Notas con caneta

Cuando la barbarie triunfa

Lenin y Alexander Bogdanov jugando ajedrez. Fotografía del Universal History Archive

19/05/2018
¡Qué infeliz y qué ingenua es la hora presente!
no consigo entenderla,
y miran hacia mí las puertas junto al mar
entre las anclas y las nieblas…
Ósip Mandelstam

Los últimos días de Lenin transcurrieron envueltos en una atmósfera densa de intrigas, dudas y contrariedades. Las preocupaciones eran muchas. ¿La revolución debía limitarse a la nación rusa o debía extenderse a Europa y, por ende, al planeta? ¿El Estado ruso debía erigirse como nación federal que consagrara la autodeterminación de las naciones aliadas o debían todas estas someterse al yugo nacionalista ruso? ¿Debía declarar sus preferencias para elegir a su sucesor? ¿A quién escoger? ¿Al ambicioso, tosco y vulgar asesino georgiano Stalin? ¿O al arrogante y controlador erudito Trotsky? Lenin no sabía cuál de los dos sería peor opción. Sumido en cavilaciones pesimistas, se dedicó a la reflexión profunda acerca del carácter fugaz y engañoso de la vida. El poder político es el gran motor de la transformación social; pero el poder político es adictivo y por eso mismo, destructivo. Lenin empezó a agonizar antes de lo que había supuesto y no le alcanzó para asistir al congreso del partido, a finales de mayo de 1924. La muerte de Lenin será siempre un misterio, a pesar del largo suplicio de la enfermedad. La versión oficial fue arterosclerosis, pero la autopsia sólo la firmaron 8 de los 27 médicos que lo trataron. Casi cien años después, las nebulosas sobre el caso persisten. Desde el envenenamiento, pasando por la infaltable sífilis, hasta la teoría de los daños vasculares irreversibles producto de la bala que seguía en su cuerpo producto del atentado del que fue víctima, son algunas de las hipótesis extendidas. Nunca se sabrá con certeza. La muerte de un líder tan poderoso está rodeada de tal grado de hermetismo opresivo y es un hecho tan controvertido que sólo puede ofrecer muerte, pánico y miedo a los pocos del círculo cercano que puedan tener escasa idea de los acontecimientos reales. Además, el propio círculo de poder derrama versiones encontradas y contradictorias para diluir cada vez más el asunto en los anales de la historia.

Lenin se había apresurado a escribir su testamento político. En él optó por considerar que Trotski sería un líder menos perjudicial. En carta de puño y letra sugirió a los delegados del Partido que destituyeran a Stalin. Trotski odiaba a éste; lo consideraba  inculto, chabacano y criminal. Y lo era. Además, detestaba su evidente mediocridad intelectual. Apenas sabía expresarse. Y le repugnaba aún más su grotesca eficiencia de burócrata administrativo en el Partido. Trotski, como parecía lógico, subestimó a Stalin. Cuando supo el contenido del testamento de Lenin, respiró aliviado y pensó que su primera decisión importante sería anular a Stalin de la forma más inteligente y discreta posible. Stalin detestaba, a su vez, a Trotski. Le parecía un judío pequeño-burgués soberbio y peligroso. Excesivamente culto, teórico y cerebral, es decir, el tipo de persona a quien no podría nunca dominar ni controlar. Tal vez, en esos meses entre enero y mayo ambos –Trotski y Stalin– se habrían prometido en secreto a sí mismos eliminar al otro en cuanto pudiesen. Ninguno sospechaba en ese entonces que esa disputa duraría décadas.

Se trataba de una primitiva contienda por el poder. El heredero de Lenin gozaría, además, de una organización burocrática estatal más aceitada y uniforme. Sería un sujeto que encontraría condiciones mejores para perpetuarse en el poder de forma absoluta y vitalicia. Ambos aspirantes lo sabían. Trotski fue partidario desde siempre de la revolución permanente; de la extensión de las fronteras; de la lucha universal. Creía que el marxismo sólo podría ser exitoso en la medida en que fuese global y se instalara como sistema único en el orbe. Toda su obra está basada en la continua revisión y en la convicción profunda de que la revolución debe someterse a sí misma a examen permanente y ajustarse a las circunstancias y a los contextos para poder prosperar y extenderse, además de luchar contra el burocratismo. Stalin descreía de esa hipótesis, no sólo porque él mismo había configurado su papel fundamental en la Nomenklatura del Partido, sino porque la burocracia era el medio más eficaz para el control. A Stalin además no le importaba tanto el triunfo de un nuevo sistema de bienestar colectivo. Al contrario, quería limitar la revolución a su radio de acción y de poder. Convertirse en amo y señor absoluto. El marxismo no le interesaba como teoría ideológica, lo consideraba únicamente como un medio para sus fines: el control hegemónico y la instalación del terror. Stalin sólo quería poder, en bruto y con mayúsculas. Trotski, al menos en teoría, quería poder como medio para la transformación social. Stalin había sido un funcionario oscuro, mediocre, que empezó a destacar por su solvente capacidad para halagar a sus superiores y complacerlos. Además, carecía de escrúpulos. Supeditaba cualquier acción al resultadismo eficaz del Partido. Cuando fue encargado de ahogar las sublevaciones de los campesinos en Georgia (la patria de la que era oriundo) que estaban muriendo de hambre, no le tembló el pulso para acometer cualquier atrocidad imaginable. No sólo logró frenar las revueltas, sino que llevó al pueblo georgiano hacia el borde del genocidio. Miles fueron torturados y ejecutados de las peores formas posibles, buscando el efecto del castigo “ejemplarizante”. Millones murieron de hambre. El propio Lenin, cuando pudo conocer los detalles a través de los informes, se dio cuenta del poder desmedido que este funcionario mediocre había acumulado y quedó alarmado por su ambición desmedida y su absoluta falta de límites no sólo morales sino casi humanos. Poco antes de morir, Lenin tuvo entonces que optar por el judío erudito. La relación entre estos fue siempre estrecha y trabajaron juntos desde el inicio. Pero, tal vez, por el trato tan cercano y de confianza, empezaron a surgir asperezas y desavenencias de esas que a veces no encuentra adjetivos certeros, pero que terminan pesando casi tanto como la animadversión.

