Perspectivas

Cargando con mis estatuas

Fotografía de Melissa Maples | Flickr

06/07/2021

[Entre el 28 y 30 de junio pasado se celebraron las V Jornadas de la Sesión Venezolana de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA, por sus siglas en inglés). En dos mesas redondas, denominadas «El relato escindido: narrativa venezolana actual», un grupo de narradores venezolanos disertó respecto de lo que significa hoy escribir en o sobre Venezuela. Presentamos el texto de Fedosy Santaella.]

De salir y escribir

Cuando salí de Venezuela y recién comenzaba a vivir en México, estaba sumamente quebrado, dolido con la partida, lleno de rabia. En relación con la literatura, sentía que lo había perdido todo: el trabajo de veinte años en Venezuela con mis lectores, con la prensa, con la academia, con mi obra. Las librerías cerraban, las editoriales con las que había publicado desaparecían y cada vez se le hacía –y se le hace difícil a la gente– comprar libros allá. Sentía en aquel momento (voy ya para cuatro años fuera) que había sido borrado de mi país. Y acá, en México, pues ni siquiera había sido borrado: simplemente no existía. Estaba frustrado, lleno de furia, y me puse a escribir una novela muy dura, muy fuerte, abyecta, que creo que nunca publicaré. Debo decir que no sé si me metí en esa historia pensando que sería un éxito comercial al estilo La hija de la española, o más del tipo literario, a lo The Night. Quizás sí, algo de eso había. Tenía en la cabeza la obsesión de hablar de Venezuela, pero en aquel momento mi guía literaria fue el durísimo Jim Thompson y por ahí me fui. El asesino dentro de mí se había convertido en mi Biblia con respecto a esa novela que estaba escribiendo. Así que se podrán imaginar: todo me salió mal.

César Aira, en Fragmentos de un diario en los Alpes, nos presenta un narrador que cuenta que en cierta oportunidad tuvo la idea de escribir una novela sobre un escultor que se vería obligado a exiliarse, pero con la particularidad de que éste llevaba consigo, sobre sus hombros, sus estatuas. Nunca la escribió, nos informa el narrador, y luego entra en el asunto que me interesa. Dice que su proyecto frustrado podría ser la explicación de su falta de éxito. Mientras todos sus amigos novelistas que venden y ganan premios escriben novelas como la primera parte de su argumento, es decir un exiliado, con sus angustias, sus cambios de suerte, sus afectos, el contexto histórico, etcétera, él no puede empezar hasta no tener una «idea», en este caso, nos dice «absurda y engorrosa, que echa a perder todo el realismo, de hacer que mi protagonista parta al exilio cargando sus enormes estatuas de mármol o bronce».

Algo así suele ocurrirme con mi escritura. Soy muy terco con mis ideas, o muy malo para hacer las cosas bien hechas, también podría ser. El tema es que después de eso sentí que ya había tenido suficiente del ansia de escribir una novela sobre Venezuela que le diera duro al chavismo (y que de paso se convirtiera en un éxito comercial). Mi rabia se había asentado. Ya era más un dolor triste que un fuego devastador. Mi manera de escribir sobre Venezuela cambió. Quiero decir, sentí que volvía a ser honesto conmigo mismo. No es que no lo fuese antes, cuando escribí la novela abyecta, pero esa novela abyecta salió por una mala interpretación del fenómeno Karina Sainz Borgo o Rodrigo Blanco Calderón, y a eso, en cierta manera, le faltaba algo de adentro, algo que fuese realmente mío, que me perteneciese por completo.

En 2009 anduve por Portland, Oregón, invitado por un instituto de arte de allá. Estaba prestado por una semana del programa de escritura de Iowa. Así que en esos días en Portland me quedé en casa del decano de los estudiantes de aquel instituto. Michael Hall era un hombre alto, de cabellos y bigotes canosos, muy amable y con una esposa, Peggy, también atenta y agradable. Cierto día, Michael y Peggy me llevaron a dar una vuelta por Portland. Michael iba mostrándome, orgulloso, los edificios ecológicos de la ciudad. Aquel funcionaba con energía solar, aquel otro con eólica. Me contaba de las políticas de reciclaje, de cómo Portland era cada vez más una ciudad preocupada por el medio ambiente. Mientras ellos me mostraban los edificios inteligentes y ambientales de la ciudad yo no hacía más que pensar en mi país, y sonreía y sentía algo así como un cariño de diablo viejo, pero también pena por mí. Sus problemas –que no dejan de ser importantes– me causaban gracia porque yo, al tiempo que veía aquellas maravillas, no podía dejar de pensar en todo el daño que nos estaba haciendo el chavismo. Yo los entendía, pero esa preocupación de ellos por un planeta mejor no me pertenecía.

