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Mi estimado F.:
Sé que mi respuesta a tu último envío ha demorado, pero mi mudanza fue complicada. Familiarizarnos con las inmediaciones; abrir cajas; ordenar libros, papeles y tantas otras cosas me ha restado un par de meses que podría haber invertido en asuntos más gratos. Ahora que la normalidad está de vuelta pretendo, mal que bien, poner al día la correspondencia.
Por una de esas casualidades propicias que solo ocurren cuando disfrutamos de un orden nuevo, di anoche con otra carta tuya de hace decenios (¡cómo pasa el tiempo! Hoy la gente ni siquiera escribe correos electrónicos, sino que se va a trinar a las redes sociales; la vetusta perversión epistolar es algo que a ti y a mí nos distingue y justifica). Tus cuartillas, por su tema, estaban archivadas entre fotocopias que tratan de crítica literaria y que, a su vez, empleé para escribir al respecto: me parece haberte enviado el artículo. El repaso de tus líneas resultó menos una coincidencia que una sincronicidad, pues días antes había concluido el libro de Robert Alter, The Pleasures of Reading, una joya aparecida, como recordarás, el mismo año en que me vine a los Estados Unidos, 1989. Me lo habías alabado, pero los estudios, las mudanzas que he tenido en este país y, en fin, la vida fueron postergando la lectura. Aunque llego tardísimo a Alter, te juro que el entusiasmo no es poco: vigencia no ha perdido. Como dudo que podamos conversar durante las próximas semanas y como sé que el asunto te apasiona, a partir de lo que anoté al margen del volumen voy a hilvanar algunos comentarios. Verás cómo se cruzan con las preguntas que desde los años ochenta vienes haciéndote acerca del sentido real de nuestro oficio.
Empiezo por una añeja dicotomía aún circulante: análisis crítico y ensayismo. Por una parte, la ardua metodología; por otra, la subjetividad, el goce y la ironía. Sospecho que el deslinde es forzoso cuando percibimos que la crítica no requiere escritura: en numerosas oportunidades, en nuestras conversaciones, tú y yo la hemos practicado sin dejar rastro de tinta, solo buenas memorias. Un profesor de literatura que discute con sus estudiantes en el aula o en un café participa en una actividad crítica, así no tenga a mano un bolígrafo o un teclado. Los ejemplos que podría mencionar abundan; bastan esos dos por ahora: lo importante es tener presente que la página escrita, a la hora de hacer crítica, resulta tan incidental o provisional como nuestras sobremesas, el horario de un semestre o los dos o tres días de una conferencia… El ensayo, en cambio, jamás es oral, pese a que pueda leerse en voz alta. Ni se presta a ambigüedades genealógicas como la poesía o la narrativa, orales en épocas remotas, puesto que es un género demasiado joven —todo un mocetón: no llega al medio milenio— y, a diferencia de los demás, no pasa por hijo natural o bastardo. Michel de Montaigne —el «padre» tiene nombre y apellido; es humano, mortal, no una divinidad griega—, aunque no inventó el discurso expositivo, sí fue el primero en practicar a conciencia una de sus variantes, cuya forma era la informalidad verbal aparentemente doméstica y autobiográfica, o seudo, con esa subjetividad erigida en propiedad privada tan de los preliminares de la modernidad (en su caso) y de la consolidación de esta (desde Addison, Steele y Hume). The Renaissance Rediscovery of Intimacy, un estudio de Kathy Eden editado por la Universidad de Chicago en 2012, que te recomiendo si no ha llegado a tus manos, identificó convincentemente la génesis de esa forma de escribir con la reincorporación de la carta familiar de los antiguos en la tradición occidental, lo que sucedió poco antes de Montaigne. Las epístolas de Cicerón a Ático o las de Séneca a Lucilio pasadas por el filtro humanista de Petrarca o Erasmo aportaron mucho a la constitución de ese vigoroso «yo» cuyo hogar es el ensayo, al menos si este sigue el patrón original de quien redacta una carta íntima sin corresponsal o, mejor dicho, en la que el corresponsal es también quien escribe: un pensar en modalidad especular al que el lector se asoma casi de fisgón. Por si eso no fuese suficiente, Montaigne intentó darle nombre a esa actualización de hallazgos sobre todo latinos, lo que para la posteridad completa la «creación». Según se desprende del aviso «Au lecteur», los Essais se definen adicionalmente como legado para los parientes del autor (testamento semificticio: quien me lea se convierte en mi consanguíneo y hereda): se invoca, por ende, un acto de «inscripción», de «registro», una modalidad temporal del lenguaje que no puede catalogarse sino de escritura… Me detengo en el hecho porque, pese a su obviedad escandalosa, no parece haberlo tomado en cuenta una distraída mayoría.
