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Bukowski en el Ateneo

20/08/2019

(Este texto pertenece al libro Retablo de plegarias, que será publicado por la editorial colombo-venezolano Taller Blanco Ediciones)

Foto cortesía archivo del Ateneo de Caracas

No recuerdo a qué edad estuve allí por primera vez. Posiblemente mis padres me llevaron. Con toda seguridad a la librería, a la sala Los espacios cálidos. Fuimos también al cine, donde disfrutábamos películas de factura ajena al circuito comercial. Todo lo que mi espíritu inquieto quería se hallaba concentrado en aquel complejo de arquitectura sencilla, maciza y limpia diseñado por Gustavo Legórburu y que sustituyó a la vieja casona en el mismo lugar de la Plaza Morelos, que, como se sabe, conectaba con todo el llamado circuito de los museos, y además con el Teatro Teresa Carreño. ¿Qué más se podía pedir? Ese era el lugar donde yo debía estar, donde debían estar todos los que se interesaban por los libros, el arte, el teatro, la música. También estaba el Café Rajatabla, que se hallaba por esa zona de recovecos que pertenecía al grupo de teatro del mismo nombre. Pero primero fue la librería.

Era toda una experiencia estética bajar las escaleras, mirar hacia la izquierda, a través de un enorme cristal, aquel otro café vivo y sonoro que también hacía vida allí y luego enfrentar la delirante, surrealista, increíble vitrina de la librería diseñada por el artista plástico y escenógrafo Jesús Barrios. Y digo que la experiencia era estética, porque todo aquello resultaba un asunto de sensaciones. En la mente, quizás, un solo pensamiento: «Aquí es donde quiero estar, esto es lo que quiero».

A Jesús Barrios, por cierto, lo conocí muchos años después en una de las célebres fiestas de El Nacional. Estaba vestido no sé si de monje carmelita o franciscano, llevaba una kipá en la cabeza y cargaba un cuaderno de tapa negra repleto de sus dibujos. Uno de los dibujos era un Cristo maravilloso, sangrante, hecho de sangre real, su propia sangre, nada más y nada menos, pues se pinchaba los brazos y los dedos para usarla como tinta.

Adentro, la librería te recibía con sus mesones y su profundidad llena de estantes, portadas y cantos. Yo sentía que nunca terminaba de ver todos los libros, que iba dejando atrás muchos que nunca llegaría a leer porque el tiempo no me alcanzaba para pasar la vista sobre todos los títulos. Aquello me producía, en serio, dolor, pena.

Luego la librería abrió una especie de club de video. Allí encontrabas maravillas del cine, películas de Kurosawa o de Fellini o de Wenders. Por supuesto, el formato de entonces era el VHS. Creo que al mismo tiempo o casi al mismo tiempo abrieron un cafetín al fondo. Eso afectó el olor de la librería. A pesar de que era café, el olor resultaba nauseabundo; tenía de fondo algo de cañería, de agua estancada. Olía más bien a café rancio, nunca recién tostado. Pero con todo, aquella seguía siendo una gran librería.

Al cabo de unos años, descubrí el Café Rajatabla. Allá iba a beber, al principio, con una patota de amigos y amigas de la universidad. Allí, en el espacio al aire libre, o bajo la lona, pedíamos tercios y más tercios de cerveza y descubríamos el mundo y nos descubríamos unos a los otros. Una noche, mis padres, que llegaron de visita a la ciudad, terminaron en el Rajatabla. Ahí estaba yo, con mis amigos. Mis padres se sentaron con nosotros y bebieron cerveza y a todos mis amigos les pareció que mis padres eran una maravilla.

En el Ateneo hice varios cursos. Recuerdo especialmente uno de guiones para comerciales de televisión. Fue en la época que me estaba yendo pésimo con filología y latín en la Católica. Había decidido cambiarme a la UCV para seguir estudiando Letras, pero tenía que esperar casi un año mientras se completaba el proceso. Así que, en el ínterin, me aboqué a tomar cursos y más cursos para no mantenerme ocioso, pero, sobre todo, para que mis padres le vieran algún sentido a mi vida y a mi estadía en Caracas.

Aquel curso de publicidad lo dictaba una gente reconocida de agencias. La coordinadora era una muchacha de cabello castaño muy largo, cara como arrasada por el viento del desierto y temperamento de pájara brava. Grace se llamaba, trabajaba en Leo Burnett y era productora de campo, es decir, su trabajo consistía en moverse rápido y con astucia en la calle, en el centro del caos, con el fin de conseguir todo lo que se necesitaba para lograr que la producción cumpliese con su cronograma.

Entre mis compañeros de curso había un hombre calvo y simpático que sabía teorías de comunicación y que intervenía mucho; una muchacha muy joven y muy delgada que siempre parecía feliz y que quería estudiar publicidad; un musculoso cuyo proyecto era hacer una serie de programas audiovisuales sobre el arte de la seducción, basándose en un libro que, indudablemente, él mismo escribiría; una señora que era secretaria en una compañía de producción y que, de tanto ver a los otros trabajar con cámaras y luces, había sentido la curiosidad de aprender; un portugués dueño de una panadería que nunca explicó con claridad sus objetivos para estar allí, y un muchacho delgado y callado que daba la impresión de encontrarse a punto de estallido, y que tampoco supo decir muy bien la razón por la que se había inscrito en el curso.

Una tarde llegué temprano y me quedé esperando en planta baja, cerca de la taquilla. Me hallaba recostado de un murito, de espalda a unos helechos, cuando llegó el muchacho enjuto y se apostó a mi lado.

Debo confesar que me puse nervioso. Siempre me había parecido que de aquel joven brotaba una especie de neblina asfixiante y cetrina. Era quizás de mi edad, pero lucía muy serio, como esas personas que hablan poco y lo piensan dos veces antes de hacerlo.

Yo no sabía de qué conversar, y me fui por lo más obvio: el curso. Estaba muy bueno, me parecía muy profesional todo, eso dije. El enjuto se limitó a afirmar con la cabeza y a gruñir algo parecido a un sí.

—Tú estudias Letras, ¿no? —dijo al rato, como dejando salir una meditación muy profunda.

—Sí, eso estudio —me limité a responder; no quería complicar el asunto diciendo que por los momentos no, pero sí, que estaba esperando el cambio de la UCAB a la UCV y etcétera.

—¿Has leído a Bukowski?

En mi vida había oído hablar del tal Bukowski. Como le temía al enjuto, como no quería ser descubierto por aquel potencial asesino en serie, respondí honestamente.

—Me lo supuse —dijo el enjuto mirándose las manos—. En esa mierda que llaman Letras no enseñan un carajo. Bukowski era un duro, un borracho de esos que ves en las calles, que duermen bajo los puentes, que te piden plata o te asaltan con el pico de una botella. Ese era Bukowski, un demente, un demente borracho que escribía genialmente.

—¿Y qué escribía?

—Sus historias de calle. La oscuridad de su vida.

Busqué en mi bolso, saqué el cuaderno de clases.

—¿Cómo dijiste que se llamaba?

—Bukowski, Charles Bukowski.

Empecé a anotar en el cuaderno, escribí algo así como Bukosky.

—No anotes.

—¿Qué?

—No anotes. ¿Qué crees, que Bukowski es un tomate en una lista de supermercado? A Bukowski se le encuentra por el camino.

—Sí, lo siento… —me excusé y guardé el cuaderno.

—Ya lo has encontrado —dijo el enjuto más conciliador—, me encontraste a mí y a través de mí, a Bukowski. Estás destinado a leerlo, por eso no debes anotar ninguna mierda. Bukowski no es un tomate.

—No es un tomate.

—Disculpa que te hable así.

—Tranquilo, disculpa tú… Te entiendo.

Nos quedamos en silencio. Era incómodo para mí; el enjuto, en cambio, parecía estar bien con él mismo, con la situación.

—Sólo así se escribe de verdad —encajó el enjuto.

—¿Cómo? —dije, un tanto perdido.

—Así, bajando hasta la mierda. La escritura es para temerarios, para valientes, para gente jodida.

