Caracas desde Petare. Fotografía por Diajanida Hernández, Fundación para la Cultura Urbana.
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“También se me ocurre que los muertos ya no perderán un botón”.
Herta Muller, La bestia del corazón.
El concurso de narrativa “CCS desde la letra” fue organizado por la Fundación Espacio, la Fundación para la Cultura Urbana, La Poeteca y la Universidad Simón Bolívar. El jurado encargado de escoger los ganadores de tres categorías (cuento, crónica y ensayo) estuvo conformado por Victoria de Stefano, Héctor Torres, Hernán Zamora y Ricardo Ramírez Requena.
Hoy es uno de esos días para quedarse quieto y no traspasar los umbrales.
Mucho antes de salir del apartamento de mis padres, me asomé al balcón con el deseo de cambiar las señales de los tambores que venían ya desde El Ávila ordenando trombas, exigiendo tributo de paraguas rotos. Mi ruego a San Isidro Labrador no hizo efecto, sin embargo, alguien sí pudo cambiar la tendencia del tiempo un día después del Día de los Muertos. Alguien recogió sus ganas y se fue lejos, por el monte, con su sombra detrás de un cortejo de espectros ebrios. Se fueron todos sin importarles el miedo y la angustia ante lo desconocido. Se fueron a un sitio más seguro huyendo de lo que amenaza la vida, dejando atrás esta ciudad mucho más agotada y vacía.
Un ángel voló junto con las guacamayas desde la azotea del edificio de enfrente esta mañana, cuando su cuerpo cayó agujereando el tendido. Las nubes, enteradas de la desgracia, se recogieron mostrando su duelo en las derivas atmosféricas, celestes, tan propias de estas regiones del trópico. Allí, bajo un sol que no cedió ante la urgencia de la lluvia, estaba el cuerpo rodeado de agentes, policías y forenses. Una mujer se llevó las manos a la cabeza cuando se acercó y descubrió el cadáver de una anciana enferma que lo había intentado varias veces. Después de que la mujer llamó por teléfono, quizá a otro familiar, se fueron todos.
Llegar a viejo y estar solo se hacen tan buena compañía que consiguen confundirse, más en estos tiempos de crisis en que muchos se van del país dejando abandonados a sus fieles mascotas y ancianos, incluso a niños. Por la fidelidad los abate la pena. De esa fidelitas, que nos recuerda servir a Dios o mantener la actitud de ser constante a algo o alguien, ya no queda mucho hoy porque el ser humano traiciona todo, a todos y a sí mismo. Incluso hemos traicionado al agua, como dice un poeta. Hemos traicionado a la vida.
Si hubiese sido una persona joven, de seguro habría un gentío alrededor porque la muerte de quien no ha vivido lo suficiente da mucha rabia. Parece que duele más que la de quien juega unos minutos de descuento. A las moscas y los gusanos no les importa eso pues su razón de bichos es ser compasivos y regocijarse en el amor que esconden las carnes, humanas y groseras a la vez, y mostrarse así, graciosos, a su criador.
Después de permanecer durante horas cubierto con una sábana blanca sobre el techo de la panadería que queda en la planta baja del edificio, llegaron los bomberos con una camilla de rescate y cuerdas. Salía yo de casa de mis padres justo cuando estaban bajando el cuerpo a la calle, donde esperaba una camioneta de la Unidad de Homicidios. Vi cuando lo metieron en el vehículo y se lo llevaron a la morgue. Allí también tendrá que esperar su turno en la fila para ser atendido porque los depósitos de cadáveres y los cementerios están saturados, porque no hay neveras suficientes ni gas en los crematorios para el oficio de los muertos. Porque simplemente no hay.
Ya se han ido tantos que algún día no habrá tampoco quien nos festeje en el último jalón de nuestra existencia. Si no fuera por los trámites, más penosos en estos tiempos, que encubren su significado trascendente, sabríamos apreciar mejor la última despedida.
En este país se lo han robado todo, incluso nuestro derecho a vivir y morir tranquilos. No sabemos cuántos deciden irse de esta forma porque se ocultan las cifras de los suicidios por desesperación, angustia, soledad, hambre y también las de las víctimas de los asesinatos, con la sórdida intención de fingir que todo está bien. Mientras la paz reina en este santo lugar, la nariz de la mentira, que oculta un perverso fraude continuado, sigue creciendo como los orines y la basura en las calles, como los abrojos en las tumbas saqueadas de los cementerios.
Unos mueren, otros emigran para probar suerte en lugares ajenos y lejanos. También yo pude irme pero no lo hice. Durante años estuve yendo y viniendo de Caracas a Vigo y de Vigo a Caracas mientras terminaba un doctorado. Ahora estoy en esta orilla abatida por la miseria, en este costado cosido por el miedo al pie del cerro, en este valle de lágrimas.
Voy pensando en todo esto mientras camino hacia el metro para ir a mi casa, en Guarenas, antes de que anochezca. Atravieso unas cuantas calles de la conocida zona comercial de La Candelaria, donde abastos, panaderías y tascas comienzan a dejar sus despojos, la única comida habitual de muchos a quienes la infamia los ha alcanzado. A veces los veo haciendo la fila frente a un templo evangélico para almorzar un plato de sopa honrado por la caridad de una espina, o de un hueso donde se esconde el germen de la vida. Hueso, simiente, piñón, núcleo, corazón; así voy, repitiendo esta letanía de palabras donde se agarra la vida.
En el camino encuentro a uno de mis alumnos de la Universidad Central. Me cuenta que está escribiendo algo sobre Hermes, el mensajero del cielo. Debe estar muy ocupado estos días conduciendo las almas de los muertos, le comento. También recordamos, esperanzados, que los que nos quedamos aquí podemos avanzar retrocediendo. Me dice, además, que algunos compañeros suyos tuvieron que asistir a un profesor porque estaba enfermo. Ya podría haberse jubilado pero resiste mostrando sus dientes. Al igual que los más jóvenes, insiste en no dejarse vencer por quienes odian la humanidad que hay en nosotros, la que aún nos queda.
Nos despedimos en la boca de la estación del metro de Bellas Artes. Allí tomo el tren en sentido este para llegar a la estación Parque Miranda, donde está el terminal de Guarenas; sin embargo, debemos desalojar el metro en el Bulevar Sabana Grande por una falla del servicio eléctrico. Sigo el trayecto a pie, como en otras ocasiones, junto a una procesión de gente agobiada por tanto abandono y desprecio. Detrás de mí viene caminando un grupo de muchachos. Uno de ellos entona “perdona a tu pueblo Señor,… perdónalo Señor” y todos los demás le ríen la gracia. Nos queda aún el espasmo salvador de la risa, pienso.
En Chacao paso cerca del edificio donde mi psiquiatra tenía su consultorio. Recuerdo que, cuando me enteré de que se fue del país, me entristecí por las inexactitudes del amor, porque él ama el monte, el vuelo de los conotos, el dulce de lechosa. Todos tan caraqueños, todos tan distanciados por las rutinas de los viajes y las despedidas.
Acudía a su consulta por una profunda depresión a causa de una ruptura y la disolución de una vida en la que siempre me sentí segura. Me he quedado sola a los cincuenta años, sin hijos y con unos cuantos amigos menos, en un país y una ciudad que también se están yendo, donde ahora todos nos sentimos extranjeros. Estoy aquí por el apego a esta tierra y el afecto hacia a mis padres, ya viejos para nuevos viajes sin regreso, por su cariño oloroso a panes recién hechos y rociados de aceite de oliva.
He tenido que hacer frente a la soledad y a este encierro porque ya resulta casi imposible viajar, incluso dentro del país. Si he sobrevivido es porque mi psiquiatra me pidió que escribiera y desde entonces no he dejado de hacerlo, y también por mi madre, que se asoma a la ventana cuando me marcho para decirme adiós con la mano. Y porque, a pesar de las fallas de memoria, ella recuerda las cerezas que cogía de un árbol y se llevaba, jugosas como un beso, de la rama a la boca en su casa natal, en un pueblo de Galicia. Así saben mejor que las del plato del postre, me dice siempre.