Debería hacer un alto en otro aspecto del contraste de ensayo y crítica: la confrontación es frágil pues, si bien los términos no son intercambiables, tampoco se excluyen entre sí. Es posible escribir ensayos «críticos» excelentes en que el sujeto montaigniano se confabule con el análisis de textos literarios. Contamos con ejemplos clásicos a estas alturas: para limitarnos al ámbito hispánico, Reyes, Borges, Bianco, Martínez Estrada, Paz, Juan Goytisolo, Gabriel Zaid, Montejo y tú mismo, F. (no me canso de declararlo). Entregarse a la crítica «ensayística», sin embargo, denotaría muy poca seriedad, pues la expresión apunta a un método divagante, infundado y caprichoso. ¿Por qué?, preguntarás. Yo responderé: porque toda operación crítica se acerca a los quehaceres ascéticos, al rigor que impone la búsqueda del conocimiento. Implica un estudio, es decir, el deseo y la acción de meditar objetivamente sobre una obra o un sistema de relaciones intertextuales que pasarán a ser, por consiguiente, el «objeto». Si el ensayista se encuentra en lo que lee y examina (estimulando a los lectores a hacer otro tanto), el crítico, por el contrario, procura encontrar «algo más»: la labor de este último es «transitiva», mientras que la del primero es «reflexiva» —tareas utópicas, pero la cuestión solicita más tiempo del que dispongo—. Uno de los grandes obstáculos para la conformación de un cuerpo crítico sólido en la mayoría de los países hispánicos hasta la fecha no es que haya habido exceso de ensayos críticos, ya que me parece que los buenos han escaseado, sino que proliferan, más bien, los críticos «ensayistas», de estrategias y principios difusos, aleatorios, siempre a la moda o puestos al servicio de amistades o enemistades. El ensayo improvisa artísticamente: se propone hacerlo con el fin de entronizar el sano individualismo en un mundo de monologías y dogmas colectivos rígidos; la crítica «ensayística», por su parte, improvisa debido a su incapacidad, a su irresponsabilidad o a las frustraciones de quien la ejerce cuando es simultáneamente «creador» y se siente fracasado. Tanto tú, carísimo, como yo notamos la plétora de libros y artículos que responden a ese perfil: he ahí la legión de presuntos críticos que se ponen líricos cuando hablan de un poeta, como si compitieran con él; o la otra de los que se disparan a hablar de sus viajes, su vida familiar, hasta sus manías o decepciones, con el pretexto de que eso puede iluminar el texto del que habrían de ocuparse. Lo cierto es que con la excusa de infundir «frescura» en el estilo, cierto tono «personal», acaso por temor a la «frialdad» del rigor, se nos ofrece una irritante incursión en el narcisismo, y nosotros, que consultábamos la reseña o el artículo acerca de equis volumen o autor, quedamos un poco estafados, sin enterarnos demasiado de lo que nos interesa.
El otro obstáculo que han de vencer nuestros críticos es lo que en tu carta denominabas «bizantinismo». En los ochenta y noventa estábamos hartándonos de lo que Rafael Gutiérrez Girardot retrató, con justicia, como «la derri-dada y el lacan-can». Pese a que tus renglones anteceden a los de Robert Alter, los dos parecen haberse puesto a escribir acerca del tema luego de un diálogo. Transformar la labor crítica en un devaneo teórico sempiterno, a cada instante más lejano de los textos, es un indicio de impotencia o temor al trato directo con lo literario. Tu escepticismo y el de Alter —si me lo permiten ambos, me gustaría agregar el mío— se fundan en esa distancia que acaba sirviendo de cordón sanitario, de barrera aséptica. El vacío que se instala entre literatura y crítica se rellena con oscuridad. La crítica bizantina puede reconocerse fácilmente cuando nos topamos con un método que solo se complace en indagarse a sí mismo. El estudioso, más que intentar desentrañar ese «algo más» del que hablábamos, se ocupa casi exclusivamente de corroborar sus procedimientos y sus puntos de vista: la página analizada apenas existe como prueba de la aptitud y la eficacia del método. Estamos, pues, ante una crítica que se vuelve el «objeto» y que, por tanto, se acerca peligrosamente al ensayo, aunque sin quererlo. Hacías referencia a «Lacan y compañía». La lista de Bizancio, a mi entender, puede ampliarse con nombres acumulados desde mediados