Catalina Lobo Guerrero retratada por Ricardo Peña | RMTF
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El título del libro —Los restos de la revolución (crónica desde las entrañas de una Venezuela herida)— es el señuelo que nos lleva a la profunda grieta que se abrió en Venezuela a raíz de una confrontación política que parece no tener fin.
Los nódulos de esa grieta son objeto de una aproximación periodística, tan rigurosa como minuciosa, que empezó en 2012 y culminó en este libro de 500 páginas que edita Aguilar (Penguin Random House). Pero dejemos que sea la autora, Catalina Lobo-Guerrero, periodista de dilatada trayectoria en medios de investigación, la que tome la palabra y hable de lo que vio y vivió en Venezuela.
Una revolución con apellido: la revolución bolivariana. Bolivarianismo. Bolívar. ¿Qué le llamó la atención de este discurso, de este soporte político e ideológico del chavismo?
Dos cosas llamaron mi atención: desde el primer momento, Chávez habló de revolución, y esa revolución era bolivariana, antes de tener cualquier otra etiqueta, cualquier otro apellido, cualquier otra ideología. Para mí eso era desconcertante, entre otras cosas, porque se planteaba construir una revolución a finales del siglo XX, ya para entrar al siglo XXI, con las ideas de un hombre de comienzos del siglo XIX. No entendía, digamos, esa obsesión de Chávez con Bolívar. Claro, Bolívar es el padre de la patria de todos los venezolanos y de todos los países que liberó en el continente. En ningún otro país, ni en Colombia ni en Ecuador, encontré ese culto. Pero lo más interesante, quizás, es que la unidad de Venezuela alrededor de la figura de Bolívar viene de más atrás, de cada uno de los caudillos militares que gobernaron el país. Lo hicieron, además, con un segundo propósito: manipular situaciones políticas para perpetuarse en el poder.
La muerte de Chávez y todos los apelativos que se invocaron en su nombre. «El gigante de América, el bienamado mandatario de los pobres, el líder supremo de la revolución, el comandante eterno». ¿Esto es consecuencia del híperliderazgo o del culto a la personalidad? Chávez está muerto, pero sigue entre nosotros, alrededor de todos estos apelativos. ¿Qué vio en medio de esa circunstancia?
El 10 de enero (2013), en medio de una marcha convocada por el Gobierno, yo empecé a notar que, en las paredes, en los muros del centro de Caracas, había como un esténcil con los ojos y la imagen de Chávez. Esos ojos ya venían posicionándose desde la campaña de 2012. Me pareció una imagen publicitaria muy poderosa. Empezaron a aparecer las franelas, las pancartas de «Yo soy Chávez» y esta idea de que Chávez ya es un pueblo. Chávez y su legado van a quedar y la palabra que utilizaron fue sembrar. Nunca escuché la palabra enterrar o sepultar. No, una y otra vez, los voceros del Gobierno hablaron de una sola cosa: sembrar. Eso tiene una intención muy distinta y ya se estaba preparando como esa idea de que Chávez iba a seguir existiendo, aunque ya no existiera. Y que, además, iba a existir en el corazón no sólo de los venezolanos, sino de los pobres de todo el mundo y de quienes admiraban y celebraban su figura. Ese culto, esa idea de que Chávez va a vivir para siempre se empieza a gestar en su última campaña. Que después se exacerba con todos esos epítetos y la intención es glorificar.
A lo largo de su libro, como hilo conductor, habla de «la grieta». Un recorrido por todo lo que debía caer, digamos, producto de un movimiento telúrico. Es como si la falla de Cariaco desatara un sismo mortífero y estremecedor. Voy a empezar con algo que vimos en 2013. El año en que los factores políticos dejaron de reconocerse. Dejaron de ser adversarios. Y se vieron como enemigos. Hablemos, entonces, de la grieta política.
No, la grieta política —lo digo en el libro— se abre el 11, 12 y 13 de abril de 2002, a raíz del golpe de Estado. Más allá del «Carmonazo» y de quienes lo respaldaron, allí hubo un desconocimiento del juego político. ¿Quién desconoció primero a quién? Eso no lo tengo claro. Pero es cierto, hubo un intento de recomponer la política en 2006. De llevar la confrontación, por dura que fuera, al terreno electoral. Capriles reconoce la victoria de Chávez en 2012. Luego, el día que murió Chávez, Capriles dijo: «no fuimos enemigos sino adversarios políticos», pero esas palabras no estaban en el texto que él leyó. Eso te lo dejo allí. Y lo que sucede luego —en la elección que enfrentó a Capriles con Maduro— es una réplica de la grieta que se abrió en 2002. En ese momento, lo que sentí es que a los venezolanos les gustó eso. Querían más confrontación. En esos días poselecciones (en los que se desconocieron los resultados) los voceros del oficialismo insistían, una y otra vez, en que esto era una repetición del golpe de Estado. Abril de 2002 se convierte en un eco que reverbera entre muchísima gente. Entonces, hubo una intención de volver a abrir esa grieta. De volver a echar sal en la herida y de querer reposicionar esa narrativa.
