Entrevista
Carolina Guerrero: “Sin responsabilidad política cualquier cosa puede pasar”
por Hugo Prieto
Fotografía de Mauricio López | RMTF
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De lo que se trata es de interrogar la duda y la verdad que se quiere imponer. El individuo tiende, al mismo tiempo, a ejercer la libertad o la servidumbre. Son dos opciones que se presentan a lo largo de la historia. Quien habla, desde el pensamiento crítico, es Carolina Guerrero*. Ha dibujado un espejo en el cual nos podemos reflejar todos.
¿Por qué el liberalismo —entendido en su vertiente política— está en crisis?
Se supone que el liberalismo es la producción de la modernidad en Occidente. Creemos que una vez alcanzado ese propósito, la humanidad sería capaz de preservar un sistema político, en el que cada quien pudiese desarrollar su vida, sin interferencias arbitrarias y con las garantías de un Estado creado, precisamente, para proveer esas certezas. Frente a esa esperanza de institucionalidad, el individuo se desentiende de lo político y al hacerlo genera un vaciamiento al propio liberalismo, a la propia convivencia en libertades. La libertad necesita ser protegida. ¿Por quiénes? Por los guardianes de la libertad, que no son otros que los propios ciudadanos. Pero cuando uno cree que la institucionalidad se vale por sí sola para asegurar esos fines, entramos en la crisis de la irresponsabilidad (el desapego de lo político). No puede haber libertad, ni liberalismo, sin responsabilidad. Probablemente, en su naturaleza inestable, está el germen de la crisis del liberalismo.
¿No son el mejor ejemplo de liberalismo los países nórdicos?
Lo interesante de la pregunta es que los países nórdicos suelen ser presentados por la izquierda como ejemplos de socialismo, pero no lo son, porque mientras la sociedad crea en la libertad del individuo y el derecho a la propiedad —en el entendido de que el modo de producción sea, básicamente, el capitalismo; esto es, el derecho de cada quien de realizar una iniciativa privada— eso siempre va a estar consustanciado con un proyecto liberal. En esos países hay un sentido de la responsabilidad, en el sentido de que cada quien es garante de su propio orden y también una creencia en el deseo de disfrutar de libertades individuales y de derechos comunes. Lo que pasa —tanto en los países nórdicos como anglosajones— es que ese amplio rango de libertad permite la existencia de corrientes que, precisamente, son contrarias a la libertad. Entonces, ninguna sociedad está a salvo.
Uno ve países como Francia, Italia, España, donde hay fuerzas políticas identificadas con el populismo, con el nacionalismo, con formas autoritarias de gobierno, ¿Pareciera que la democracia liberal está en un proceso de extinción?
El problema se crea cuando pensamos que la democracia tiene que ser un poder tutelar, que la democracia tenga el deber de asegurar, al detalle, la vida de las personas. Eso le quita responsabilidad al individuo y lo coloca todo sobre el sistema político. Además, separa la idea de democracia y la idea de república, porque la república lo que le da a uno es un espacio de posibilidad para organizar la convivencia política en libertad, pero si la democracia debe proveerlo todo —además de las certezas—, las sociedades, probablemente lo que quieran, es una suerte de sistema totalitario, que es el único que le puede dar respuesta a todo. Lo que vemos es una dualidad, el individuo quiere ser libre, pero al mismo tiempo tiene una propensión a la servidumbre. Lo vemos a lo largo de la historia. Y la desafección por la libertad, probablemente comience con la desafección por lo político.
En Inglaterra, en Estados Unidos, baluartes del liberalismo, gana terreno el populismo, el nacionalismo. Parece que la democracia no le dice nada a nadie, ¿no?
Si la democracia no le dice nada a nadie, entonces la pregunta es ¿por qué alternativas esclavizantes, alternativas radicalmente violentas contra el individuo, pareciesen ganar atractivo entre la gente? Creo que hace cuatro años, en The New York Times publicaron una encuesta. El corpus de esa encuesta eran personas por debajo de los 26 años y la mayoría decía querer vivir en un sistema comunista. Entonces, ¿Por qué la democracia no dice nada y por qué algo como eso despierta interés? Dentro de esa idea de exacerbación de la democracia, que es al mismo tiempo la aniquilación de la democracia, la mayoría pareciese querer formar parte de un coro que quiere autorizarse a sí mismo la acumulación de poder, lo que termina siendo nefasto para el individuo. El fundamento del liberalismo es, precisamente, la limitación del poder, la dispersión, la división y el control del poder y esta democracia tumultuaria pareciese ir en dirección opuesta a eso. Lo otro es una alerta: lo débil de la democracia en cualquier lugar.