del siglo XX hasta hoy. Un rol completo del bizantinismo convertiría mi carta amistosa en un complicado retablo del Bosco. No es mi intención. El problema no estriba en que seamos foucaultmaníacos, butlerófilos, amignolados, ni en que una aseveración-pose de Žižek nos obstruya la digestión, sino en la manera como esos sistemas de ideas se adoptan: como objetos de consumo y de aplicación (tal cual: «aplicar una teoría» igual que se aplica una inyección… ¿Cuántas veces habré oído la frase?). Como Alter sugiere, bastaría pensar en que los críticos a los que nos referimos no hacen sino proyectar en su trabajo intelectual la lógica administrativa, en apariencia lúcida, de las instituciones que los contratan y amparan. ¿Crítica gremial? Quizá, y así preferiría denominarla a partir de ahora. Reaccionando contra la superficialidad y la incoherencia innegables de los que ellos denominan «impresionistas», los críticos gremiales, yuppies o neo-yuppies, terminan atándose a códigos laborales, jergas y tics al día que los ensimisman en problemas que no surgirían en ausencia del método novedoso manejado. Me consta que el capital cultural, según Pierre Bourdieu, se comporta así. Pero de allí a la aceleración jadeante y caricaturesca de los últimos setenta años hay cierto trecho: se trata de una inmersión convulsiva en el autismo.
Lo que señalo ocurre especialmente en medios universitarios eficientes y bien dotados como el estadounidense, pues estimula la competencia y crea «mercados de trabajo» (a eso se reduce todo: la literatura ya no tiene quien le escriba; otro dios más que se nos muere). Lewis A. Gordon, uno de mis filósofos de cabecera de los últimos lustros, se ha quejado, traduzco, de que
«Las universidades norteamericanas, y en consecuencia las del mundo —dada la capacidad de aquellas de atraer los mejores intelectuales internacionales—, está cada vez menos guiada por las exigencias del intelecto y cada vez más por las del mercado laboral. Y no es accidente que en este período los intelectuales “estrellas” estén en ascenso con más frecuencia e intensidad que los intelectuales “públicos”» («The Human Condition in an Age of Disciplinary Decadence: Thoughts on Knowing and Learning», Philosophical Studies in Education, núm. 34, 2003, pp. 105–123).
Sus reflexiones, querido F., son afines a las tuyas en su totalidad, así que aquí te dejo el dato del artículo. Lo anterior es parte de un problema mayor posteriormente captado también por Gordon; lo cito de nuevo en extenso pues nada de lo que dice tiene desperdicio:
«Donde se deifica el capital, la respuesta es la privatización absoluta […]. Lo que equivale a un principio sencillo: todo es mercadeable. Estamos presenciando este credo en la subordinación de cada institución, incluso de cada mercado, a la noción fetichizada y divina de “el Mercado”. Al no lograr concebirse mercados fuera de “el Mercado”, esta abstracción transforma lo demás: en vez de un conocimiento del mercado hay un mercado del conocimiento; en vez de mercados educativos hay un mercado de la educación; en vez de que la religión proteja del mercado a lo sagrado hay una religión del mercado en la cual verificamos igualmente una mercantilización de lo sagrado; en vez de un control político del mercado hay un mercado de la política» («Decolonizing Philosophy», The Southern Journal of Philosophy, 2019, Vol. 57, S1, pp.16-36).
El absurdo, no obstante, salta más a la vista en la América latina, que adopta la parafernalia crítica de otras regiones que no comparten sus inquietudes y dilemas. Rufino Blanco Fombona, en su libro de 1929 sobre el modernismo, decía una cosa horrorosa de las mentes autóctonas sedientas de las últimas modas europeas:
«No hemos sabido ver, gustar, comprender nuestra naturaleza y nuestras sociedades. Ni siquiera hemos sabido descender al fondo de nuestra alma. Ignoramos nuestro yo. Hemos sido, a menudo, monos, loros. Es decir, imitadores, repetidores de Europa. Nuestra alma criolla se ha parecido al alma de otros pueblos; el alma de los pueblos cuyos libros leímos. Así como importamos de Europa machos de selección para que infundan su viripotencia a nuestras hembras de cría, nosotros mismos corremos a mendigar el cruzamiento y acogemos con pasividad la cópula de berracos, garraños, moruecos y sementales».
