Diario sobre el año de la peste

Contando muertos

22/08/2020

V

Contando muertos

Contar muertos puede ser una tarea obscena. El sentimiento de regodeo por las desgracias ajenas, que los alemanes definen como Schadenfreude, lo he venido observando con asco estos días aciagos durante las rocambolescas comparecencias de los personeros del régimen de facto cuando informan acerca de los casos de contaminados por el coronavirus… Se muestran cínicamente orgullosos afirmando que tienen el mejor sistema hospitalario del mundo, siendo que en un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de octubre del año pasado nuestro destartalado país, en el rango de camas de hospital por número de habitantes se ubicaba en los diez últimos lugares, al lado de Haití. Y esgrimen los bellacos su eficacia en el combate de la peste surgida en un mercado de Wuhan anunciando que desde hace más de una semana la cantidad de víctimas mortales se ha estancado en la precaria cifra de diez (asunto este que de ser verdad nos llena de contento, ojalá estuviéramos en cero como sucede en Corea del Norte). Luego con sonrisa de hienas les recuerdan a los confinados telespectadores que allá en el diabólico Imperio la cuenta de los muertos ya ha sobrepasado la cantidad de setenta mil. El fin del capitalismo salvaje se aproxima.

Por supuesto, olvidan contar los muertos del día aquí a la vuelta de la esquina, cerca de cincuenta en la masacre perpetrada por los guardianes de una cárcel en el estado Portuguesa, los ejecutados cada noche en los barrios calientes de Petare, nueve el día de ayer entre los que se encontraba un destacado y popular deportista baleado por la policía del gobierno dentro de su propia casa y en presencia de su madre, y el asesinato a mansalva cometido la noche del 4 de mayo en El Campito, una urbanización clase media de Mérida, a menos de quinientos metros del búnker donde escribo con sorda furia e impotencia, por unos “desconocidos” que surgen de las sombras de la noche montados en sus caballitos de fierro made in China, armados hasta los dientes y amparados en la impunidad que les proporciona el apoyo del régimen que los utiliza para los trabajos sucios de amedrentamiento, en la humanidad de un estudiante de Ingeniería de la Universidad de Los Andes, de veintiún años, que había participado en las cívicas protestas por los apagones que suelen prolongarse por doce horas o más.

¡Si no callas, te corto la lengua! ¡Si persistes en tu terca oposición, te mato! ¡Bang! El COVID-19 mata, y la dictadura también.

Contar muertos es una tarea obscena.

(Mérida, mi herida, 9 de mayo de 2020).

 

VI

Cavando tumbas

Cavar tumbas es una tarea ruda y difícil, a veces necesaria. En estos días funestos cada vez que nos asomamos a la televisión y a los medios digitales nos encontramos con grupos de personas trajeadas como astronautas cavando tumbas, en ciertos casos sepulturas colectivas. Demás está decir que en esa dura tierra irán a descansar las víctimas de la pandemia que mantiene a media humanidad confinada en sus hogares, no siempre tan dulces hogares. Entre las múltiples imágenes de lecturas, películas, viajes, recuerdos, sueños, pensamientos que surcan mi memoria asociadas con la plaga que surgió, según dicen los científicos, en un mercado de Wuhan, aparece de pronto El general del ejército muerto (1970), la primera novela de Ismail Kadaré, el genial y magnífico escritor albanés, que en octubre de este año de la peste, Dios mediante y el beneplácito de los académicos suecos recibirá el anuncio de que su extraordinaria obra integrada por una veintena de novelas que giran en torno a las perversiones del poder ha merecido el Premio Nobel de Literatura. Ya era tiempo, soñar no cuesta nada.

