Centenario de Sofía Ímber

Así comienza La señora Ímber // Fragmento del libro de Diego Arroyo Gil

Sofía Ímber. Fotografía de José Sigala.

08/05/2024

Este es el primer capítulo del libro La señora Ímber. Genio y Figura (Editorial Planeta, 2016), de Diego Arroyo Gil, quien concedió a Prodavinci su publicación.

Mi nombre es Sofía Ímber, y tengo 91 años. Hay quienes dicen que son más, quizá porque ven el estado físico en que me encuentro y consideran que este cuerpo es aún más viejo; quizá porque creen que todas las mujeres mienten sobre su edad y que yo entro en esa categoría de “todas las mujeres”. No. Tengo la edad que tengo, 91 años. Lo sé por mi madre, Ana Barú, quien siempre me dijo que yo nací el 8 de mayo de 1924 en Soroca, entonces ciudad de Besarabia, luego de Rusia, hoy de Moldavia. Casi todo lo que sé de ese lugar lo sé porque me lo contaron, pues tengo pocos recuerdos. Apenas si todavía  guardo en la memoria la figura de Kostik, el cochero de mi familia, el primer hombre del que me enamoré o, en todo caso, el primero que se me hizo necesario en la vida. Todo lo demás es un relato verbal que escuché desde antes de tener uso de razón y que me ha acompañado siempre como una historia de persecuciones, pérdidas y muerte. Siendo judía mi familia, tuvimos que escapar de aquellos lados del mundo cuando comenzó el asedio sobre nuestra raza. 

Llegué a Venezuela siendo todavía muy niña, en 1930. El sanguinario general Gómez estaba vivo, pero para nosotros, que veníamos huyendo de todos los horrores, este era un país de paz. Mi madre, mi hermana Lya y yo desembarcamos en el puerto de La Guaira. Mi padre, Nahum Ímber, ya estaba aquí. Había venido unos meses atrás. Nos instalamos en La Victoria, estado Aragua, y fue una tragedia para mi madre, que no entendía ni aceptaba su nuevo entorno. De Besarabia a Venezuela. De un día para el otro. Nada fácil para una mujer como ella, tan correcta, tan habituada a sus costumbres y sus modos. Al año, nos vinimos a Caracas.

Nuestra primera casa en esta ciudad quedaba en el número 18 de Bolsa a Pedrera, en el centro. Después, como nos fue posible, nos mudamos a otras, un poco mejores. Éramos gente pobre, pero personas bien dispuestas y, a pesar de todos los fracasos, que fueron muchos, logramos salir adelante. Mis padres ganaron una reputación respetable en Venezuela, mi hermana Lya fue la primera mujer que se graduó de médico en este país, y yo, yo soy Sofía, una gran trabajadora. 

Comencé a ganarme la vida cuando aún era pequeña. Tendría 10 años, quizás un poco más. Iba al Country Club, yo solita, a darles clases de ruso a dos damas de sociedad, la señora Dagnino y la señora Gil Fortoul. No aprendieron nada. No les interesaba aprender. Era una diversión, nada más. Por ese mismo tiempo me dieron trabajo en Radio Continente, en el programa de Alberto Ravell, que era muy popular. Como yo tocaba el piano porque mamá me hacía estudiar música en la escuela del maestro Vicente Emilio Sojo, por alguna circunstancia que no recuerdo Ravell se interesó en mí y me invitó a trabajar con él. Me pagaba cinco bolívares y me presentaba como “Astrid, la niña prodigio del piano”. Le parecía que Astrid era un nombre más bonito que Sofía. Fue mi primera aparición en un medio de comunicación, pero nada ni nadie podía prever entonces que mi destino estaría atado a la prensa. De hecho, apenas salí del liceo Fermín Toro y del colegio Santa María, donde hice el bachillerato, mi decisión fue estudiar Medicina. Era buena alumna y hubiese sido una buena doctora, pero un día el periodismo se puso en mi camino y tomé su rumbo.

En 1944 conocí a quien sería mi primer esposo, el escritor Guillermo Meneses, con quien tuve a mis cuatro hijos: Sara, Adriana, Daniela y Pedro. Nos casamos de un impulso, tres semanas después del momento en que nos vimos por primera vez. Les dimos la noticia a nuestras familias cuando ya éramos marido y mujer. Durante los años en que estuvimos juntos lo quise mucho. Todavía lo quiero. Cuando yo quiero, quiero con terror. Guillermo era perfecto. Perfecto. Claro que no han faltado los que me acusan por haberlo dejado cuando lo dejé. Por haberlo dejado y por haberme casado con Carlos Rangel, también escritor. Por haberlo dejado cuando Guillito, como yo le decía, me amaba como a nadie, porque yo era el mundo para él.

Lo acepto todo, no me importa, pero me pregunto por qué la gente tiene tanta curiosidad en mi vida. Por qué les interesa tanto a qué hora me acuesto, a qué hora me levanto, qué comida como, qué dejo de comer, cuánto dinero tengo, cuánto gasto. Que si tuve amantes. Que quiénes fueron. Es algo que no me explico. Se me ocurre que como siempre he hecho lo posible por mantener mis cosas en privado, eso contribuye a que algunos crean que soy un misterio o que guardo una infinidad de secretos. No puedo hacer nada. Por la puerta de mi casa no pasa nadie excepto los amigos, aunque ya casi no tengo amigos porque todos han muerto.

Sofía Ímber retratada por su amigo Alfredo Boulton.

Con Guillermo viví en Caracas, en Bogotá, en París y en Bruselas. En Bogotá nos exilamos en 1945, a voluntad, como consecuencia del derrocamiento del general Isaías Medina Angarita, que era muy admirado por nosotros. A París fuimos a dar en 1949, gracias a que la Junta Militar de Gobierno presidida por Carlos Delgado Chalbaud nombró a Guillermo segundo secretario de la embajada de Venezuela en esa ciudad. Es otra de las cosas de las que nos acusan. De las que me acusan. Que hayamos vivido, que yo haya vivido en París, primero, y luego en Bruselas, durante la dictadura militar de los cincuenta. Mi respuesta es levantar los hombros.

Desde que pude hacerlo hasta que la vejez comenzó a cercar mi vida no hice otra cosa sino trabajar, trabajar y trabajar por Venezuela. Aparte de dedicarme a la prensa escrita, entré en la televisión e hice el programa Buenos Días, un hito en la historia del periodismo de este país. ¿Quién no lo recuerda? Al principio éramos tres los anfitriones: Reinaldo Herrera, Carlos Rangel y yo. Luego quedamos Carlos y yo. Luego quedé yo. Sola. Carlos se suicidó en 1988. Fue un golpe muy duro para mí porque él y yo hacíamos todo, todo juntos, pero fue su decisión y yo supe comprenderla. Me dejó una carta, que a veces releo. Allí me dice que sabré sobreponerme, que debo hacer esto y aquello. Carlos era perfecto. Perfecto.

Nadie como él hubiera podido dar un mejor testimonio sobre lo que fue hacer el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, que inauguramos en 1974 y llegó a ser uno de los mejores de América Latina, como se sabe. El museo fue mi segunda casa durante 27 años, hasta un día de 2001 en que Hugo Chávez me botó de la dirección desde un programa de televisión. Yo estaba trotando en la calle cuando me enteré. Me llamaron de casa para informarme, pero no alteré mi rutina. De allí fui a tomarme un café en la panadería St. Honoré, como lo tenía previsto. Eso fue en enero. Yo pensaba renunciar en marzo. Sabía que no iba a poder trabajar con un personaje como Chávez en el gobierno. Él se adelantó a mi decisión.

Hoy en día, cuando me preguntan si me siento satisfecha, siempre contesto lo mismo: me siento satisfecha de las cosas que hice bien. ¿Feliz? Lo he sido a veces. No se puede ser feliz constantemente. Mi mayor logro, eso sí, son mis hijos, los cuatro, a pesar de las dificultades que hemos atravesado. Quise para ellos tres cosas en la vida: que hablaran inglés, que supieran nadar y que tuvieran unos buenos dientes. Pedro, mi único varón, murió en 2014 de una complicación cardíaca. Tenía 51 años. Es el dolor más grande de mi vida. Lo pienso mucho. El dolor hace pensar. A la gente le parece insólito que yo no llore. Dicen: “Es una mujer cruel, es un ser insensible”.

Si yo llorara, lloraría el mar entero.

Los que me conocen saben que tengo mucho sentido del humor. Me río de mí misma. Reflexiono. Me analizo. Hago psicoanálisis desde que vivía en París, donde comencé a verme con el reconocido doctor Daniel Lagache, en el boulevard Saint-Germain. Luego seguí mi terapia en Caracas, hasta hoy. Uno nunca termina de conocerse. El análisis es como un espejo. Da lo que uno le muestra. Tal vez lo único que lamento es no haber logrado creer todavía en Dios. No nací con la virtud de creer. Si yo creyera, todo sería más fácil. El que cree se siente acompañado. El que no, está solo. Con todo, pienso que si hay un Dios bueno para mí, cuando llegue el momento de mi muerte, será rápida. No quiero que, dado el caso, me prolonguen innecesariamente la existencia. ¿Para qué? ¿Qué sería de mí? ¿Qué es la vida sin pasiones? ¿Tragar, cagar y dormir? No. Para mí, eso no. Yo quiero que el fuego me acompañe aun en las cenizas.

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Puede leer y descargar el libro completo en este enlace: [Libro] La señora Ímber. Genio y figura.

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