No asisto a terapias con otro especialista. Soy de esas personas que no cambian sus afectos como se mudan de ropa. Fidelitas. Aunque a veces, como hoy, quisiera quitarme los zapatos y dejar de amar, que es también una forma de morir. Morir es una palabra feroz porque habla de las distintas formas de acabamiento, como la de volar desde la azotea. Zapato también lo es. Ambas palabras armonizan y se atan por sus cabos pues, al morir, los pies se escurren de los zapatos. No harán falta ya abrigos y los muertos no perderán más los zapatos ni los botones. Al menos, estarán a salvo del dolor y el frío. La muerte es una bendición tan solo por eso. Los enfermos, los viejos y los que aman sin condición lo saben.
Es tan fácil morir, y en esta ciudad y en este país lo es aún más. Quizá por eso seguimos intentando vivir. O, tal vez, para no traicionar el amor y alcanzar su gracia. Me percato entonces de una larga hilera de personas que, como reses en un matadero, llevan horas esperando pacientes en la entrada de un supermercado para comprar productos y alimentos a precios regulados. Al principio de la fila hay muchos viejos y gente con muletas y en sillas de ruedas. Recuerdo una noticia en la que se estimaba que más de una cuarta parte de los venezolanos tiene alguna discapacidad. Tanta insuficiencia orgánica y psíquica tal vez sea la compensación por el excedente de nuestras riquezas. En todo caso tanto sufrimiento merecería la gracia divina, pienso. En este instante acuden a mí los versos del poeta místico persa Rumi: “Si buscas un momento de quietud en el amor, no perteneces a la fila de los enamorados. Sé robusto como la espina, para que tu amada como la flor esté cerca y a tu lado”.
Finalmente llego a la estación Parque Miranda, antes llamada Parque del Este, para tomar un autobús hacia Guarenas -ciudad cercana a Caracas pero que cada vez se va haciendo más lejana por el problema del transporte-. Voy hacia el oriente, hacia donde nace el sol, hacia donde las cosas se llenan de calor. Después de estar más de una hora haciendo la fila, me despiden las voces de un vendedor ambulante “A 60 bolos el kilo de cambur. A 60, puro caramelo ese cambur”. También dulce como un beso o una caricia.
Llego a mi urbanización y allí subo por un caminito boscoso donde me encuentro a un hombre de piernas deformes que lleva una Biblia. Tiene a Dios agarrado entre las manos y se aferra a su orilla, mientras otros se sueltan cansados de tanto apretar. Como el ángel que hoy voló de la azotea, recuerdo con tristeza.
Cuando llego a mi edificio, me encuentro a La Nona caminando en el estacionamiento porque teme que la asalten en la calle. La mayoría de sus hijos, nietos y bisnietos ha tenido que emigrar y ella ahora vive sola. Antes el pasillo olía a pasticho y pimientos asados, ahora los aromas a tomate, queso parmesano y orégano han desaparecido porque todo está muy caro y no puede cocinar esos platos. También me dice que ya casi no come pues sentarse a la mesa le recuerda la soledad y la vejez irremediable, que aflige más que un remordimiento.
Siempre le he temido a la miseria y ahora, además, tengo miedo de llegar a vieja y estar sola. Aunque no sufriré el pesar de las madres «nutritivas» ni el dolor de ver a los hijos partir o alejarse indiferentes, sí he de sobrellevar la ausencia de aquellos que nunca serán hijos ni nietos.
Al final todos estamos expuestos a la soledad pero a mí me ha tomado por sorpresa. Cuando entro en la ducha y me hallo bajo el agua, siento cómo, de repente, se me va la coraza por el desagüe y yo me voy detrás con ella. Pero es esa forma de morirme todos los días antes de tiempo la que, tal vez, me ha librado, la que hace que me maraville con las taparas y los nidos de conotos colgados de los árboles, con la hierba Pira nacida en el monte, con esas cosas pequeñas que cada día se consagran consumando su más íntima razón, salvándose, salvándome.
En la rejilla del desagüe encuentro un pequeño botón blanco y pienso en los botones que han cumplido con el mandato de sujetar los trajes y caerse luego, cuando su dueño ha arrojado su cuerpo sobre la tierra. Los botones esperan allí mismo porque saben que la gracia divina cae y corre, como el agua, hacia abajo; también saben que con suerte sobrevivirán cosidos en otro traje.
Mientras, aunque nadie me espera, yo voy al encuentro del calor de los días en la larga fila de los enamorados.
Consuelo González Díaz
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