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El pasado 21 de enero se cumplieron cien años de la muerte de Vladimir Ilich Uliánov, mejor conocido por su seudónimo de Lenin. Aunque pocos hombres influyeron más en el destino del mundo, crearon más esperanza y a la vez temor, tuvieron logros y fracasos más espectaculares, la noticia de su centenario ha sido, paradójicamente, la ausencia de noticias. Es lo que subrayaron las grandes cadenas y agencias. Ni en Rusia, ni en ninguno de los países que formaron parte de una de sus mayores obras, la Unión Soviética, ni en los países que aún se proclaman comunistas, ni siquiera en los partidos y movimientos marxistas-leninistas que quedan se hicieron conmemoraciones importantes. Ni siquiera en el mundo académico, al menos en términos generales, se reparó mucho en la fecha. Lenin parece ser un legado incómodo para sus sucesores y un motivo de denuesto para todos los demás. Como quien quiere dejar atrás un recuerdo traumático, la decisión ha sido la de obviar el asunto. Tiene sentido, sobre todo en las naciones que estuvieron más directamente influidas por el leninismo (porque influidas, en distintos grados, lo estuvieron todas), pero también alberga sus riesgos. Esa influencia no fue gratuita. Mucho de lo que dijo Lenin era perfectamente razonable en su momento, incluso difícil de desmentir. Su habilidad política y capacidad de trabajo le permitieron lograr lo que ningún socialista había podido antes. Treinta años después de que tomó el poder en Rusia, la quinta parte de la población mundial y alrededor del 6% de la superficie de planeta ya estaban gobernados según su sistema. Son números que siguieron creciendo en las siguientes dos décadas.
Es decir, no es un personaje que puede despacharse sin más. El mundo en el que hoy estamos sigue teniendo trazas de lo que hizo. Vladimir Putin invade Ucrania, señalando que es un país artificial, inventado por Lenin. A su modo, la segunda economía del mundo, China, tiene un sistema político leninista. Y de hecho acaba de relanzar el marxismo-leninismo, aunque también muy a su modo. Muchos de los problemas de Europa, como el del empobrecimiento de las clases medias y el desprestigio de la democracia liberal, se parecen a lo que el comunismo, tal vez el gran invento de Lenin, acusaba de los Estados burgueses. El espectacular fracaso del comunismo europeo aún impide que se le vea como una opción, por lo que movimientos como Podemos, Die Linke o La France insoumise no han logrado capitalizar el descontento como la extrema derecha, pero en todas partes son jugadores importantes. Es decir, Lenin no es, ni de lejos, un personaje completamente relegado en el pasado. Tal vez por eso su momia sigue ahí, a la vista de quien quiera visitarla, en la Plaza Roja.
Cómo Lenin cambió el socialismo
Cuando Lenin, en noviembre de 1917 y a la cabeza del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, logró hacerse con el poder en Rusia, millones de personas creyeron que había llegado la Parusía. Aquella promesa de un futuro feliz y radiante, por la que tenían décadas soñando. Era, por fin, lo que Karl Marx había definido en su famosa frase de “tomar el cielo por asalto”. Sí, la facción leninista del Partido Socialdemócrata, los bolcheviques (la mayoría), a la cabeza del consejo (soviet) de obreros y soldados de Petrogrado (hoy, de nuevo, San Petersburgo), tomaron el poder. Lenin, es uno de sus triunfos más importantes, estaba por crear el primer Estado socialista de la historia. Por fin se comenzaría a construir el cielo en la tierra.
A pesar de toda la carga utópica y religiosa que esto pudiera tener, quienes así pensaron tenían buenas razones para hacerlo. Desde hacía casi cien años los socialistas venían buscando una solución a los grandes problemas de la humanidad. Los sueños de paz perpetua, libertad, fraternidad, prosperidad y progreso, que había parecido posibles desde la Revolución Francesa, habían resultado esquivos. El progreso se consideraba una especie de entidad natural, independiente de las decisiones humanas, que le daba a la Historia un sentido. Cordones de miseria en las ciudades, enfermedad, delincuencia y constantes conflictos sociales, indicaban que el progreso no favorecía a todos por igual. Pero no, en el visor de los hombres y mujeres del siglo XIX, porque el progreso en sí fuera malo, sino porque no había sido posible direccionarlo en beneficio de las mayorías. La pregunta era cómo hacerlo. Ya que la ciencia había demostrado cómo usar el vapor, el gas y la electricidad para servir a la humanidad, tal vez podría también hacer lo mismo con el progreso. La economía política empezaba a hacer algunos aportes, a los que pronto se les sumaron los de una nueva ciencia, creada expresamente para este fin, la física social o la sociología. Pero para mediados del siglo XIX no se había dado aún con la fórmula de la paz y la felicidad. Al parecer, el control del gas, el vapor y la electricidad sólo había servido para que los ricos fueran más ricos. En realidad, poco a poco, los pobres también empezaban a ser más ricos, como lo prueba el hecho de que al cabo mayoritariamente preferían vivir en las ciudades industriales que en los campos, pero las desigualdades aún eran tan grandes que la conclusión, aparentemente obvia, es que algo estaba mal. Se pensó que las potencialidades de la Revolución Industrial, con sus ferrocarriles, industrias y telégrafos, era infinita, y que lo único que había que hacer era distribuir mejor la riqueza.