Vivimos en medio de un cambio tecnológico, en el que irrumpen nuevas formas de comunicación. ¿Cómo afecta esto a la democracia?
Hay una propensión de la mayoría para ajustar sus propios juicios a la opinión común y, probablemente, en este tiempo de redes sociales, eso también se va a enfatizar. La libertad del individuo de dudar frente a la mentira o de interrogar la supuesta verdad se ve muy disminuida por una corriente que lo arrastra todo y donde una voz de disenso termina siendo una voz lapidada. Si la democracia era de por sí inestable, en este momento puede estar precipitándose, entre otras cosas, porque a la tiranía de la opinión se añade esa idea perversa de que la mayoría puede sentirse autorizada para potenciar la acumulación de poder.
América Latina está en franca dirección opuesta al liberalismo, no creo que haya un país que salga indemne. Chile, que era el modelo a seguir, está sumido en una crisis política inédita. De una revisión de lo malo, pero también de lo bueno. Hay una pulsión de ruptura, de eclosión. No hay un ánimo de enmienda. ¿Qué factores están incidiendo allí?
Creo que hay una frágil vinculación del individuo con lo que deberían ser sus deseos. Uno diría, puedes poner en cuestionamiento todo, menos el hecho de que la vida es digna, y que el fundamento de esa vida es la libertad. En América Latina termina sobreponiéndose la reivindicación de la justicia por encima de la libertad individual, se sataniza la libertad individual, como si fuese posible tener justicia social sin libertad. Eso no es posible. Al mismo tiempo hay, quizás, una cultura del asistencialismo, la idea del individuo derrotado que necesita una especie de muleta perpetua provista por el Estado, por el sistema, por la comunidad, por quien sea, con lo cual nadie podría ser autónomo. Sin embargo, en un territorio tan sombrío, en medio de condiciones de vida terribles, hay individuos que fueron capaces de convertir su vida en una obra de arte. Pienso en alguien como Alirio Palacios. Hay que ver lo que significa haber nacido en el Delta del Amacuro a comienzos del siglo XX y él fue capaz de crear y descubrir su empoderamiento. Entonces, dentro de América Latina uno ve esas contradicciones. Historias que van a contracorriente de la receptividad que tiene el discurso socialista.
Cuando hablé de ruptura, de eclosión, es porque hay una insatisfacción que tiene que ver con la pobreza, con la exclusión y con materias que están pendientes, problemáticas que se han profundizado, a veces por la propia política o por condiciones imprevistas como la pandemia. Lo cierto es que la democracia tampoco dio respuesta a esos grandes problemas. De ahí, la reacción en contra ¿no?
Quizás habría que hacer una distinción entre democracia y gobiernos asistencialistas. Un gobierno asistencialista es profundamente antidemocrático, aunque sea producto de la democracia. Esa paradoja está ahí, presente. El problema de la pobreza —cuando deja de lado la libertad como fundamento nuclear de la vida de cada quien— nunca va a producir una vida próspera, un individuo empoderado, sino alguien que necesita depender del otro. Por otra parte, la idea de que la democracia es cosa de los líderes, de los partidos políticos exclusivamente, con lo cual el ciudadano se desliga de su condición política, va creando una suerte de sinergia entre una población que cree que requiere de asistencia perpetua con una clase política que se erige como la proveedora de asistencialismo. Por esa vía, nunca se va a poder superar la pobreza, ni remediarla.
Uno ve la oferta electoral del Perú, donde hay dos candidaturas, una peor que la otra, contrarias a la democracia liberal, diría, incluso, al sentido común. ¿Cuál es el peor enemigo de la democracia? ¿El populismo o la izquierda como la conocemos aquí en Venezuela?
Creo que el principal enemigo del liberalismo es la disociación del individuo frente a su condición política. Cuando uno pierde la responsabilidad política y el cuidado de su propia libertad cualquier cosa puede pasar. Las prácticas, en apariencias democráticas, que el individuo permite ganan espacio dentro de la sociedad, hasta tal punto que se utilizan los mecanismos democráticos para acabar con la democracia liberal. Allí, la responsabilidad termina siendo del propio individuo liberal. No veo tanto una amenaza de estas corrientes políticas sino en la irresponsabilidad de un individuo que cree que la política no tiene nada que ver con él.
Ese individuo vota y convalida un populismo de izquierda o de derecha. ¿No es eso lo que ocurre en el Perú y lo que hemos visto en otros países de América Latina? El individuo se convierte en su propio victimario.
En ese caso, termina favoreciendo una u otra propuesta. Al mismo tiempo, el individuo, deslastrándose de sus deberes políticos, se encuentra frente a opciones que le parecen una más diabólica que la otra. Termina siendo una reducción de lo político hacia las cuestiones electorales. Es peligroso, porque el que cree que participa en política porque cumple con el deber de depositar un voto alimenta también el mito de que un Estado preserva la democracia cuando realiza elecciones periódicas. Lo otro es ver cuál es la calidad de esas elecciones y en qué contexto político se puede ejercer una función pública, una vez lograda determinada victoria electoral. O sea. ¿Existe o no el estado de derecho? ¿Hay o no una usurpación de la legalidad? ¿El crimen se disfraza de legalidad? Distanciarse —y subestimar— esos peligros es lo que coloca al individuo frente a la amenaza de perder la libertad.
Sin ánimos peyorativos y lo más lejos del cinismo, le pregunto ¿Qué sentido tiene hablar de liberalismo en la Venezuela actual?
Más que nunca, porque llegamos a un punto en el que todas esas contradicciones democráticas, que hacían tambalear a la libertad frente a reivindicaciones como la justicia social —como si ambas pudiesen ser contrarias—, junto con la avalancha de corrientes hostiles al liberalismo nos llevan al momento actual, donde deberíamos descubrir la centralidad de valores políticos insertos en nuestra tradición republicana y que quizás, históricamente, hemos venido traicionando. Lo peor es que el pensamiento no logre estar lo suficientemente alerta para entender lo que nos ocurre. Esa falta de comprensión es como llegar de la guerra sin haber sobrevivido a ella, sin entender qué pasó. Creo que este es el momento más crítico de la historia de Venezuela, en el que pensar en el liberalismo, en estructurar la convivencia política sobre los principios de la libertad es mucho más decisivo que en otros momentos, ni siquiera en tiempos de la independencia. Porque probablemente en ese tiempo la emergencia no era tan radical como en el presente.
Tenemos una noción del estado de derecho, pero vivimos en un estado de excepción. ¿Cómo es la vida en esa dualidad?
Hay autores, para empezar Walter Benjamin, que postulan precisamente lo que estás diciendo. Que toda esta creación de la modernidad no es más que una pervivencia de un estado de excepción que se hizo perpetuo. Y cuando eso ocurre la dominación (del Estado) sobre el individuo termina siendo una cosa total. Porque no hay límites, no hay forma de sujetarlo, ni formas de garantizar moderación, respeto, hacia la propia vida. Mucho menos hacia los derechos y la libertad del individuo. Y quizás algo más demoniaco que eso es la tensión perpetua dentro de la propia modernidad. Entonces, lo más demoniaco termina siendo el disfraz de ese estado de excepción detrás de un «novedoso» estado de derecho. El problema, quizás, tenga que ver con la experiencia totalitaria del siglo XX, porque es después —sobre todo después del nazismo— que la comunidad internacional asume que cualquier Estado es digno de ser considerado como tal, siempre que tenga un estado de Derecho. Pero si eso queda resumido al hecho de tener una Constitución, que además consagra violaciones a la dignidad de la vida, eso no puede ser considerado como tal. Esa combinación termina siendo una farsa que coloca al individuo en una total indefensión.
Occidente está (¿o estaba?) organizado alrededor de la democracia y de unos valores compartidos. Pero la realidad está impulsando una organización distinta, alrededor de la importancia y los intereses de cada país. Creo que eso está funcionando. ¿Adónde nos podría llevar esa forma de organización?
Al punto de la indeterminación radical, en la cual un individuo no tiene soporte, probablemente ni siquiera posibilidad, de asociación para la defensa de sí mismo. Occidente descubre el pensamiento crítico, el despliegue de la filosofía entre los griegos es precisamente eso. Yo no veo el pensamiento crítico en Oriente. No está dado. El uso del pensamiento crítico que hace el individuo en Occidente lo lleva a bombardear los propios valores occidentales. La idea del multiculturalismo y la relativización de valores y principios, incluso de la verdad, hasta el punto de que es posible que no exista ninguna verdad. Frente a eso la única defensa es tratar de ejercer un pensamiento crítico que identifique cuáles son esos valores, esos principios, que no pueden ser relativizados.
Lo que hemos visto es todo tipo de alianzas, insospechadas, y a veces increíbles, sorprendentes.
Si frente a esa disposición de Occidente a no creer en valores, a permitir la exacerbación del nihilismo, de la idea de vaciamiento, incluso la idea del absurdo, le sumas lo que quizás estás conceptuando, la alianza a partir de un pragmatismo político, económico o cultural, es mucho más retadora, entre otras cosas, porque estás en una posición mucho más débil, porque ya ni siquiera el fundamento de una tradición occidental permite, al menos, la demanda de condiciones, aunque sean formalmente democráticas y respetuosas del individuo, de la vida y los derechos, sino que cualquier alianza es posible en función del atavismo del momento.
¿La tradición republicana en Venezuela está destruida?
A lo mejor nunca estuvo suficientemente arraigada. A estas alturas, uno tiende quizás a sospechar que la creencia en valores republicanos siempre ha sido una cuestión de minorías. Y la defensa de la libertad también tiende a ser un interés minoritario. ¿De qué manera esa minoría pueda lograr que se respeten esas premisas, esas luchas? Eso es un problema que en algún momento ha estado mejor resuelto y en la mayor parte del tiempo no. Pero pensando en la tradición republicana, no ya de 1810 para acá, sino insertándonos dentro de la cultura occidental, que es la nuestra —aunque la izquierda lo niegue— en 24 siglos de tradición, ese republicanismo siempre ha estado hermanado con una efervescencia política importantísima, en el camino lo fuimos perdiendo. Esas corrientes políticas hostiles a la libertad se apropian de eso al punto de no imaginarse un instante de la vida en que todo sea completamente politizado. Quizás es eso: ¿Hasta qué punto nos interesa la libertad? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a defender la dignidad de la vida? ¿Y hasta qué punto asumimos una libertad política en pro de esos interrogantes?
¿Hasta qué punto somos ciudadanos o somos ciervos?
Ahí está el problema del individuo en todos lados. Un individuo tiene una dimensión privada y una dimensión pública. Cuando esa cualidad, no sólo del individuo sino también del ciudadano, está ensombrecida, incluso por causa de uno mismo, por deslastrarse de los deberes políticos, entonces, la eventualidad de convertirse en un siervo está dada. La propensión del individuo hacia la libertad, pero también hacia la servidumbre voluntaria, son pulsiones que están presentes. La responsabilidad del individuo es domesticar una a favor de exacerbar la otra. En eso se te va la vida, en el sentido del propósito. En el sentido de lo humano también, además de la empatía. No sería uno solo el que se condena, sino también al otro.
¿De qué va su conferencia III, del ciclo Libertad y Totalitarismo, a realizarse el próximo miércoles?
Una de las premisas que abordamos es la capacidad de la modernidad para separar la vida biológica de la vida humana. Pero, al mismo tiempo, el modo en que el individuo, permite ese avance de corrientes políticas interesadas en que su vida sea simplemente una biologización. Y en ese plano no hay espacio posible para la libertad. Dentro de la hecatombe política más siniestra, nunca está clausurada la posibilidad de que el individuo vuelva a ejercer la libertad. Pudiera interpretarse como una tesis pesimista, pero no está cerrada hacia una vertiente apocalíptica sino hacia la necesidad de emprender lo diferente, de emprender lo novedoso y tratar de esclarecer el presente, totalmente inédito, a partir de un ejercicio crítico.
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*Profesora titular de la Universidad Simón Bolívar. Doctora en Ciencias Políticas. Directora del Instituto de Investigaciones Históricas Bolivarium (USB). Fue coordinadora del Posgrado en Ciencias Políticas de esa Universidad.
Hugo Prieto
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