Perspectivas

Caracas, su escudo y la revolución: notas sobre política e historia [1]

El Concejo Municipal de Caracas y la alcaldesa Carmen Meléndez presentaron el 13 de abril de 2022 el nuevo escudo (a la izquierda), la bandera y el himno de la ciudad. A la derecha, el viejo escudo utilizado desde 1591.

23/04/2022

El cambio del escudo y la bandera de Caracas, con toda la polémica que ha desatado, vuelve a poner de manifiesto que la historia es un fenómeno de actualidad, muy lejos de ese universo de cloroformo que imaginan algunos, con ancianos un poco chiflados y solo capaces de suspirar por cosas idas. Por el contrario: todas las políticas de la historia tienen fines muy prácticos, incluso utilitarios. Los símbolos tienen por objetivo representar un nuevo relato, que a su vez se conecta con la justificación (o no) de un orden de cosas determinados. Así, en nuestro caso, si en nombre de invisibilizar a unos se ha invisibilizado a otros; si se acusa el silencio acerca de determinados sectores o períodos, a la vez silenciando períodos enteros, es para crear unos referentes políticos, convencernos de un modelo y hacernos militantes de su causa (o, al menos, evitar que lo seamos de la contraria).

Lo esencial del relato ya lo sabemos de memoria: es digno de reproche a todo el pasado colonial y, en realidad, toda la vida republicana hasta 1999 (pero muy especialmente a los cuarenta años entre el 23 de enero y la llegada de Hugo Chávez al poder). Se trata, según esta visión de las cosas, de una larga historia de opresión a las oligarquías y a los imperios, que sólo ha tenido dos momentos de redención: el de la Independencia, inconclusa por la acción proterva de esas oligarquías y del imperialismo; y la Revolución Bolivariana, que ha rescatado el legado de Simón Bolívar y, con eso, finalmente liberará a los venezolanos de sus calamidades. Es un relato simple y simplista, con claros héroes y villanos, en el que los primeros son los sufridos, explotados e invisibilizados (los afrodescendientes, los aborígenes, las masas populares), y los segundos están formados por todos cuantos han dirigido la sociedad, salvo, naturalmente, los que han tratado de cambiar ese orden de cosas, como los Padres de la Patria, Ezequiel Zamora, los guerrilleros y otros comunistas y, como la consumación del proceso, el chavismo.

Llevamos dos décadas de debates sobre lo que tiene este relato de falseamiento y manipulación. No es que todo lo que señala sea falso (tentación en la que caen algunos), sino que combina cosas que la evidencia histórica confirma, con otras que son legendarias; calla lo que le conviene y fuerza explicaciones, a veces con verdadera temeridad. No es la primera vez que ocurre, y de hecho algunos componentes esenciales (la absoluta oscuridad de la colonia, la gloria, también absoluta, de la independencia; el gobierno de turno como rescate de la inconclusa saga bolivariana) se ha repetido una y otra vez, al menos desde los días de Antonio Guzmán Blanco. Eso explica en parte por qué ha sido relativamente fácil para los venezolanos creer el relato, pero eso no aminora los problemas que los historiadores han venido señalando desde hace años en el fenómeno: una memoria muy poco informada y susceptible de grandes manipulaciones. Borrar, por lo tanto, al león de Caracas es bastante más que un capricho o un hecho aislado o anecdótico. Es borrar una dimensión fundamental de la historia de la ciudad y de todo el país: su pasado colonial y su dimensión hispánica, tan importante para entendernos, indistintamente de la valoración que se tenga de ella. Es negar parte de nosotros mismos y, sobre todo, es afianzar un relato que por sobre todas las cosas trata de legitimar el orden de cosas actual.

En este sentido, la idea de las siguientes líneas es poner toda la discusión en torno a los símbolos de Caracas en perspectiva. Primero, el modo en el que se inserta en el conjunto mayor de las políticas de la historia de la Revolución Bolivariana, que han sido tan activas desde 1999 y que han ganado espacio, al menos programáticamente, dentro del Proyecto Nacional Simón Bolívar, Tercer Plan Socialista de Desarrollo Económico y Social de la Nación, 2019-2025, tal vez el primer programa de gobierno en Venezuela con un apartado entero para la memoria histórica. En segundo lugar, la aplicación de esta política en el caso específico de Caracas, que por su peso simbólico adquiere una especial relevancia. La sustitución de los conquistadores y fundadores por Guaicaipuro y otros caciques, reales o supuestos, está lejos de ser un expediente nuevo. De hecho, paradójicamente, es algo bastante colonial, nacido entre los criollos del siglo XVIII, más allá de que ahora se le potencie con un discurso socialista. En gran medida estamos ante un vino viejo en odres aparentemente nuevos, aunque con una diferencia importante: hasta la víspera habíamos logrado conciliar de algún modo nuestra compartida admiración por los caciques y los conquistadores, como quien quiere por igual a dos abuelos que entre sí se detestaron. Eso, con las nuevas políticas, no puede seguir siendo así. Se toma partido solo por un abuelo, y al otro se le condena a una especie de cancel culture.