No hablamos más. El calvo recién había aparecido en nuestro campo visual, saludó de lejos y se acercó. Me sentí absolutamente aliviado. La conversación tomó otros rumbos, pero yo me quedé pensando en Bukowski.

A la semana siguiente llegué una hora antes al Ateneo y bajé a la librería. No le pregunté a ningún dependiente, me puse a buscar. Como había dicho el enjuto, Bukowski tenía que ser encontrado.

Después de un par de vueltas hallé uno de sus libros sobre uno de los mesones. Se trataba de un ejemplar de Anagrama, colección Contraseñas, tapa blanda, blanca, con la ilustración de una mujer rubia, labios muy rojos y tetas al aire que me recordó los trabajos de Wesselmann y que era, en efecto, un trabajo de Wesselmann. La máquina de follar. ¡Vaya título! Compré el libro, empecé a leer poco después, recostado del murito.

Pensé en mostrarle la reliquia al enjuto, pero el enjuto no fue a clases ese día, ni al siguiente, ni a las clases que faltaban. No fue más. Seguí leyendo a Bukowski, estaba fascinado. Se me había abierto una madriguera en la cabeza. Y también, en cierto modo, una nueva alimaña se me había agregado al saco de oscuras creencias que empezaban a ordenarme los pasos. El enjuto me había dicho que sólo los verdaderos escritores bajaban, que sólo los verdaderos escritores se hundían en la mierda. Allí, en ese fondo, estaba la literatura. Vivir, bajar, taladrarse la cabeza para escribir. Me sentía tentado por todo aquello. Pero mis años salvajes estaban por llegar; mientras tanto, leía las aventuras de Hank Chinasky.

El último día de clases, el calvo propuso que el grupo celebrase con unas cervezas en el Rajatabla. Todos estuvieron de acuerdo. Caminamos hasta el cercano café, nos sentamos y pedimos cervezas. El calvo habló, el calvo siempre llevaba la batuta. En cierto momento trajo el tema del enjuto a la conversación.

—No vino más —dijo, y algo en el tono de su voz sonó a que él estaba al tanto de la causa de la ausencia. No tardó en confirmarlo—: Era drogadicto. —Nos miró, uno a uno, y luego—: Un día estuvimos conversando. Me dijo que se metía cocaína. Que quería ser escritor y que se metía cocaína.

Pensé que el calvo había pronunciado las palabras «escritor» y «cocaína» como alguien que intentara hablar con detalle de Reikiavik, aunque nunca hubiera estado allí y la conociera sólo por mapas.

—Los escritores tienen ese problema —indicó la señora que era secretaria.

—¡Tú que estudias Letras! ¡Ten cuidado, carajito! —me largó en tono amistoso el portugués dueño de la panadería.

Yo negaba con las manos, sonreía. Hubiera querido decirles que gracias al enjuto estaba leyendo a Bukowski. Que dejaran de preocuparse en vano, que el enjuto sabía lo que hacía y había bajado a los infiernos para regresar con la materia del arte en sus manos… Que todos eran unos idiotas y que no opinaran a la ligera…  Que ellos no tenían ni puta idea: el enjuto iba a volver, no se había perdido en el abismo. Ahora no estaba, pero volvería. Sí… él iba a volver, o eso por lo menos quería creer yo. Allá abajo, en el infierno, en la mierda, como le decía el enjuto, la vaina era jodida, muy jodida, pero él iba a salir, victorioso, con arte entre sus manos. Claro que sí.

—Ese chamo estaba mal —declaró el calvo.

—Va a terminar en loco. Cuidado si ya no lo está —cerró el musculoso.

—Sí, puede que termine loco, pero también cabe la posibilidad de que termine muerto —escuché decir al calvo.

—¿Tú qué piensas, muchacho? —me preguntó la secretaria, no sé si porque en realidad quería saber lo que yo pensaba y estaba preocupada por mí, o sin tan sólo quería escucharme decir alguna sandez y burlarse en silencio con los otros.

Yo callé por unos instantes, sin poder pensar en nada, hasta que lo dije, no sé de dónde, pero lo dije:

—Los locos mueren después.

Eso fue todo, los demás se quedaron mirándome entre extrañados y divertidos, y casi de inmediato, pasaron a otra cosa.


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