En la novela primeriza de Kadaré, veinte años después de acabada la Segunda Guerra Mundial un general italiano acompañado de un grupo de zapadores emprende una prolija tarea en Albania, con la anuencia de las autoridades de ese país, con el propósito de rescatar los cadáveres de los miles de soldados italianos dispersos en el territorio luego de la sangrienta confrontación. Tarea encomiable, aunque nada grata, aquella de cavar en los resecos o pantanosos valles y montes de un país extranjero buscando los caídos en la ya lejana contienda. El autor despliega una serie de recursos propios de la narrativa de guerra, intrigas, conspiraciones, recelos, ocultamientos, tragedias, supersticiones, humor negro, con el trasfondo de la necesidad de encontrar a las víctimas en aquel dilatado territorio, darles cristiana sepultura, satisfacer a los dolientes y cerrar unos relatos de vida. Asunto este que cobra vigencia en la actual pandemia, que ha sido calificada como una guerra contra un enemigo invisible, y que quizá en un futuro no muy lejano corresponderá cavar la tierra para rescatar los restos de las víctimas sepultadas en fosas colectivas.

El general del ejército muerto significó para Kadaré su consagración como narrador, y en su momento no faltaron los críticos que encontraron en esta inquietante novela la influencia de Gabriel García Márquez. Es posible que así sea, lo que no le resta ningún mérito a la valiosa e imprescindible obra de Ismail Kadaré. A propósito del Gabo, recuerdo que cuando lo conocí en México DF, casa de Álvaro Mutis en diciembre de 1976, estuvimos hablando horas y horas de literatura. Y entre algunas anécdotas muy divertidas y ciertas revelaciones que mantengo en secreto, me recomendó la lectura de Diario del año de la peste de Daniel Defoe que así he venido titulando estos fragmentos sobre la pandemia del año 2020. Creo que el Gabo afirmó que la novela de Defoe era lo mejor que había leído en su vida, al menos hasta ese momento. Tardé varios años en encontrar un ejemplar de aquella espeluznante narración, y la leí enseguida con avidez y fruición. Y ahora, cuando se habla de esa y otras obras relacionadas con la peste y las epidemias que han azotado a la población mundial, remontándose a los antiguos griegos y dándoles relevancia a escritores de ciencia ficción y a maestros del horror como Stephen King, pienso que ninguna obra nueva o antigua podrá superar las descripciones que aparecen en Diario del año de la peste. No me refiero a la agonía de los enfermos y a las múltiples facetas de la aparición de la plaga, su desarrollo y su desaparición, sino a los variados comportamientos de las personas, víctimas o no, que revelan las reacciones a las crisis, en las cuales afloran lo mejor y lo peor de los sentimientos humanos.

Con el confinamiento forzoso, que en mi caso lleva ya sesenta días exactos, han surgido miles de comentarios de filósofos, escritores, periodistas, deportistas, astrólogos, taxistas, peluqueros acerca de la pandemia y en particular sobre el mundo que nos aguarda el día después. Se seguirán escribiendo tratados, novelas, panfletos, teorías conspiratorias, anuncios apocalípticos y fake news hasta que aparezca la bendita vacuna, y años después continuarán escribiéndose relatos fantasiosos, memorias de ultratumba y predicciones para la próxima plaga asociada con el calentamiento global y el consumismo sin freno. Juntando esos papeles se podrá formar una pila o una pirámide capaz de llegar hasta la luna, pero ninguno de ellos nos dará una visión tan aterradora y acertada de lo que es una peste, plaga, coronavirus, bicho de Wuhan, o llámelo usted con el nombre que le guste, como la que nos ofrece Daniel Defoe en su magnífica invención. Habrá que recordar en passant que el autor tenía apenas cinco años cuando sucedió la peste de Londres de 1665, y que escribió su novela cincuenta años después. Lo que demuestra los poderes de la imaginación.

A propósito de la alusión a la torre de papeles que alcanzarían la luna, recuerdo el mejor de los magníficos cuentos de Ítalo Calvino que aparece en Las cosmicómicas, «La distancia a la luna», cuyo protagonista se llama Qfwfq. Pero ese cuento lo comentaré en otra oportunidad. Mientras tanto, comparto la idea de mi querida Margo Glantz, a quien imagino recluida en su hermosa casa de Coyoacán. Dice Margo que al terminar la cuarentena nos convertiremos en buenas y generosas personas por el lapso de un mes, y que luego todo seguirá igual.

(Mérida, mi herida, 11 de mayo de 2020).


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