No puedo fingir algo que no está en mí. Así que lo que ha empezado a surgir ahora en mi escritura es distinto, un poco más triste. Busco sutileza, belleza, poesía porque en mí, esa belleza y esa poesía de algún modo me sanan o me mantienen en pie. Tengo un par de novelas donde Venezuela está presente, pero, sin el país tan solo de telón de fondo, me centro en la intimidad de los personajes y, sobre todo, me apiado de ellos, les busco una salida, un salvavidas, una isla en medio de la oscuridad y del mal. Porque, eso sí, la presencia del mal, en todos estos textos es enorme, insoslayable. Luego he comenzado a trabajar otros –cuentos y una novela– en los que me he ido totalmente lejos del país. No lo nombro ni tampoco hay en ellos personajes venezolanos. Quizás, como una reacción contraria a lo antes dicho, mis nuevas historias transcurren en una tierra inventada. Algunas veces es un bosque, otras en un país parecido a Japón pero que no es Japón. Eso sí, siento que estos textos, al igual que los otros que he referido, buscan la poesía, la belleza en medio del caos y del mal, y son, en cierta manera, tristes, profundamente tristes.

Adorno escribió que después de Auschwitz no era posible la poesía, y yo digo que la poesía sí es posible en el horror, porque la verdadera poesía hace suyo ese dolor, lo transforma en dignidad y belleza y vuelve fuerte al poeta y al lector. Yo me ido hacia la intimidad poética no porque sea un escape, un voltear los ojos para otro lado; no, todo lo contrario: yo he sentido más bien que la poesía me da fuerzas para filtrar toda esta debacle interna que llevamos los venezolanos.

Del complejo sistema

Adorno, una vez más, se equivoca: en Venezuela, hoy día, se escribe una poesía magnífica, muy digna ante el desastre. Editoriales como Oscar Todtmann y la Fundación La Poeteca están haciendo, con mucho esfuerzo, un trabajo excepcional de edición de poesía, donde se ha dado visibilidad a poetas contemporáneos recientes y de larga trayectoria. No olvidemos además los importantes reconocimientos a Rafael Cadenas y a Yolanda Pantin en España. Tampoco podemos ignorar la edición de la obra completa de Eugenio Montejo en Pre-Textos, donde también Yolanda Pantin ha publicado recientemente. Acá hay que reconocer la labor de Antonio López Ortega como promotor y editor adjunto de estas ediciones de Pre-Textos. El mismo Manuel Borrás, por su cuenta, ha acogido valiosos autores venezolanos, tanto en poesía como en narrativa, entre los que se encuentran Adalber Salas, Oscar Marcano, Gustavo Valle y quien les habla. Por los lados de Visor contamos con Marina Gasparini quien, con el apoyo de la Fundación para la Cultura Urbana, ha llevado a Visor poetas de categoría como Arturo Gutiérrez Plaza o Juan Sánchez Peláez. Es importante que fuera de Venezuela se sepa que somos algo más que un negro agujero. Que tenemos literatura. Que existimos y estamos escribiéndola y llevándola a los lugares.

La literatura, quiero decir un poco con esto, es un asunto complejo conformado no solo por escritores, sino también por lectores, promotores, editores, críticos, académicos, instituciones culturales y el Estado. En cuanto al Estado, en Venezuela hace tiempo que lo damos por perdido, porque ni Estado podemos llamarlo.

La literatura de un país es pues un asunto de difusión, memoria, profundidad y generosidad. Una de las causas por la que esas literaturas se dan a conocer es porque sus nacionales se mueven por el mundo (los argentinos, los colombianos, por ejemplo) y las llevan en sus maletas. Hablo acá, de nuevo, tanto de escritores como de lectores, promotores y académicos. Justamente, eso es lo que pareciera que empieza a ocurrir con los venezolanos.