Marx, un filósofo alemán devenido en político, se dedicó con verdadero tesón a estudiar todo lo que habían escrito los socialistas, los economistas, los historiadores y los filósofos de la historia hasta su momento, y dijo hallar la fórmula. El Manifiesto del Partido Comunista que, al crisol de las revoluciones democráticas de 1848, escribió a dos manos con Friedrich Engels, exponía su explicación de cómo funciona la Historia, de por qué el socialismo habría de llegar indefectiblemente y de cómo habría de gobernar el partido obrero cuando tomara el poder. Lo que define la sociedad es la producción de bienes materiales, el lugar que cada grupo ocupa en esa producción determina su clase social, la lucha entre esas clases determina la Historia y, por todos los indicios actuales y la experiencia histórica, el mundo parece indefectiblemente destinado a que la clase obrera, el proletariado, termine tomando el poder. Pero para evitar nuevas desigualdades y luchas de clases, impondría un nuevo orden, el socialismo. Para Marx esto significaba que se eliminaría la propiedad privada, todo se explotaría colectivamente, no para beneficio de sus dueños, sino de la sociedad. Y como director de orquesta del proceso, estaría la expresión de ese colectivo, el Estado, administrado ahora no por burgueses ni nobles, sino por los obreros a través de su partido. La ecuación era tan simple que cabía preguntarse cómo no se había llegado antes a ella. Es decir, casi todas sus partes ya estaban perfiladas por distintos pensadores, pero la combinación de Marx era francamente ingeniosa y original.
La mayor parte de los socialistas vieron aquello como revelación. La mayor parte se hizo marxista, y sólo algunos grupos minoritarios, sobre todo los anarquistas, tomaron otro camino. La Internacional, que agrupaba a los socialistas, se disolvió en la división, y los marxistas terminaron organizado su propia asociación, la II Internacional. Para ellos, ya se sabía, y con base en la mejor información científica disponible, cómo la vertiginosa producción de la Revolución Industrial, repartida con justicia, acabaría con la pobreza; cómo las mujeres, que ya no serían una especie de propiedad de sus maridos, por fin tendrían los mismos derechos que los hombres; de qué manera no habría más pueblos sometidos a imperios extranjeros. En el socialismo, la salud y educación gratuitas, protección ante las desgracias de la vida, la viudez, la orfandad y la invalidez; el trabajo no sería una explotación, sino una forma de realización y felicidad. Y sobre todo habría paz. Sin reyes ni burgueses que hicieran guerras por sus intereses, el nuevo orden dirigido por la clase obrera y sus vanguardias, sería el de la fraternidad entre todos los pueblos. En una palabra, sí, el cielo. Lo que a setenta años no parecía estar resuelto era cómo los proletarios tomarían el poder.
El Partido Socialdemócrata Obrero de Alemania, donde estaban los discípulos inmediatos de Marx, concluyó que el camino para hacerlo era la democracia. Con el apoyo de los votos, desde el parlamento y los sindicatos, y haciendo reformas graduales, el proyecto, al menos su mayor parte, podría alcanzarse. El crecimiento económico del capitalismo por fin empezaba a beneficiar a todos, al menos de una forma evidente y, con la presión suficiente, los burgueses demostraron estar dispuestos a desarrollar políticas sociales. Los laboristas ingleses y los socialistas franceses pensaban igual. Pero Lenin opinaba distinto. Tal vez como en Rusia no había ni democracia ni una industrialización importante, tenía que hacerlo. Para él, si bien la revolución democrática podía ser el primer paso, afirmaba, había que hacer una revolución comunista, poner todo el poder en manos del partido socialdemócrata obrero e instituir una Dictadura del Proletariado, aboliendo la propiedad privada y el Estado burgués. Pues bien, eso es lo que pareció lograr en noviembre de 1917. Esta interpretación del marxismo, el leninismo, de repente se convirtió en la única que tenía el poder, lo que parecía darle la razón a su promotor. También dejaba al resto de los socialistas como unos ilusos o unos traidores, vendidos a la burguesía. Y además el leninismo tomaba el poder en casi la cuarta parte del planeta. Una que no tenía el desarrollo de Alemania, Gran Bretaña y Francia, por lo que se parecía más al resto del planeta, que también vivía sin industrialización ni democracia. Es decir, en el modelo a seguir para la mayor parte de los socialistas del mundo. ¿Para qué ir a elecciones, seguir conviviendo con la burguesía y la propiedad privada si, como hicieron en Rusia, se podía “tomar el cielo por asalto”? No era cosa ya de ser marxista, sino marxista-leninista.
En 1918 el Partido Socialdemócrata de Rusia se transformó en el Partido Comunista de Rusia, abandonando cualquier rastro de contemporización con la democracia liberal. Como un efecto en cadena, en casi todos los partidos socialistas del mundo ocurrió lo mismo, dividiéndose en nuevos partidos comunistas y en socialdemócratas. Sus diferencias son muy importantes, al grado de que gran parte de la socialdemocracia terminaría abandonando el marxismo y la idea de una revolución socialista. En 1919 el Partido Comunista Ruso creó la III Internacional o Internacional Comunista (Komintern, por sus siglas en ruso), y en 1922 la mayor parte de los países que surgieron de la caída del imperio zarista formaron un nuevo Estado: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), o Unión Soviética.
Cómo Lenin cambió el mundo
Ya hemos visto cómo, para el momento de su muerte, Lenin ya había cambiado el mundo de dos formas: creando el primer Estado socialista de la historia y creando un nuevo tipo de socialismo, el comunismo. Pero hay una tercera cosa: con la URSS también creó el primer Estado Totalitario. Es decir, uno con Partido Único, control total de la economía y control estricto de toda la vida social. «De la cuna a la tumba”, según la famosa frase. La faena de modelar el cielo en la tierra no debía tener interrupciones ni disidencias. Quienes se oponían eran una especie de herejes que se oponían, no ya a la religión, sino a la ciencia, o a lo que se tenía por tal. Es, en su lógica, gente que está en contra de la fórmula científica, infalible, de la felicidad de la humanidad, lo que sólo es posible si es perversa, bien porque es delincuente (y entonces hay que ponerlo en manos de la Seguridad del Estado), o bien porque está loca (y entonces hay que ponerlo en un manicomio o en una granja de reeducación). Fue un modelo que no sólo se impuso dondequiera que lo hizo el comunismo, sino que fue imitado por sus adversarios fascistas. Al menos en eso, Hitler y Mussolini fueron hijos de Lenin.
Pero el hecho es que por mucho tiempo pareció que la profecía marxista-leninista habría de cumplirse. El gobierno comunista logró vencer en la cruenta guerra civil que siguió a la toma del poder. También al rápido desastre económico que supusieron las estatizaciones y colectivizaciones, aunque en eso Lenin dio un paso atrás, y en 1921 impulsó la llamada NEP por sus siglas en inglés (Nueva Política Económica), que a través de la iniciativa privada y el mercado dio algo de oxígeno a Rusia. Pero después de su muerte vendría el despegue. El éxito de la Unión Soviética derrotando a la Alemania nazi, la conversión al socialismo de la mitad de Europa entre 1945 y 1948, la toma del poder de los comunistas en China, lo que hacía que desde Alemania hasta el Pacífico estuviera controlado por el comunismo, incluyendo a los dos países más grandes del mundo y al más poblado; la demostración de que países pobres y más o menos subdesarrollados, como Rusia y China, con el comunismo podían industrializarse; la forma en la que esto inspiró a los países del Tercer Mundo, sobre todo a los que estaban en proceso de descolonización; el hecho de que gran parte de África se hiciera socialista, o en todo caso aliada de los comunistas; la Revolución Cubana; en suma: para 1970 muchos podían decir “he visto el futuro, y funciona”, como escribió Lincoln Steffens cuando visitó la URSS en 1920. Lo que según el marxismo habría de ser, necesariamente, el futuro, parecía estar funcionando.
Sin embargo el futuro fue distinto. Lo ocurrido a partir de la década de 1970 fue la decepción. Muy pronto se demostró que nada de lo profetizado podía ser sostenible en el tiempo. Lenin auguró que con el comunismo se acabarían las luchas de clase, por lo que desaparecería el Estado, y el resultado fue que nunca el estatismo ha sido tan grande como en los países comunistas. Lenin creyó que la gran confederación soviética terminaría acabando con las diferencias nacionales, y no sólo no ocurrió eso, sino que la URSS fue vista por muchos como una continuación del imperialismo ruso, reviviendo un nacionalismo que estalló tan pronto cayó el comunismo. En algunos casos, como los de Asia Central, la URSS fue incluso la que sentó las bases de nuevos Estado-Nación, uniendo pueblos distintos en una misma república y forzándolos, como cualquier imperio colonial, a la europeización masiva. En otros, como China y Vietnam, fue justo el comunismo el que consolidó la unidad nacional. Lenin creía que la única manera de tomar el “cielo por asalto”, con todas sus bellas promesas, era con la Dictadura del Proletariado, y el capitalismo demostró generar más prosperidad, dándole la razón a los socialdemócratas. Lenin creyó que la NEP sería sólo una política provisional para estabilizar el comunismo, y el resultado fue que la URSS nunca pudo llegar a la utopía comunista de bienestar para todos. De hecho, ya para la década de 1970 era evidente que el modelo estatista y de planificación central, no podía satisfacer las necesidades de la población y sólo aguantaba gracias a la renta petrolera, como a la venta de otros productos naturales. Otros, como Rumania, acudieron directamente al FMI. Es decir, era parapeto muy artificial Para la década de 1980 estaba cerca de la bancarrota. Y tan pronto abrió una breve rendija al capitalismo, todo se vino abajo.
Lenin creyó que la revolución democrática sería sólo un paso inicial, muy limitado, al indefectible comunismo, y ocurrió lo contrario: los países comunistas terminarían experimentando revoluciones democráticas que acabaron con sus sistemas. Lenin se rio de Fernando de los Ríos, sindicalista del Partido Socialista Obrero Español, cuando en 1920 le preguntó por la evidente falta de libertad de los ciudadanos soviéticos: “¿libertad para qué?”, le preguntó. Otro tanto hizo frente a las críticas del socialdemócrata alemán Karl Kautsky, anatematizándolo como “el renegado Kautsky”, pero el tiempo demostró que el gobierno totalitario es capaz de la peor opresión de la que se tenga noticia en la historia humana. Bajo el gobierno de Lenin se creó la policía secreta conocida como la Cheká, por sus siglas en ruso, así como los campos de concentración gulag. Un camino que llevó a los genocidios perpetrados por Stalin y por Pol Pot. Lenin se pretendió filósofo como Marx, creando el empirocriticismo-materialista, que hoy apenas interesa a los historiadores de las ideas, y cuyo materialismo, newtoniano en el mejor de los casos, queda muy anticuado después de la física posterior a Einstein y a los cuánticos (cosa que Víctor Raúl Haya de La Torre ya advirtió entonces). Imitando a Lenin, casi todos los aspirantes a ser los “Lenin” de sus países, intentaron ser también pensadores, comenzando con Stalin, que con bastante audacia opinaba de todo, pasando por Mao Zedong, que creó la corriente marxista más importante después del leninismo, el maoísmo, por Kim Il-Sung y su teoría Juche, y terminando con el Xiísmo, o Pensamiento de Xi Jinping. Lenin, por último, consideraba que con el triunfo del marxismo la religión habría de desaparecer, y hoy los fundamentalismos están entre las fuerzas de más amplio crecimiento en el mundo.
Es impresionante que un líder aparentemente tan exitoso en vida, se haya equivocado en tantas cosas fundamentales.
El centenario en silencio
¿En qué no erró Lenin? Tal vez en su idea de cómo organizar un partido, que demostró ser muy eficiente, y en su teoría de la toma del poder. Pero en conjunto, viendo tal cantidad de desatinos, así como los resultados catastróficos, realmente trágicos de la mayor parte de ellos, se entiende por qué las estatuas de Lenin ha sido removidas de casi todos los lugares públicos, por qué Vladimir Putin sólo lo recuerda como alguien que metió a Rusia por un mal camino y, en definitiva, por qué su centenario ha pasado en silencio. No obstante, callar no basta. El tamaño de sus errores fue proporcional al de las ilusiones que generó y al de su influencia en el mundo, incluyendo la actualidad. El Xiísmo declara al marxismo-leninismo como una de sus fuentes, no discute cosas tan medulares de Lenin como el control del Partido Único, y es el que está moldeando a China, la principal potencia en ascenso en este momento. Sin Lenin no podemos entendernos. Así de simple. Que su centenario sea, más allá del oprobio o la damnatio memoriae, la oportunidad para estudiarlo y reflexionar sobre el destino de nuestra contemporaneidad. Acaso para evitar la tentación de cometer sus mismos errores. Trágicos errores.
Tomás Straka
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