La grieta institucional se abre antes de que Chávez llegara al poder. Su gran oferta de cambio fue la Constituyente. Ya, en 2013, el chavismo coopta y controla todos los mecanismos del aparato judicial. Las decisiones se toman para concentrar el poder. ¿Qué aspectos relevantes vio en la grieta institucional?
Hubo un evento (2012) en un hotel de Caracas, al que invitaron a los periodistas. Allí estaban, tanto Luisa Estela Morales (TSJ) como Luisa Ortega Díaz (MP). A mí me sorprendió mucho, siendo extranjera, que las cabezas de las dos principales instituciones que representan la rama de la justicia estuvieran sentadas como si fueran funcionarias del Gobierno. Que sus discursos, que sus posturas, no fueran las que uno esperaría de una presidenta del Tribunal Supremo de Justicia o de una Fiscal General de la Nación. Estaban allí, casi que como miembros del Ejecutivo o de un partido político. Y eso se tradujo, de ahí hacia abajo —en los organismos de control, dentro de los tribunales— en la partidización de la justicia venezolana, de acuerdo con el testimonio de muchos de los abogados con los que pude hablar. Y la forma en que se fue creando como una corte de jueces y fiscales rojos rojitos. En 2014 ya se ve hasta dónde el chavismo ha llegado a cooptar el poder judicial venezolano.
Una cita de su libro: «Y nosotros los periodistas, en especial los de televisión, seríamos los amplificadores —¿Idiotas útiles?— de dos verdades, muy distintas, sobre lo que estaba ocurriendo». ¿Cuál es su opinión sobre el papel que jugó el periodismo en estos años de confrontación política en Venezuela?
Ésa es una pregunta muy difícil, porque yo también soy periodista y me preocupa mucho, en algún momento dado, haber estado en esa posición. Que por tratar de hacer un periodismo, donde uno incluye distintas posiciones, termina uno replicando, a veces, muchas cosas que no son ciertas, narrativas manipuladoras y mentirosas. No tengo la respuesta de lo que hay que hacer en ese caso. No es un debate que se lo planteen solamente los periodistas venezolanos, también se lo plantean los periodistas estadounidenses con Donald Trump, se lo plantean los periodistas acá en Colombia y en otros países políticamente muy polarizados, especialmente con figuras políticas que se dan el lujo de decir que no necesitan a los medios, porque ya tienen sus redes sociales y una comunicación de tú a tú con los ciudadanos. Pero diría que (en 2013) si uno repetía que lo que estaba pasando era una repetición del golpe de 2002, entonces estabas sirviendo de correa de transmisión.
¿Por qué eligió abordar la grieta mediática a través de dos figuras, Teodoro Petkoff y Eleazar Díaz Rangel?
Desde que llegué a Venezuela, me pareció que eran dos personajes, dos referentes, más Petkoff que Díaz Rangel. Ambos venían de la lucha política, ambos guerrilleros, de izquierda. Me resultó fascinante hacer ese contrapunteo, a la manera en que se hace en los llanos venezolanos, donde uno le va contestando al otro. Y así lo pongo en el libro. Eso enmarcado en medio de la crisis del periodismo impreso, la crisis de los diarios, que se viene arrastrando no sólo en Venezuela sino en todo el mundo. La portada de Tal Cual, «Hola, Hugo», que era toda una postura de opinión desde la primera página versus la carátula de Últimas Noticias, que era el diario más leído en los sectores populares. Esa reflexión de lo que sucede en el papel, de lo que sucede con estos personajes, me sirvió para contar la forma en que los medios de comunicación se fueron transformando en Venezuela y, sobre todo, a partir de 2014. En el país, ya siquiera había bobinas para imprimir y eso no pasa en otros lugares del mundo. O sea, esta idea de que te damos el papel si estás con nosotros, pero no te lo damos si estás contra nosotros.
Esa idea es bastante inquietante, porque señala el cierre de medios impresos. En el libro no se detiene tanto en el resultado, sino en lo que se vivió en ese momento.
Es la forma en que esos dos diarios van navegando esa coyuntura política y la forma en que eso también va transformando, personalmente, a estas dos figuras legendarias. Eso me pareció fascinante y a la vez muy triste, porque ambos pasaron sus últimos años muy mal, por lo que sucedió en el país y por la manera en que el Gobierno enfrentó al periodismo. Ambos, además, murieron en años recientes. A un diario (Tal Cual) le hicieron todo lo posible por quebrarlo. Y eso terminó quebrando a su director. A mí me sorprendió ver a Petkoff, un hombre que tenía una gran fortaleza moral y que te decía, con su vozarrón, las cosas más duras, totalmente decaído. Y, por otro lado, Eleazar Díaz Rangel, un hombre que fue muy respetado por sus colegas, por los reporteros que trabajaron con él, alguien ecuánime, con quien se podía conversar, termina siendo visto por la redacción de Últimas Noticias como un jarrón chino. Apartado en su oficina del segundo piso y con las teorías conspirativas más vivas en su cabeza.
