a un personaje que fuera oriental en su idiosincrasia y en su forma de hablar, pero que no fuera una novela costumbrista. Tampoco quería llamar a las arepas bollitos de maíz horneados. La arepa tiene que llamarse arepa y ya. Tenía que buscar un punto donde a un lector no le hiciera falta buscar un glosario de venezolanismos.
El narrador, más que el ser omnisciente que lo sabe todo, es un testigo que dialoga con los personajes. Diría que su sabiduría es la de un filósofo de la calle. Es capaz de construir —con el léxico del oriental— unos símiles eficaces para entender a los personajes o develar el trasfondo de situaciones mediante imágenes literarias que nos obligan a reflexionar. Hay una complejidad que debe ser valorada ¿Qué dirías alrededor de este punto?
Cuando tenía 23 años escribí una novela que nunca publiqué y era lo contrario a esto que me estás diciendo. A mí me faltaban muchísimas lecturas, pero fue el intento de un loco o de un valiente. En la página 100 me di cuenta de que no servía para nada y que la gaveta era sabia. Yo no podía aventarme a escribir una novela que no fuera lineal, que no se apegara a la forma más decimonónica. Aunque no eludí el riesgo de que tuviera cierta dosis de humor, que en ciertos círculos es visto como un subproducto de segunda categoría. Sí, el narrador, tal como dices, es otro personaje. En un mundo que es un disparate, regido por las cosas que hemos hablado, si había que crear un Dios tenía que hablar así.
Dalio finge que aún vive en la fama y el éxito cuando en realidad está hundido en el pasado y la marginalidad. ¿Fue difícil construir ese personaje?
No voy a mencionar nombres, pero conozco gente de la IV, la mayoría artista —músicos, escritores, incluso periodistas—, que no hacen otra cosa que hablar de sus glorias del pasado. Los vas a entrevistar en una casa modesta, incluso sombría, y están clavados ahí. Fue un ejercicio con la ayuda de Daniel Santos y con reminiscencias, como te dije, de algunos miembros de mi familia.
Es algo que estamos viviendo en el país, esa «certeza» de que todo pasado fue mejor, ese mundo idílico, pero sabemos que no fue así. Sabemos que la tragedia que estamos viviendo se incubó en ese pasado. Y me atrevería a decir que sin Dalio, Venezuela no está completa. Entonces, queremos tanto a Dalio. ¿Por qué creen los personajes de Daniel Centeno que tenemos la urgencia, la necesidad, de refugiarnos en el pasado?
Creo que así se ha vuelto un poco la idiosincrasia del venezolano, con el tema «éramos felices y no lo sabíamos». Elisa Lerner, una de las plumas más inteligente, agudas e irónicas que existen en el país, en una ocasión le escuché lo que para mí fue una revelación. Estaba con ella y nos topamos con un artista venezolano, muy inteligente y muy famoso, pero que ya estaba en sus horas más largas, y durante el momento que compartimos no dejó de hablar de sí mismo y de lo importante que él era. Pero ese “era” parecía estar en un presente continuo. Cuando nos subimos al carro para irnos, Elisa dijo, sin maldad alguna, pobrecito fulano de tal, habla más que un actor de Hollywood desempleado. Algo de eso estamos viendo o nos está pasando, ¿no?
Como si no hubiera otra cosa.
Ya sabes que hay una poética del rendirse. Existe en Venezuela, cada vez con más fuerza.
Hay episodios hilarantes. ¿Cómo es la aproximación al humor? No es algo que se da con facilidad.
A riesgo de sonar pedante, a mí el humor siempre se me ha dado con facilidad. Es algo que los orientales de acá compartimos con los costeños de allá. Lo que no sabría es hacer una novela entera de humor. Porque si te pones a ver, en los Ogros hay unos cuantos que son tristísimos, pero otros tienen el humor escondidito. Lo que pasa es que La vida alegre es un humor desnudo, no está escondido en ninguna parte. Lo que llaman aquí los gringos el underdog, como si le apostaras a La Guaira. No es raro. De El Quijote dicen que es la mejor novela jamás escrita y es de humor. Un humor muy duro y muy triste al final, como todo buen humor.
El botiquín puede ser el escenario natural de la literatura y no podía faltar en tu novela, gente que se gana la vida cantando o componiendo canciones o reseñado la vida nocturna. De los barrios no podía faltar el azar, el numerito, el caballito, y finalmente el estribillo, hay bendito. Una religiosidad que a veces se torna en santería. ¿Te dice algo?
Perdona que sea muy machacón con el tema de oriente, pero lo único que hice fue armar las piezas de lo que veía. Mis padres, mi hermano mayor, mi abuela, incluso, gente que trabajaba en la casa, son jugadores empedernidos. Mi papá llego a ser copropietario de caballos en La Rinconada. Mi papá es gallero y aunque no está en su mejor momento, si le hablas por teléfono oyes los cacareos al fondo. Y ahora, que no está en su mejor momento, como todos en Venezuela, ¿Por qué no se comen esos gallos que ni siquiera van a pelear? Podía estar desayunando en la mesa y escuchar a mí mama contar que había soñado con mi abuelo que le pedía que se jugara el 47 o el 48. Las pocas veces que mi hermano me deja mensajes de WhatsApp es para decirme que compre la lotería gringa y vamos a medias. Si te pones filosófico, pregunto ¿Acaso Venezuela no es un país dejado en manos del azar? Nunca escribí pensando en la degradación del país, aunque hay gente que ha tenido esa lectura. Venezuela siempre ha estado atada al azar, incluso políticamente.
Sí, la pedagogía del 5 y 6. Y también de la lotería de los animalitos.
La generación de los personajes de mi novela se la pasó rellenando circulitos. Imagínate, el tarjetón electoral tenía que parecerse a una vaina de esas. Mil cuadritos de todos los colores para que tú también llenaras tu lotería y saliera electo el que iba a volver mierda el país.
Esa lectura de la degradación del país no me interesa.
La leí en la reseña que hizo un periódico mexicano.
¿En La Jornada que es una cagada de periódico?
Todos los periódicos mexicanos son buenos, siempre y cuando hablen de mi novela.
El otro tema que atraviesa la novela es la religiosidad. Pero no necesariamente la religiosidad de ir a misa.
Una vez más y me perdonas, vuelvo a oriente. De donde vengo es natural ese sincretismo de ir a la Iglesia en la mañana y a los brujos en la tarde. Aun a sabiendas de que la primera condena a los segundos. Mi madre, mujer piadosa e incoherente donde las haya —como buena mujer oriental— es asidua de ambos lugares de crédulos. Así que escuchar hablar de virgencitas y silbones para mí siempre fue de lo más normal.
Todos estos señores van a Carúpano, a un botiquín a estrenar canciones. Pero no es allí donde tiene lugar el final. Van a El Muco, un pueblo de 6.000 habitantes y a un poco más de 2.000 metros de altura. Es allí donde se estrena la opera bolerista que Policarpio le ha compuesto a Sandalio. Claro, un pueblito perdido, aunque con sabor a ron.
¿Y dónde más le iban a parar bolas a Dalio?
*Licenciado en Comunicación Social por la UCAB. Maestría en Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Doctorado El Mensaje Periodístico. Códigos. Formas. Contenidos y Prácticas Discursivas (Cum Laude). Maestría en Fine Arts (Escritura creativa) Universidad de Texas. El Paso, USA.
Hugo Prieto
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