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Aunque no hubiera nada después

El escritor Arturo Gutiérrez Plaza y su reciente obra "El cangrejo ermitaño". Fotografías cedidas por la Fundación para la Cultura Urbana.

03/10/2020

Palabras leídas durante el acto de presentación del libro El cangrejo ermitaño (Madrid: Visor / Fundación para la Cultura Urbana, 2020), de Arturo Gutiérrez Plaza. El evento fue difundido por la plataforma Zoom el miércoles 30 de septiembre, y contó con la participación asimismo de los escritores Rafael Courtoisie y Olga Muñoz Carrasco. Marina Gasparini Lagrange fue la moderadora.

En la formación de Arturo Gutiérrez Plaza han confluido y se armonizan estímulos muy diversos que ayudan a explicar la riqueza de registros que se percibe de inmediato en El cangrejo ermitaño.

No podemos soslayar, ante todo, los de la sociedad letrada de la Venezuela de su juventud; la vocación exteriorista y conversacional, urbana, apegada a los valores modernizadores que incitaban a romper con telurismos para entonces inseparables del legado surrealista tal como se adaptó a la tradición local, especialmente de la mano de Vicente Gerbasi. Por otra parte, destaca el modelo de Eugenio Montejo, reacio a los excesos barrocos o herméticos, pero, mucho más, a las estridentes contraposiciones de presente y pasado de los neovanguardismos de la segunda mitad del siglo XX. Y ha de observarse, del mismo modo, la afinidad de los versos de Gutiérrez Plaza con la sed de exactitud, la mirada objetiva en alianza con la actualización del epigrama, palpable en dos poetas de más allá de las fronteras venezolanas: Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco. Si el realismo o el timbre coloquial de sus versos muestran una deuda con el aprendizaje caraqueño y si su capacidad de reconocer sin hieratismos las dimensiones metafísicas de las criaturas o los sucesos más ordinarios indican el ascendiente de Montejo, muchos instantes de destemplada ironía apuntan a la frecuentación de cierta poesía mexicana. Debe señalarse, no obstante, que esas convergencias, como siempre ocurre en la obra de cualquier buen escritor, producen una voz única, distinta en su conjunto de las influencias recibidas, con una capacidad deslumbrante para pasar, con naturalidad absoluta, sea con humor o con gravedad, de lo cotidiano a lo libresco, de lo emotivo sin rodeos a un desafiante intelecto.

La ductilidad de Gutiérrez Plaza no obedece a una exhibición gratuita de talento ―aquello que a veces se confunde con el virtuosismo―. La veo, más bien, como resultado de la empatía que lo inclina a aceptar lo diverso como clave de lo humano. Sospecho, asimismo, que tal flexibilidad anuncia una cosmovisión donde la forma se concibe en comercio incesante con sus temas. La búsqueda es la meta; explícitamente lo manifiesta la imagen del cangrejo ermitaño: el sujeto poético sabe que reside en su viaje y acaba, a gusto, domiciliado en lo transitorio. Las peregrinaciones se proponen recobrar lo que deseamos que sea nuestro punto de partida verdadero; gracias a esa intuición que ha tenido el “decápodo errante / refugiado en conchas vacías” que se pasea por este libro, el lenguaje no se reduce a la herramienta con que los héroes, los adanes o los “pequeños dioses” de tantos otros autores, hispanoamericanos o no, reclaman prestigio; si con algo parece vincularse es con una ascesis ―los humildes y disciplinados tanteos de quien se reinventa en un monasterio verbal―.

Las marinas de Gutiérrez Plaza, sus imágenes de playas, arena, oleaje, constituyen un oblicuo autorretrato del poeta en su relación activa y creadora con el idioma: “Como algas que quedan en la orilla / luego del paso de la marea, / hay palabras abandonadas / que se van secando sobre la página”. Tal es el hábitat doble del cangrejo, que vive entre la razón simbólica y la sinrazón semiótica o visionaria. Si en una primera impresión el adjetivo ermitaño dramatiza la soledad, no tardamos como lectores en distinguir los elementos esenciales del tropo o, mejor dicho, no tardamos en percatarnos de que se trata de una metáfora al cuadrado, una analogía que surge de otra u otras, en un laberinto: la ermita, además de aislamiento, supone un compromiso con lo sagrado, una vez que nos desengañamos de las falsas promesas del exterior. Esa solapada religiosidad la ilustran diversas piezas, donde los opuestos se concilian. Ocurre, por ejemplo, en “Si me permites”, cuyas interpretaciones no se agotan en lo carnal:

Si me permites

no te llamaré por tu nombre,

procuraré otros atajos

que me sepan conducir

al sitio donde las palabras amanecen,

al recodo donde las historias

se reconocen inútiles

y el azar pacta

a riesgo de sus mejores apuestas.

[…]

Si me permites,

si hay un lugar donde yo pueda,

me haré hábito en tu piel

y como un devoto feligrés,

fiel a los caprichos del deseo

te haré mía sin nombres

sin palabras, sin promesas.

Nos desplazamos de lo amoroso a la numinoso —“el sitio donde las palabras amanecen”— y de allí a lo irónico, puesto que la anáfora donde se alían galanteo y amabilidad subraya que el lenguaje en situación literaria aspira a desmontar cada una de sus propuestas: es tarea, artificio, construcción. La sugerencia aleja la escritura de toda sospecha de iluminación sobrenatural.

En lo anterior se vislumbra una actitud agónica que se resuelve ―cuando el objeto del poema es el esfuerzo expresivo― en inteligente apotegma o reflexión desencantada. En ocasiones, la atención se vuelca a los modos en que elegimos cifrar la realidad en el lenguaje, con la inevitable comprensión de que la iniciativa, en el fondo, es siempre ilusoria, como se verifica en “Trastiempo”, poema que convendría recordar:

Ayer caminaré por la noche

que terminó sobre esta línea.

Me detendré cuando sentí

que no fue un abismo

sino un puente colgante

sobre puntos suspensivos.

Hacia atrás avanzaré

persiguiendo una sombra,

tal vez la que seré, la que fue mía.

Al iniciarse la oscuridad

arribaré al momento

que entreveré antes.

En lo alto del crepúsculo

bajaré hasta la cima

de este poema que comenzaré

sobre esta línea, poco antes de partir.

Versos como estos nos advierten que en los signos no hallaremos una identidad, sino las sucesivas convenciones de la representación: son pobres instrumentos para captar el universo, pero con ellos podemos materializar una lucha personal por entenderlo y pertenecerle.

Y si hablamos de lucha, no ha de ignorarse que esta poesía se plantea igualmente la más dolorosa para los seres humanos, la implícita en nuestra mortalidad. El previsible desenlace del combate, pese a ello, traduce lo íntimo en certidumbre de un futuro en que el Yo cumple su misión de disolverse en el Otro. Estos poemas evocan, en más de una oportunidad, las “Últimas palabras” o la “virtud de los abismos”. Sin embargo, la sensación de pérdida carece de halo trágico; se inserta en un orden en el cual el vacío nos completa y se impone el canto como el destino de quien está convencido de que no hay otro lugar adonde llegar. “Sin nada a cambio”, texto con que concluye El cangrejo ermitaño, así lo insinúa:

Aunque no hubiera nada después,

escribiría.

Escribiría

aunque callaran los dogmas,

sin lápiz,

sin bitácora,

sin papel.

Escribiría

no para responder,

no para salvarme.

Esa, quizá, sea una manera menos tímida de aseverar que nuestro hogar, el más secreto y auténtico, nunca nos abandona.


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