Hace mención a varios de los trabajos de la Unidad de Investigación de Últimas Noticias. ¿Lo vio como un acto de censura, como parte de la lucha política, como un ajuste de cuentas? ¿Cómo una sumatoria de esas tres cosas?
Para mí esa historia del 12 de febrero (día de la protesta frente al Ministerio Público) y lo que hicieron, tanto los reporteros de investigación como el fotógrafo e infógrafo, Juan Carlos Solórzano, fue quizás —vamos a decirlo así— el último gran «tubazo» de la prensa nacional. Y yo no sé si el país se dio cuenta de eso, porque luego han surgido otros medios que hacen periodismo de investigación, a veces desde el exilio, con mucha valentía, cabeceras que han destapado historias importantes. Pero lo que hicieron esos periodistas, en ese momento, fue desmontar la historia oficial y esa narrativa que insistía, una vez más, en que se estaba montando un golpe de Estado similar al de 2002. Los periodistas dicen no, hay algo que no cuadra, arman una línea de tiempo con imágenes, con videos y testimonios de gente que estuvo allí ese día. Es muy notable que lo hayan hecho de forma artesanal, porque hoy en día lo que está sucediendo es que periódicos como The New York Times y Bellingcat se han especializado en lo que hoy se conoce como arqueología forense digital. Claro, con una tecnología mucho más sofisticada que la empleada por esos periodistas de Últimas Noticias.
Transcurren 25 años para que se nacionalice el petróleo en Venezuela y lo curioso es que la democracia venezolana, a partir de 1976, se puede leer en paralelo al comportamiento de los precios del crudo. Ahí es donde nos vemos atrapados en estos episodios de bonanzas y vacas flacas. Luego del enorme maná que cayó en manos de Chávez, PDVSA es un amasijo de chatarra. ¿Cuál fue la trayectoria del negocio petrolero que usted vio en Venezuela?
Cuando yo llegué, PDVSA ya no era lo que fue. Y tampoco lo fue en los años boyantes del chavismo (2006-2008). El negocio petrolero empieza a cambiar y de esa crisis Venezuela nunca se recuperó del todo. Yo en el libro digo que masajearon la crisis con retórica y el músculo financiero del país fue sobrecargado y exigido para soportar una cantidad de actividades económicas y de programas y proyectos sociales como las misiones. La industria se quedó sin recursos para reinvertir y resultó imposible alcanzar la meta que tenía proyectada (seis millones de barriles diarios). A mí me repitieron una famosa frase hasta el cansancio. «Aquí vamos a sembrar el petróleo». Eso nunca pasó. Lo que hubo fue un exceso, un derroche de gasto, un desorden, en donde lo poco que había de veeduría, control o vigilancia se perdió. El Gobierno hablaba de una revolución social, se citaban los informes favorables de la Cepal (índices de pobreza, analfabetismo). ¿Pero todo eso fue sostenible? ¿Hubo un cambio para bien en las condiciones de vida de los venezolanos? No. En el libro digo que hubo una revolución, pero en el otro sentido de la palabra. Se dio una vuelta completa y los índices de pobreza de 2014 eran los mismos que cuando Chávez llegó al poder. Ahora, ni se diga. Ha habido un retroceso enorme.
El Dakazo, la gran jugada electoral. La pedagogía del saqueo, organizado por el Estado. El anuncio de Rafael Ramírez. «Se van a importar 400.000 equipos electrónicos para la tranquilidad de los venezolanos». ¿Qué piensa del derroche de ilusiones mágicas?
El Dakazo, para mí, fue una operación propagandística y mediática. Sirvió para posicionar la narrativa de la guerra económica. Si bien hubo otros episodios, digámoslo así, el Dakazo fue el capítulo de estreno de la primera temporada de la guerra económica. Por esos días visité locales comerciales y almacenes donde se vendían electrodomésticos, la gente andaba con los ánimos crispados y el fantasma del Caracazo se percibía en el ambiente. La propia Conatel salió a decir: cuidado y los periodistas mencionan esa palabra. A los empresarios los tacharon de malandros, como una gente que estafaba al pueblo. Se aprueba la ley de precios justos que tiene efectos concretos, y sirve después para judicializar y perseguir a ciertos empresarios por una realidad que la mayoría de la gente no entiende. ¿Por qué existe la hiperinflación? ¿Por qué existe la escasez? ¿Por qué hay políticas públicas o decisiones que se toman en macroeconómica? No creo que eso lo entienda la mayoría de la gente. Es mucho más fácil montar toda una película para decir que hay una «burguesía parasitaria», que se «chupaba toda la renta». Unos términos que, a mí como extranjera, me impresionaron mucho. Pintas un gran enemigo, montas una película, y lo peor del cuento es que resulta políticamente rentable. Les funcionó.
Su crónica sobre las protestas en Táchira y Mérida dan cuenta de una virulencia y de una represión a gran escala que no vimos en ninguna otra región del país. ¿Le cruzó por la mente la idea de que en Venezuela se podía desencadenar una guerra civil?
Sí, sí lo pensé. Sobre todo, después de mi visita al Táchira por esos días. No me esperaba encontrar eso. Había radiofrecuencia, organización de patrullaje, atención hospitalaria clandestina, vigilancia de lugares estratégicos, colectas para sostener la protesta, pero, por otro lado, me pareció que ellos estaban en una realidad paralela, porque el resto del país estaba en otra cosa. Y eso era muy desconcertante. Allí había, sobre todo, un reclamo regional. Se sentían más maltratados que el resto de los venezolanos. Por ser gochos. Por ser nunca tan pro gobierno. Por ser fronterizos. Se sentían especialmente castigados y había un rechazo contra el gobernador Vielma Mora muy fuerte. No sabría decir si la probabilidad de una guerra civil era regional o podía alcanzar al resto de Venezuela. Fueron unos días muy confusos y la pregunta que me hacía, una y otra vez, era ¿en realidad qué es lo que está pasando? Pero una guerra civil involucra a todo un país y lo que estaba pasando en el Táchira no era representativo de lo que ocurría en el resto de Venezuela.
¿Qué podría decirle este libro a un lector venezolano? ¿Qué podría encontrar en sus páginas?
Cuando viví en Venezuela, siempre me sorprendió que los venezolanos me hacían a mí una misma pregunta. Y era ¿tú cómo ves la situación aquí? ¿Tú qué crees que va a pasar aquí? Me llamó la atención, porque yo siempre era la que iba a entrevistarlos a ellos y a hacerles las mismas preguntas. Desde distintas profesiones, distintas perspectivas, distintas disciplinas, distintas experiencias de vida también. No sólo de voces calificadas, sino de ciudadanos comunes y corrientes. A mí me interesaba ver cómo eran afectados, cómo eran transformados por esto que se ha dado en llamar la revolución bolivariana. Y yo les contestaba, muy honestamente, no lo sé. Precisamente, he venido a tratar de entender lo que está pasando aquí. Salí de Caracas, salí de Venezuela. Me tomé un tiempo para pensar y reflexionar a partir de lo que yo había vivido como periodista extranjera. Poner distancia y volver a revisar mucho del material que yo había recopilado dentro de mis coberturas diarias y de la reportería paralela, que también hice para entender el país a otro nivel, y construir así un relato que es este libro, que es esta crónica, que viene a ser el intento de explicarme a mí misma el país en el cual viví durante casi cuatro años. Entonces, es una manera, ojalá, de responder a esa pregunta.
No en uno, sino en varios momentos, sentí aversión al leer su libro. Algo tan visceral se convirtió, paradójicamente, en el combustible que me animó a seguir la lectura. Viendo el título que finalmente eligió, Los restos de la revolución Bolivariana, concluyo que en los restos de cualquier organismo hay siempre un proceso de descomposición implícito. Los restos, no ya del socialismo del siglo XXI, sino de la sociedad venezolana. ¿Qué reflexión haría?
Yo no escribí una historia bonita. Y por eso, creo, me costó varios años escribirla. Necesitaba este tiempo para procesar muchas cosas a nivel personal. Sí, hablando de restos… Yo eché el resto en Venezuela. Me costó recuperarme, recomponerme para poder escribir este libro, porque a pesar de ser extranjera, siempre me sentí muy bienvenida, muy a gusto entre los venezolanos. Más allá de que la historia —en términos periodísticos— me fascinara, me sentí muchas veces parte del lugar, parte del país y a mí, por supuesto, me afectó reportar y enterarme de todo esto. Yo pensé en quedarme, pero en la medida en que hacía mi trabajo… ¡Carajo, no se puede echar raíces en arenas movedizas! Siempre estoy a la espera de que surja algo que me dé un poco de esperanza, que pueda ver una pequeña luz en medio de esa grieta oscura, que se ha ido profundizando. Nunca voy a pensar que todo está perdido, porque ha habido otros momentos en la historia y hay ejemplos en otros países que han resurgido en el momento menos esperado, esas claves provienen de los márgenes, de los lugares menos obvios. Y cuando eso ocurra, también me gustaría contar esa historia.
Hugo Prieto
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