En mayo de 1924, se iniciaron los diez días de reuniones de delegados en el Congreso del Partido. La gran mayoría de los delegados prefería a Stalin porque además de ser tan ignorante y ambicioso como ellos, le debían a él o a sus aliados sus respectivos cargos. Trotski era visto por la inmensa mayoría con recelo y lo percibían como un arrogante que los trataba con abierto desprecio. Muchos estuvieron decididos a acabar con la influencia de Trotski y a ofrecer su apoyo al Secretario General Stalin para convertirlo en líder supremo. Pero estaba el sagrado criterio de Lenin y además escrito en negro sobre blanco. No podría superarse ese escollo tan fácilmente ante los oídos de 200 millones de rusos. Entonces, el tosco y chabacano Stalin hizo su jugada maestra guiado por el instinto del que ha nacido para dominar y oprimir. Aunque el testamento de Lenin revelaba que Stalin debía ser destituido, decidió leerlo él mismo en público y poner la decisión en manos de los delegados, asegurando además que Lenin debía tener razón, como siempre. Con una entonación de cordero, puso su cargo a la orden. Se produjo un silencio ansioso y, a los pocos segundos, empezó a ser aclamado. Los delegados, gritando consignas, le rogaban que siguiese al frente del Partido y de allí a la proclamación como heredero del líder supremo sería un tránsito tranquilo, plácido y natural. Lenin había sido desoído. Trotski tuvo que empezar a movilizar sus contactos en el extranjero. Había sido derrotado. Su estadía en el país duró sólo unos pocos meses más y luego tuvo que vagar por el mundo durante décadas, mientras seguía sosteniendo su tesis de revolución permanente. Stalin, como buen perverso, no se olvidó jamás de él y, tras muchos intentos fallidos, pudo finalmente asesinarlo en México, a través del agente español Ramón Mercader, en agosto de 1940, de forma cruel y macabra.

La Unión Soviética se convirtió en un Estado totalitario, imperialista y abonado al terror. Por puro interés, Stalin ensalzó el mito de Lenin a grados patológicos, como propaganda vacía de contenido. Decidió llevar el personalismo del líder supremo hasta la extenuación para adormecer al pueblo ruso mediante la manipulación mediática y gracias al estímulo continuo del fervor religioso. Su cadáver, su imagen, su estampa, sus esculturas y afiches colosales a lo largo y ancho de la nación más grande del mundo, imposibilitaron la distinción entre emoción y criterio entre millones de personas oprimidas y adormecidas. Más allá de la intencionalidad propagandística, de los intereses del poder que aquel culto embrutecedor dejaba entrever, se escondían razones más perversas. Stalin odiaba profundamente a Lenin y quiso inmortalizar su estampa muerta para siempre, mientras él mismo construía su propio mito en vida. La construcción del Mausoleo y el embalsamamiento del cadáver fueron cálculos de enorme rédito para Stalin. Aún hoy está allí, a la vista. Stalin murió en 1953, un 5 de marzo (por cierto). Su cadáver fue embalsamado y colocado junto al de Lenin en el Mausoleo. Hasta que Krushev ordenó retirarlo de allí, durante el llamado proceso de desestalinización. Había que deslastrarse de semejante legado. Stalin pasó a la historia como el asesino que ordenó la muerte del mayor número de víctimas de las que se tenga registro. Sus limitaciones intelectuales no le impidieron llegar al poder y sostenerlo de una forma hegemónica y brutal durante 29 años. El poder no sólo no está reñido con la barbarie, sino que, con frecuencia, parecen alimentarse mutuamente.


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