Los autores hacemos lo posible por seguir publicando, y no está para nada fácil, pero, sobre todo, seguimos escribiendo. Quién sabe cuántos libros aún esperan ser publicados. No obstante, en los últimos tiempos podemos contar con un número cada vez más notable de autores publicados fuera de Venezuela. En el país, además, aún hay editoriales trabajando. Ya nombramos a Oscar Todtmann, y contamos también con la gente de Libros del Fuego, que tiene a José Urriola como unos de sus abanderados y que esperamos saquen pronto a la luz el nuevo libro de cuentos de quien para mí es el autor joven más brillante de su generación, Jacobo Villalobos. Sumamos allí a la editorial Lector Cómplice, que publica al maestro Israel Centeno, Dahbar Editor y la misma Fundación para la Cultura Urbana que edita a los ganadores de su concurso transgenérico. Por otro lado, ha venido a resaltar en el panorama Monroy Editor que, bajo el cuidado de Violeta Rojo, está haciendo un muy admirable trabajo con la novela breve. Un trabajo que no es solo de calidad de edición, sino también de resistencia. Allí han entrado Ana Teresa Torres, Norberto José Olivar, Antonio López Ortega y próximamente Rubi Guerra. Fuera, también contamos con algunos editores venezolanos. En Colombia, Taller Blanco ediciones, con Néstor Rojas y Geraudí González a la cabeza, ha publicado a Carolina Lozada, Roberto Echeto, Yolanda Pantin, Daniela Jaimes, Elenora Requena, Edda Armas, María Antonieta Flores, Víctor Manuel Pinto, Victoria de Stefano, Ednodio Quintero y Elisa Lerner, entre otros. Kalathos Editorial, en España, entregó en fecha reciente poemarios de Sonia Chocrón y Escribir afuera, una antología de cuentos de autores venezolanos que hablan sobre el exilio y el «insilio», preparada por Raquel Rivas, Katie Brown y Liliana Lara. Nótese, las dos primeras académicas, y la tercera, Liliana, una de nuestras mejores narradoras. Sudaquia, radicada en Nueva York, publica novelas y cuentos de autores venezolanos y reedita libros que han tenido especial significación en el país. Forman parte de su catálogo Gustavo Valle, José Urriola, Keila Vall, Eduardo Sánchez Rugeles, entre otros.

Seguir escribiendo

Yo no soy propiamente un académico. Acá tendremos otras mesas con investigadores venezolanos serios que están haciendo un magnífico trabajo con la literatura actual de Venezuela. Raquel Rivas, Miguel Gomes, Luis Miguel Isava, entre otros, son parte fundamental, con sus estudios, sus publicaciones académicas y en sitios de internet o revistas literarias, de este sistema que necesitamos para que se mantenga viva la literatura venezolana, para que persista, para que se dé a conocer dentro y fuera del país.

Por mi parte, no dejo de escribir. Eso es importante. Los escritores no dejan de escribir. Esto no tiene que ver con el mercado ni con la fama. Los escritores con obra no son «repentistas», como llama el maestro Carlos Sandoval a aquellos que nunca han hecho nada o escrito gran cosa y salen corriendo a escribir una novela, en general contra el chavismo. Todos los que estamos en esta mesa tenemos años escribiendo. Tal como conversaba con Gustavo Valle hace unos días, el periodismo cultural, por más cultural que sea, se centra en la actualidad. Sobre todo en estos tiempos en que los medios han decidido meter arte y entretenimiento en el mismo saco. Pero digo esto porque lamento un poco a veces tanta inmediatez noticiosa. Se suele nombrar en prensa cierta presencia de la literatura venezolana en el exterior, y allí, como es lógico, todo se centra en las publicaciones recientes y quizás no haya espacio para más nada. No obstante, en ocasiones, me parece que se hablara como si la literatura venezolana solo fuese eso. La desmemoria, o la ignorancia, es peligrosa. Claro, una vez más, quizás ese no sea el trabajo del periodista, quizás hablar de tradición e historia, de acervo, sea asunto de académicos y críticos, pero no está de más recordar que el periodismo cultural necesita fondo. La literatura venezolana no es solo lo recién publicado ni tampoco solamente la revolución, o por lo menos no la revolución explícitamente. Esto también va para los investigadores: hay literatura más allá de ver cómo se refleja lo «venezolano» (sea lo que sea esto) en los textos. Se puede hablar de la revolución, del país, de muchas maneras, más allá de nombrar, de ser fácilmente explícito. Ya todos tenemos el alma rota, ya eso está en nosotros, y lo escribimos. En mi caso, lo he dicho, con cierto dolor, con cierta tristeza que no deja de intentar la dignidad. Pero ya, hablando como autor, que es quizás la única manera más o menos válida que pueda justificar mi presencia acá, escribir, para mí, desde hace rato, y en estos momentos, es inevitable.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo