Caracas, su escudo y la revolución: notas sobre política e historia [y 2]

03/05/2022

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El héroe colonial de la descolonización

No hay dudas de la historicidad de Guaicaipuro, pero sí muy pocas evidencias documentales de su vida. Sabemos que hubo un teque -la parcialidad de filiación caribe que vivía en el sitio que aún lleva su gentilicio- de ese nombre, que en el sistema de encomiendas fue considerado cacique, que combatió a los conquistadores y no mucho más. La importancia de su liderazgo y su muerte heroica se deben, sobre todo, al relato que  José Oviedo y Baños legó en su famosa Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela, aparecida en 1723.  

Puede llamar la atención que la fama y heroicidad de un cacique se deba a un hombre que parecía estar en su antípoda, pero se trata de un fenómeno bastante común en Hispanoamérica. Oviedo y Baños, aunque bogotano, era miembro del pináculo de la élite caraqueña, sobrino de un obispo, con el que había venido. Estaba casado con una mantuana, emparentado con marqueses, alcalde de la ciudad, figura muy respetada y, hasta donde es posible colegir, singularmente próspero, incluso para los estándares del mantuanaje. Por todo esto, el texto de Oviedo y Baños recoge en gran medida las ideas de su clase y de su tiempo, sobre todo afirmar a aquella pequeña Caracas, en los márgenes del imperio español, como una gran ciudad. Y no solo eso, sino una ciudad que se sentía llamada a ser autónoma de cualquier otra cosa que no fuera Madrid (dos generaciones después incluso a Madrid se la puso en tela de juicio), y a la vez a dirigir a todas las provincias de su alrededor. Es decir, lo que la canción patriótica, inicialmente pensada para defender a Fernando VII contra José Bonaparte, impuso, lo cual hoy es recogido por el nuevo escudo: “seguid el ejemplo que Caracas dio” (cuando se volvió a la canción himno nacional, se tuvo el cuidado de suprimir, demostrando que la práctica no es nueva, la estrofa de apoyo a los Borbones). 

Caracas ha tenido éxito en su cometido: los reyes terminaron separándola de Bogotá y Santo Domingo y colocando a todas las provincias cercanas bajo su autoridad. La república, aunque no sin grandes esfuerzos, afianzó esta centralización, que se consumó completamente en el siglo XX y que, en el XXI, después de un intento de matizarla, Hugo Chávez retomó y reforzó tanto como pudo.  Pero volvamos a Oviedo y Baños. Su historia es de Caracas, de modo que lo que cuenta de otras provincias, como Maracaibo o Cumaná, es solo en función de explicar el proceso caraqueño. Era lo pertinente, comoquiera que aquellos sitios, en aquel momento, no formaban parte de Venezuela.  El problema comenzó cuando eso cambió y empezaron a ser venezolanos. La historia de Oviedo ya era canónica y, por extensión, “caraqueñizó” todo el proceso de conquista en la siguiente historiografía.  Guaicaipuro, uno de los grandes héroes de su libro, pasó a ser así una especie de símbolo de la resistencia indígena en el país. 

Oviedo y Baños, como todos los criollos del siglo XVIII que aún se sentían españoles, pero que estaban cada vez más orgullosos de ser de la Indias, tiene una actitud ambivalente ante los indígenas. Son, para él, los gandules y no tiene duda de la bondad de la conquista, pero, al mismo tiempo, siente una admiración, casi una simpatía, por la épica de los grandes jefes derrotados, al cabo sus paisanos. Para construir a Guaicaipuro como personaje, Oviedo y Baños seguramente juntó las muchas tradiciones que se seguían contando en la ciudad (una ciudad, por cierto, en la que aún algunos hablaban lenguas de filiación caribe), lo que halló en los documentos que consultó en los pocos archivos que quedaban, lo que contaba el poema épico de la conquista que dejó inédito uno de sus participantes, un soldado del que solo conocemos su apellido, Ulloa, de cuyo manuscrito no se volvieron a tener noticias desde mediados del siglo XIX (hallarlo sería el Santo Grial para todo historiador de Caracas) y, tal vez de bastante imaginación, porque si algo tenía Oviedo y Baños era don de narrador. Su libro es entretenidísimo.  

Así, al igual que pasó con Caupolicán, Cuahtémoc, Enriquillo o Anacaona, Guaicaipuro pasó a ser un héroe de los criollos (generalmente los descendientes de quienes lo derrotaron) cuando echaron a andar la independencia de España. En esto hay algo que debemos conceder: eran los mejores ejemplos que tenían de opositores al orden colonial. Además, los más potables para aquellos plantadores y dueños de esclavos. No convenía, por ejemplo, hablar demasiado de los cimarrones, que se escapaban de sus haciendas y soñaban con quemarlas.  Ya en el contexto de inicios del siglo XIX, los indígenas tenían, además, el atractivo de ser los Buenos Salvajes por antonomasia (¿no era Viernes un indio del Delta del Orinoco?).  Germán Carrera Damas ha señalado como una de las operaciones ideológicas jamás hechas a la lograda por los criollos entonces. Ellos, descendientes de conquistadores y de encomenderos, tenientes de justicia de pueblo de indios, terratenientes, asumieron (y lograron convencer a casi todos, menos, claro, a los indígenas, que por algo tendencialmente fueron realistas) de que su causa era común con la de los pueblos conquistados por España.

 De un modo u otro, buscando una identidad a la que asirse, comenzó una reconstrucción romántica del pasado indígena, que llevó a renombrar a Santo Domingo como Haití o a ponerle Bogotá a Santa Fe (en realidad unir estas dos localidades). Pues bien, Guaicaipuro entró por esta vía a la Historia Patria y, gracias a ella, ahora el héroe colonial llega al siglo XXI como epígono de la descolonización. 

En la autopista Guaicaipuro

El derribamiento de la estatua de Cristóbal Colón en 2004 marcó un hito no solo para Venezuela, sino para la arremetida que después habría en el mundo contra la memoria del navegante. ¿Quién habría de ocupar su lugar? Naturalmente, Guaicaipuro, aunque haya tardado una década en llegar (la estatua fue inaugurada en 2015). Cuando se decidió suprimir el nombre de Francisco Fajardo para la principal autopista de Caracas, esta fue rebautizada, también, como Autopista Gran Cacique Guaicaipuro. Ya no solo cacique, sino Gran Cacique, sea lo que sea que esto signifique. 

Para representarlo, volvió a echarse mano de la tradición: comoquiera que Guaicaipuro ya era un héroe en el siglo XIX, la tradicional Historia Patria ya tenía un rico imaginario que aportar. En la autopista se ha erigido una estatua colosal de metal pintado de amarillo, que básicamente es una reinterpretación de la hecha por Andrés Pérez Mujica que está en Los Teques (sus resultados, no obstante, hace a los caraqueños recordar a los robots de los animes japoneses). En el pedestal donde estuvo la extraordinaria obra “Colón en el Golfo Triste”, de Rafael de La Cova, ahora hay un indígena con musculatura de fisicoculturista, que probablemente trata de emular a los caciques imaginados por Pedro Centeno Vallenilla en la década de 1950. Hay que recordar que esos caciques crearon un verdadero canon que llegó a extenderse, incluso, a las representaciones populares del culto de María Lionza. El problema es que hay que andar con cuidado si se quiere imitar a un maestro como Centeno Vallenilla. Si no se sabe bien dónde parar, puede terminar pareciendo una ilustración de Touko Laaksonen o puede parecer un superhéroe de cómic, aunque no de los japoneses, sino de la tradición norteamericana (tal vez su estética también debería ser objeto de descolonización).  

Y no lo decimos porque haya un problema en particular con parecer un cómic, sino porque, hasta donde sepamos, ese no fue el objetivo. Pero dejemos lo estético a los especialistas: el punto es que estamos en un esfuerzo de revolución con más continuidades que las sospechadas. Un héroe colonial y su representación republicana, ajustados a tiempos en los que, aparentemente, no se cuenta con maestros con el talento y las destrezas técnicas de Pérez Mujica y Centeno Vallenilla. Eso, hay que conceder, tal vez no sea completa responsabilidad de los entes gubernamentales. La estatua de Apacuana no es de una calidad superior. También podría recordar a las heroínas de los cómics o incluso a una Vargas Girl, pero nunca sin llegar a las estridencias de los Guaicaipuros citados. A lo que vamos: sistemáticamente se han estado borrando a quienes fundaron la ciudad y exaltando a quienes lucharon por quemarla, fracasando en el intento. ¿Cómo habrían de mantenerse, en este sentido, la bandera y el escudo de los conquistadores triunfantes? Poco importa que el escudo haya sido obtenido en la Corte por Simón de Bolívar (conocido como “El Viejo”, para diferenciarlo de su hijo, Simón de Bolívar “El Mozo”: el apellido vasco no se castellanizó como Bolívar hasta mucho después), quinto abuelo del Libertador y fundador de la familia en Venezuela. Bolívar llegó como funcionario real a Caracas, fue un cercano colaborador del gobernador Diego de Osorio, con el que, entre otras cosas, ayudó a poner orden en las propiedades de las tierras (sí, ¡a dar títulos de propiedad!). Los cabildos de la provincia lo nombraron en 1590 Procurador ante la Corte solicitando varios derechos para Venezuela, entre los cuales destacan nada menos que la introducción de esclavos negros y un escudo, justo el que se acaba de derogar. 

La biografía del Procurador Bolívar no puede ser simpática a quien quiera demoler el recuerdo del pasado colonial. De modo que el problema está en la valoración general del período colonial, como la base de lo que somos y, en general, del sentido histórico con el cual evaluemos a un hombre del siglo XVI, como si se tratara de uno del día de hoy. No se trata de borrar la historia, sino de asumirla y de ver cómo esas instituciones fueron transformándose, hasta hacerse cada vez más inclusivas y democráticas, procesos relevantes del que formamos parte. Porque ese es el otro punto: cuando en 1810 comienza la que entonces llamaron la Revolución de Caracas, el escudo con el león fue asumido por los promotores de la independencia, volviéndose un símbolo revolucionario. No se trata, por lo tanto, solamente de un emblema colonial, sino también, y esto es muy importante, de la descolonización. Un conocimiento más fundamentado del proceso no vería en el león y la concha de Santiago, en la corona y la cinta de exaltación mariana, solo el recuerdo colonial, sino también el de la independencia, como lo vieron todos sus promotores de entonces. Pero ya lo hemos visto con los nombres de los presidentes de la democracia: lo importante no es la veracidad histórica, sino consolidar un discurso.

Con esta idea se han decretado un nuevo escudo, una nueva bandera y un nuevo himno caraqueños. El escudo pretende ser inclusivo, incorporando a un indígena (¿Guaicaipuro?), a una afrodescendiente y a Simón Bolívar (ahora sí el Libertador, no el Procurador). Abandona el lema mariano del escudo anterior por la estrofa de “Seguid el ejemplo que Caracas dio” y coloca una lanza y la espada que el Perú regaló a Bolívar, y que Chávez volvió un símbolo, usándola muchas veces en actos públicos. Incorpora a El Ávila y arbustos caracas, de donde viene el nombre del valle. Y también cosas de los nuevos tiempos, como las guacamayas que se han multiplicado en los últimos años, la estrella roja de cinco puntas en representación de la Revolución Bolivariana, el año de 1989 por el Caracazo, considerado en la actual historia oficial como la semilla de la revolución, y el año de 2002 por la “recuperación de la dignidad” del 13 de abril (tal vez no todos los lectores saben los nombres oficiales de las efemérides del 4 de febrero y el 13 de abril: Día de la Dignidad Nacional y Día de la Recuperación de la Dignidad Nacional). Una síntesis de política e historia. El escudo representa un relato sobre la ciudad (uno en el que, por ejemplo, se borra a quienes la fundaron) y la manera en la que lleva agua a la legitimidad del sistema político actual. 

La venganza de José Gil de Castro, a modo de colofón

¿Podrán imponerse estos escudo, bandera e himno? Es imposible saberlo. Por decreto habrá de aparecer en representaciones oficiales, tal vez se ponga a los niños a pintarlos en las escuelas y una generación crezca considerándolos sus símbolos, a lo mejor los medios lo difundan. El tiempo dirá si arraiga o, como en los países de Europa Oriental, si a la primera oportunidad retomamos (si es que dejamos algún día realmente) al león. Una buena pista nos la da el mismo escudo, a pesar de toda su alineación con la historia oficial y de todo el esfuerzo del Estado por establecer socialmente al nuevo rostro del Libertador, el escudo que acaba de ganar el concurso, ¡lo representa, como siempre, siguiendo al retrato de José Gil de Castro que tanto gustó a Bolívar! Del mismo modo, así como se ha hecho un esfuerzo para llamar a El Ávila por su nombre indígena, Waraira Repano, en prácticamente ninguna nota de prensa o comentario se le menciona de ese modo. El apellido del conquistador al que le dieron la montaña sigue perviviendo.  

Como vemos, la historia es también un asunto político y los cambios que se hacen en su nombre se imponen o se desvanecen según los vaivenes de la polis. Sobre todo del más importante: la aceptación y los valores de sus ciudadanos. Es allí, y no en concursos y cabildos cerrados, donde se decidirá la suerte de los símbolos de la ciudad. Gil de Castro debe estar sonriendo desde donde quiera que esté.

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