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Bertolt Brecht es uno de esos escritores que nos dan la impresión de que todo lo que hacían salía bien sin mayores esfuerzos. Es lo que uno siente cuando lee sus poesías. Ninguna señal de especial esfuerzo o angustia por lo que escribe. Lavorare stanca, escribió Pavese, y uno piensa que Brecht nunca sintió la ansiedad y fatiga que nos afecta a todos. Pero no fue así, en realidad. El poeta y dramaturgo trabajaba todos los días, de la misma manera que un panadero, a diario, trabaja en sus panes durante largas horas, algo que se percibe al leer su revelador Diario de trabajo (Arbeitsjournal). La dedicación de Brecht era compartida con sus funciones como director de teatro, una actividad no menos exigente. Tampoco se le escapaban al gran escritor otras tareas más cotidianas. Hay algo que me impresionó desde que lo leí, en 1979, y que aparece en sus diarios. En una oportunidad, mientras terminaba un encargo urgente, su perro se acercó para invitarlo a que, como todos los días, lo sacara a pasear. Brecht estuvo a punto de despacharlo, pero pensó: “Si le digo que no, es capaz de no venir mañana”. Con lo que suspendió lo que hacía y salió a caminar con la mascota. La anécdota puede ser irrelevante, pero ofrece una imagen justa de la naturaleza empática del autor de La ópera de tres centavos, de su humanidad y sabiduría. Algo que podemos sentir con la lectura de Del pobre B.B. (Von arnem B.B.), uno de los poemas más conocidos del autor, un revelador autorretrato en treinta y seis versos regulares distribuidos en nueve estrofas:
Yo, Bertolt Brecht, nací en la Selva Negra
y fui traído por mi madre a la ciudad
mientras estaba en su vientre. El frío
del bosque estará en mí hasta la muerte.
La ciudad de asfalto es mi hogar. Listo
para el último sacramento:
periódicos, tabacos y brandy.
Desconfiado, alegre y holgazán.
Soy amistoso con la gente. Ando
con mi sombrero de copa, como ellos.
Me digo: huelen como animales
y reflexiono: eso no importa, yo también.
En mi mecedora, cada mañana,
me gusta sentar a un par de mujeres;
las miro despreocupado y digo:
no se les ocurra contar conmigo.
En la tarde, me reúno con hombres
y nos gusta llamarnos” caballeros”,
ponen sus pies sobre la mesa y dicen:
será mejor con nosotros. No digo:
¿cuándo? Al amanecer orinan los pinos
y sus parásitos, las aves, gritan.
A esa hora, vacío la copa, tiro
la colilla y, angustiado, voy a dormir.
Somos una generación que vive
en casas que no se destruyen
(así hicimos edificios en Manhattan)
y una alta antena que pasa el Atlántico.
De estas ciudades quedará el viento.
La casa alegra al que come pues él la limpia.
Sabemos que somos provisionales
y nada hay después de nosotros.
En el cataclismo que ha de venir
espero no dejar apagar mi tabaco.
Yo, Bertolt Brecht, de la selva a la ciudad
de asfalto, en mi madre, hace tiempo.
(Version A.O.)
La dicción es puro Bertolt Brecht. Directa, sin adornos, pocos adjetivos y siempre reveladores, sin estridencias, y llena de ironía. La “voluntad formal” se expresa en la forma clásica escogida por el poeta: estrofas regulares, rimadas y dispuestas en endecasílabos. El texto fue escrito entre 1925 y 1928, los años de mayor auge de las vanguardias del siglo XX. Nada de versos libres, al menos en este poema, como los utilizados por contemporáneos como Gottfried Benn en sus primeros libros. Frente al neo-romanticismo de las vanguardias, la prosodia clásica, más cercana a la del Eliot tardío. Pero lo más destacado, lo más brechtiano, tal vez, sea su claridad, que no quiere decir facilidad. Por supuesto, Brecht no podía evitar la crítica de los teóricos de la modernidad, que lo incluían en el desprestigiado grupo de poetas “comprometidos”, como el peor Maiakovski, el Neruda político o el español José Hierro. Una generalización, naturalmente. El compromiso de estos tres vates, y tantos otros, los llevaría a intentar una poesía panfletaria y lamentable. Brecht, intelectual tanto o más politizado, acudiría a su conocida ironía, al escepticismo y el humor para mantener una prudente distancia. Su realismo aspira a una poesía didáctica, no demagógica.
A mediados de los años treinta, la lírica de Brecht comienza a distanciarse del formalismo inicial. Las rimas regulares se hacen más raras y las estrofas pierden uniformidad. Los cambios son necesarios para realizar su proyecto didáctico. Los asuntos de sus poemas y obras de teatro son cada vez más dependientes de sus convicciones marxistas. Para el comunismo en el cual militaba, la excesiva preocupación formal, el desvelo por devolver el sentido original a las palabras de la tribu, en perjuicio del tema definitivo que era la lucha de clases, era condenable. En una página de 1939 escribe Brecht: “La campaña absolutamente necesaria contra el formalismo ha facilitado el desarrollo de formas artísticas que demuestran que el contenido social es una precondición esencial”. Y, más adelante, con convicción conversa:
Los ritmos excesivamente regulares tienen un efecto soporífero,
como cualquier sonido recurrente (el goteo en el techo, el ruido
de los motores), uno entra en una especie de trance en el cual
uno puede sentirse bien al principio. Por otra parte, no es posible
adaptar el lenguaje cotidiano a un ritmo delicado. Los ritmos
irregulares por otra parte le dan más oportunidades al poema de
adaptarse a la expresión emocional. Nunca creí que esto significaba
que me estaba alejando de la poesía… Por el contrario, esto me
permitía encontrar nuevos rumbos para una poesía con función social.
No obstante, ni siquiera Brecht, con todo su talento pudo eximirse de las concesiones de la llamada poesía comprometida. Un modo poético repudiado, y con razón esta vez, por los teóricos de la modernidad. Lo que lo salvó de producir una lírica sencillamente panfletaria, fue, como hemos dicho, su ironía y sentido del humor. En Cañones y no mantequilla, uno de los tantos textos que escribió con un sentido claramente político, Brecht se expresa en su nueva dicción, más instrumental, con una disminuida voluntad formal:
La conocida expresión de Goering,
según la cual los cañones vienen antes que la mantequilla,
es correcta en tanto que el gobierno requiere
más cañones mientras menos mantequilla tenga,
a menos mantequilla más enemigos.
Además hay que reconocer
que los cañones en un estómago vacío
no son del gusto popular.
Tragar gas, dicen,
no quita la sed,
y sin pantalones de lana
un soldado sólo pelea en verano.
Cuando se agotan las municiones
a la artillería, en el frente a los oficiales
les llenan las espaldas de orificios.
El texto es amargo y la denuncia evidente. El tono es directo, las estrofas irregulares así como las rimas. Esta dicción instrumental no puede estar más alejada que la promovida y practicada por los grandes maestros de la poesía moderna, poetas como Michaux, Perse, Huidobro, Reverdy, Pound, Montale, Paz, Ungaretti, Mandelshtam o Bachmann. Aun así, el poema de Brecht, sarcástico, recorrido por el más negro de los humores, se aleja también del tono demagógico de tantos poemas “comprometidos”. Se cuentan más de mil poemas escritos por Brecht, una porción considerable tiene un carácter irrefutable de permanencia. Con sus altibajos, es seguro que la inmortalidad lo recordará tanto como a Rilke. Al menos es la opinión de George Steiner, la cual, esta vez, quizás no esté de más compartir.
Alejandro Oliveros
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