Política e historia

Primero fue el nombre del Estado, que pasó a ser República Bolivariana. Después la modificación, aunque de forma sutil, de la bandera y del escudo. Más adelante, vino la reconstrucción del rostro de Simón Bolívar, la reforma de los programas escolares, el decreto de nuevas fiestas cívicas, plazas, el levantamiento (y derribo) de estatuas y numerosos cambios en la toponimia y las instituciones. El proceso de sustitución de los viejos invisibilizados por otros nuevos se aplicó a fondo con los personajes del sistema democrático de 1958 a 1998. El Parque Rómulo Betancourt pasó a llamarse Parque Francisco de Miranda, la central hidroeléctrica Raúl Leoni pasó a ser Simón Bolívar, la autopista Rafael Caldera, autopista Cimarrón Andresote y la Urbanización Menca de Leoni, Urbanización 27 de Febrero. Poco importa que las obras hayan sido realizadas por las administraciones que se quieren borrar de la memoria o que los nuevos epónimos no tengan nada que ver con lo que lleva sus nombres, es una operación fundamentalmente política, que en esencia ha existido desde el tiempo de los faraones y en la cual la verdad histórica no suele ser algo a lo que se le preste demasiada atención (salvo en el sentido de ocultarla).

La experiencia indica que el éxito de este tipo de cambios ha sido muy variable. Depende del modo en el que se arraigan en la sociedad, lo que en buena medida se asocia a otras cosas, como lo que las personas terminan opinando de los sistemas políticos que los instituyeron. Prácticamente todos los tricolores del mundo, comenzando por el más famoso de todos, el francés, fueron impuestos de forma revolucionaria y en un primer momento generaron, al menos en muchos sectores, reacciones mucho más adversas como las que hoy vemos en Caracas. No obstante, como los valores y los regímenes que simbolizaban lograron triunfar a la larga y echar raíces en sus sociedades, hoy se consideran un patrimonio que casi nadie discute. Hay, por supuesto, realistas franceses que desfilan con sus banderas blancas y sus flores de lis, pero son un grupo muy minoritario. Así como en España hay republicanos que ondean el tricolor rojo-amarillo-morado de la república, y tradicionalistas que lo hacen con la Cruz de Borgoña de los Austrias. El símbolo nacional es siempre en el fondo el de la corriente política dominante (aunque sea en términos muy amplios, como los de reino y república), lo que implica, naturalmente, su historia, o lo que se entienda por ella (la valoración, por ejemplo, de la república española o de las reformas borbónicas).

En los países comunistas de Europa se operaron cambios mayores o menores en sus símbolos, pero en todos los casos, tan pronto se cayeron aquellos regímenes, las sociedades corrieron a sus viejas banderas y escudos, cambiaron las estrellas rojas por la Corona de San Esteban, San Jorge y el águila bicéfala, borraron toponimias revolucionarias de calles y plazas (casi siempre derribando las estatuas de Marx o Lenin), o incluso de ciudades como Leningrado o Karl-Marx-Stadt, que volvieron a ser San Petersburgo o Chemnitz. En otros casos, se mantuvieron y recondujeron algunas cosas, como pasó con la bandera española que desde 1936 se asoció al franquismo, aceptada a partir de la transición por quienes habían sido partidarios de la república, o como pasó con los símbolos caraqueños ahora derogados, por los independentistas a partir de 1810.

El asunto, por lo tanto, es que cambiar los símbolos no es algo fuera de lo común ni, de entrada, implica una imposición más o menos violenta. Es decir, el cambio en sí no es lo que genera polémica. El punto, entonces, está en lo que simboliza ese cambio, en lo que se quiera alcanzar con la medida y en su recepción en la sociedad.