Estados Unidos ha desplazado a Francia en ese contexto, sin que se modifique la dialéctica amo-siervo. Menos estridente que Blanco Fombona, menos machista, todavía ilustrado e infinitamente más sugerente, Simón Rodríguez indicó antes cómo hacer de verdad independientes las repúblicas recién separadas de la opresión colonial: «O inventamos o erramos». Hemos estado más en lo segundo que en lo primero; ojalá no sea yo pesimista.
Aquí va un ejemplo de pasividades y errores. Una vez le oí a un colega hispanoamericano itinerante como yo en estos prados de Nueva Inglaterra el siguiente dictamen en inglés: Derrida is out, Foucault is in. Esto, hacia 1996, cuando ya era mal visto designarse a uno mismo como «deconstruccionista». Hoy en día he oído variaciones de aquella proclama que involucran la fricción entre los estudios poscoloniales y los «decoloniales» —sic, pues les han manducado la misma ese de la de(s)construcción—. Lo que me pareció y parece lamentable no es que el gramatólogo o los legionarios de Bhabha y Spivak fuesen o sean considerados out, sino que obviamente alguna vez hayan sido conceptuados como in. Respeto a los filósofos y teóricos mencionados por aquel colega; los releo y, a veces, los cito. Solo deploro que se los inserte en el mismo sistema de canje y consumo de los pantalones «campana» o los «tubito», las patillas cortas o las largas, el baile del «caderú» o la «lambada» (ves hasta qué época llego: hace mucho que me bajé del tren). Probablemente alguien quiera agraciarme con explicaciones en clave posmoderna —pese a que hablar de ese «pos» también hace rato que está out—: la oposición entre alta cultura y cultura de masas se abolió, se agotó. Puede que sea correcto; me fío de Fredric Jameson, Perry Anderson y García Canclini. Pero de la fusión de la cultura de élite y la de masas solo las élites se han percatado, así que todo eso adquiere un aspecto bastante turbio de cuentecillo eleático.
Antes de despedirme, agregaré un comentario sobre la jerga: en su célebre ensayo de 1959 sobre los extranjerismos y los tecnicismos, “Wörter aus der Fremde”, Theodor Adorno estuvo en lo cierto al destacar el valor de la terminología especializada, porque esta nos recuerda que hablamos con códigos construidos dentro de otros códigos, una puesta en abismo que «destruye la ilusión de que el lenguaje sea natural». Muchos improvisados que se acercan al ejercicio de la crítica montando a pelo sus antojos e impresiones suelen quejarse del exceso de terminachos en los centros de investigación universitarios. Prefiero desatender esas voces adánicas y egocéntricas: a duras penas disimulan la pereza de enterarse de la tradición discursiva que una disciplina ha ido produciendo para honrar y sintetizar debates del pasado. Uso, por eso, vocabulario técnico cuando lo considero imprescindible, y en muchas ocasiones lo es. A lo que Adorno no se refería, sin embargo, es a la torpeza estilística del fetiche léxico, la sobrecarga libidinal que reciben ciertos hábitos elocutivos, fenómeno del cual se ocupa The Pleasures of Reading. Véase como ejemplo esta cita que Alter toma de un artículo que ha debido causarle risa hasta el hipo, como confieso que me la ha causado a mí:
«What seems to me important are the correspondences between Borges and midrash in the idea of intertextuality, in the concept of reading not as lineality but as configuration of textual space, in the notion of the destructurization of the text as a condition for deciphering it, and in the arch principle, as I have said, of interpretative metatextuality as the basis of decentralization».
Me abrumaría tener que traducir al español semejante tirada, porque ello supondría su traducción previa al inglés. El efecto, en nuestra lengua, sería como leer algo de Mario Moreno o de Lezama Lima convertidos en scholars. Hace poco, para no soslayar lo que se edita en esta tercera década del nuevo milenio, leí las actas de un simposio de estudios «de(s)coloniales» cuya afectada jerigonza me provocó vértigo; fue muy instructivo, de paso, constatar cómo el mercado de discursos instaurado en los núcleos imperiales sigue colonizando las mentes de los rebeldes intelectuales de la periferia. Los ejemplos en español sobran; no los traigo a colación porque ya me he extendido más de lo prudente. Sea como sea, ¿para qué enredarnos en disquisiciones si, por añadidura, los espacios para publicar crítica no han dejado de reducirse?
Espero que estos párrafos, escritos sin cálculo, aún al calor de nuestras viejas conversaciones, no te resulten farragosos. Al menos sé que no harán mal a nadie: solo nos conciernen a ti y a mí, que de vez en cuando fatigamos el asunto. Vaya un abrazo de tu amigo, que siempre te relee,
M.
Miguel Gomes
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