El Plan Nacional de descolonización

El objetivo 5.3 del Proyecto Nacional Simón Bolívar, Tercer Plan Socialista de Desarrollo Económico y Social de la Nación, 2019-2025, que es de libre acceso en internet, reza: “defender y proteger el patrimonio histórico y cultural venezolano y nuestro americano”. Ello implica “generar una política en materia de comunicación y difusión que proteja nuestro acervo histórico cultural para contrarrestar la producción y valorización de elementos culturales y relatos históricos generados desde la óptica neocolonial dominante, que circulan a través de los medios de comunicación e instituciones educativas y culturales, así como la promoción de la cultura de vida, alimentarias, de la medicina preventiva, la cultura del vivir bien, entre otras, como valores alternos de la sociedad para la felicidad del Pueblo”.

Para alcanzar esta meta se prevé un Plan Nacional de Descolonización, que desde los medios de comunicación, el sistema escolar, los museos y otras instituciones culturales se logren cosas tales como “contenidos de identidad, ecosocialismo, bolivarianismo en diversidad de formatos multimedia, orientados de manera pedagógica a las distintas generaciones […], el desarrollo y sistematización de las historias locales y cartografías participativas como reconstrucciones del espacio-tiempo del Poder Popular y base del Plan de la Patria Comunal”, y “estrategias de liberación y emancipación cultural, poniendo especial énfasis en grupos sociales especialmente vulnerables, tales como los grupos sexodiversos, mujeres, estudiantes, niños y niñas, afrodescendientes, entre otros…” En el 16vo Congreso Nacional de Historia, realizado en La Guaira entre el 5 y el 8 de abril, con la participación de un millar de personas, el alto gobierno relanzó el proyecto de sustituir los vestigios de la cultura colonial y neocolonial de nuestros espacios públicos. Digámoslo de una vez: dentro de esta lógica, un escudo otorgado por un rey español en el siglo XVI solo podía figurar entre las primeras cosas a ser suprimidas. De hecho, ya se había venido hablando del asunto desde hacía varios años, pero tan pronto se anunciaba, las reacciones hacían recular a los promotores.

Queda para los analistas políticos por qué exactamente se realizó en esta coyuntura. El veinte aniversario de los sucesos de 2002 (que el nuevo escudo recoge y celebra) tal vez se sintió como un momento para renovar votos revolucionarios. El presidente Nicolás Maduro lo hizo en el mitin frente al Palacio de Miraflores, ratificando que la revolución socialista vendrá para Venezuela y el resto de América Latina, aunque insistiendo en que será un socialismo con “prosperidad”. El Congreso de Historia sirvió de marco para presentar una serie de libros que relatan el chavismo, descargables gratuitamente en Internet. Y los munícipes de Caracas decidieron, de una vez por todas, descolonizar la memoria de la ciudad. Tal vez no hubo un acuerdo entre todas las partes, sino un espíritu común que los movió por igual.

En cualquier caso, Caracas era demasiado importante como para seguir tributando reconocimiento a sus conquistadores y sus emblemas otorgados por reyes. No solo porque siempre ha sido la vitrina desde la que el Estado proyecta sus ideas a toda Venezuela, cosa que tal vez se haya afianzado con la recentralización experimentada desde 1999, sino también porque, como parte de esa misma dinámica centralista, ya desde el siglo XVIII se “caraqueñizó” la historia de la conquista de todo el país. De hecho, un personaje tan caraqueño, colonial y dieciochesco como Guaicaipuro ha emergido -y emergido enorme, en una estructura de metal en la autopista- como la gran figura de todos estos cambios. Así, del mismo modo que ya la historiografía de Guaicaipuro y la saga de la conquista caraqueña capturó la conciencia del resto del país, en el nuevo relato de la historia oficial (o, mejor, en la reconducción del viejo relato en la nueva historia oficial) se espera otro tanto: convencer a los venezolanos de que el sistema que levanta esas estatuas, crea el nuevo escudo y cambia los nombres de las calles y autopistas, está cumpliendo una misión histórica y justiciera que lo hace superior y, sobre todo, necesario. Justificar con esa historia nuestra actualidad. Colonizar, por decirlo de algún modo, con la descolonización. A eso ha venido, con su tamaño y gesto del cine Tokusatsu japonés, el Gran Cacique que se acaba de levantar.

En la próxima entrega nos adentraremos en los engranajes de esta operación ideológica.

***

Para leer la segunda entrega de esta serie de Tomás Straka haga click acá.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo